viernes, 11 de octubre de 2019

Metamorfosis



Al despertar Gregorio Samsa una mañana, tras un sueño intranquilo, encontróse en su cama convertido en un monstruoso insecto.                                                                                                                                                                                           Franz Kafka
Águeda escuchó el ruido de la primera paletada de tierra que el enterrador lanzó al ataúd de su madre, a continuación la siguiente y otra más y otra, hasta que cubrió el féretro y ya sólo se oyó el rumor de las ramas de los árboles agitadas por el aire de las castañas.
 Hacía muchos años que su madre se había quedado postrada en la cama. Un día no se levantó, ya no quiero moverme de aquí, dijo, tú me cuidarás. Ella la atendió, día tras día, mes tras mes, año tras año. Su voz invad todos los rincones de la casa, Águeda ráscame la espalda, Águeda la bacinilla, Águeda hoy tienes que cortarme las uñas de los pies, Águeda tráeme agua, Águeda apúrate y dame un golpe que me atraganté con el pollo, Águeda ¿qué día hace hoy? Aún no has descubierto las cortinas. ¡Águedaaaaaa! Ella, solícita y resignada, se olvidó de sí misma, y se conformó con las telenovelas de cuatro a cinco cuando su madre dormía la siesta. Días antes de su fallecimiento, una tarde, en medio de la novela, oyó un grito extraño y a continuación, unos sonidos que le recordaron al parloteo del loro de Anselmo el del estanco. Cuando entró en la habitación halló a su madre semisentada en la cama , la espalda encorvada, el cráneo casi sin pelos, solo una pequeña mata gris en la punta, la nariz curvada en un arco que tocaba los casi inexistentes labios y aferrando con sus manos garras el embozo de la cama.





jueves, 13 de junio de 2019

No me gusta cómo me mira



El chico entra pegando un portazo que hace retumbar los cristales de las ventanas. Con una mano se quita la gorra que tira encima del sofá y con la otra se sujeta los pantalones de tiro hasta la rodilla que amenazan con llegar al suelo cada cierto número de pasos. En el salón busca con la mirada a su perro, Roko, y lo halla, relamiéndose satisfecho, en el centro de la estancia. Desparramadas por el suelo una toquilla malva, una zapatilla negra roída, los jirones de unas medias grises y una silla de ruedas vacía.
Lo había dicho desde el principio, desde el día que con tres meses llegó a la casa y con la furia desatada de la infancia se tiró a morder una de sus zapatillas y ella de un puntapié lo alejó. No me gusta cómo me mira, ¿qué dices abuela? ¡tonterías!. Sí, pero cuando salgas déjalo en la terraza con la puerta cerrada.
Hasta luego abuela y la voz del chico se pierde en la penumbra de las persianas semicerradas que acompañan la duermevela de la anciana sentada en la silla de ruedas. En la terraza el pitbull Roko se afana por abrir el resquicio de la puerta de la terraza que ha quedado sin cerrar.

miércoles, 23 de enero de 2019

Un mundo mejor




Lo detuvieron en el trabajo. Los vio venir a lo lejos un día por la mañana, en el pasillo, rodeados por la luz blanca de los fluorescentes, como ángeles implacables a cumplir sus designios. Cree que alguien lo delató, algún vecino de los que viven en el edificio de enfrente, quizá la mujer de los rulos que pasa el día asomada a la ventana, la joven que hace gimnasia en el balcón o el nieto de los porteros, pagan una buena cantidad de dinero por las denuncias, y eso que siempre había procurado hacerlo con las cortinas corridas, o en el baño sin ventanas, intentado acostumbrarse a la nueva normativa que en breve prohibiría las cortinas y sólo permitiría que los nuevos edificios se construyeran de cristal, todos controlarían la vida de todos, todos se vigilarían y nadie infringiría las leyes.
 Lo llevaron al edificio de la Sede Central y por la gran puerta con dos entradas rotatorias, unos salían y otros entraban, las colas permanecían en silencio, los que entraban, custodiados por sus guardianes, fríos, hieráticos, como esculturas de granito, y los que salían, unos con las manos muertas, otros, con los ojos vacíos, demudados por el terror, castigados por escribir en hojas de papel o por leer libros también en papel. La ley imponía hacerlo en la gran pantalla del ordenador, todo tenía que pasar los filtros legales de escritura y lectura recomendables, nada debía ser íntimo, personal. Después de la entrada rotatoria lo llevaron a una sala con artefactos adosados a la pared, los antiguos secamanos de los lavabos públicos pero con una nueva función, inutilizar las manos de los infractores de la ley. Había sido visto escribiendo en un folio, la pena, las manos muertas, y mientras las introducía, aterrorizado, se vio engrosando la lista de los mendigos mancos y ciegos que pululaban por la ciudad, inútiles y locos, revolviendo entre las basuras, hasta que un día aparecían muertos en cualquier esquina, y el camión que pasaba todas las noches recogiendo las inmundicias los desaparecía y se controvertían en nadie.