viernes, 29 de marzo de 2013

Sumisión



La cabeza del hombre que amó daba vueltas en el interior de la lavadora. Ella le era infiel, pero él, todas las noches, cuando regresaba, la besaba. Hasta que, harta, decidió no soportar ya más esa absurda sumisión que él llamaba amor. 

Desolación

Abrí la puerta y el sol gris tiñó de ceniza el páramo calcinado que se extendía ante mis ojos. Un árbol negro de ramas retorcidas y sin hojas proyectaba su sombra raquítica. Al fondo, en el horizonte, el humo denso y oscuro de todos los días. Miré con ansiedad la cabaña de cartones y chapas que se hallaba a unos diez metros de la mía. Daniel no estaba. Hacía una semana que no lo veía. Estaría postrado en su cama, tosiendo, retorciéndose por los dolores de estómago, pudriéndose entre sus inmundicias. O quizá ya muerto. Como había sucedido con Adela. Hacía tres meses que había fallecido. Cuando nos decidimos a entrar ya se la estaban comiendo los gusanos. Susana sigue ahí, esmerándose en su huerta. Me dice que así está entretenida. Aunque apenas consiga que crezca nada, ni las malas hierbas. Yo no me preocupo y a veces algo sale, pero el aire, la tierra, el agua están envenenados y todo lo que pueda brotar de este barro gris nos matará lentamente.
Como todas las mañanas me miré en el pequeño trozo de espejo que conservo. No puedo ver mi rostro entero y lo hago por partes. Mis escasos cabellos grises que dejan al aire las calveras con costras de mi cabeza. La frente arrugada. Mis cejas limpias de pelos y mis párpados sin pestañas. Los ojos enrojecidos y siempre lacrimosos con esas bolsas de piel amarillenta debajo. Mis mejillas flácidas y consumidas. La boca, en la que apenas se esbozan unos labios, con pocos dientes negros y maltrechos. Y mi cuello, un entramado de arrugas que se pierden en la piel enrojecida de mi escote. Tengo cuarenta y dos años y cada mañana, cuando me miro en este espejo, recuerdo como era el rostro de mi madre a la misma edad. Yo parezco su abuela.
A veces pasa alguien por aquí. Suele ser gente que huye. O que busca un lugar para quedarse∙ No lo sé muy bien. Un día se detuvo una mujer que llevaba apoyado en su costado un niño con un bulto muy grande que le salía de la frente y le pregunté que había más allá del humo negro. Me dijo que eran las ciudades que ardían sin cesar, en un fuego que no se acababa nunca y que estábamos mucho mejor aquí, en el campo. ¿En el campo? Pensé yo. ¿Esto es el campo ahora? Antes, en un tiempo que ahora me parece ya muy lejano, era húmedo, jugoso, verde, los árboles te refrescaban, la hierba te acariciaba y el aire te susurraba.
Otro día hablé con un hombre que tenía una barba muy larga que le llegaba ya hasta las rodillas. Con él venía un perro que tenía dos cabezas y seis patas. Me contó que vivía en un pueblo al lado del mar y que era pescador. Ahora ya no había mar, ni olas, ni playas. Sólo una masa negra y viscosa que se extendía en forma de lenguas que morían en lo que antes era la costa.
Ayer pasó una multitud de gentes vestidas con sucios harapos blancos. Delante iba un hombre con una túnica también blanca y una especie de corona hecha con ramas secas. Llevaba en sus manos una gran cruz de madera negra. El hombre recitaba una letanía que yo no entendí y de vez en cuándo decía “Aleluya” elevando la voz y levantando más alto la cruz. Entonces los que le seguían gritaban dolientes y algunos se laceraban a sí mismos con afiladas ramas llenas de espinas. Una mujer que tenía un ojo tapado con un parche negro se dirigió a mí y me dijo:
­-¡Hermana, hermana! ¡Síguenos! ¡Ven! ¡Este es el camino de la salvación!
Pero yo no le contesté. Seguí sentada mirando el horizonte porque sé que todos estamos condenados.
Me senté en la silla a esperar. Dentro de poco oscurecerá. Los días, ahora, son muy cortos. Pero antes comenzará a caer la lluvia plateada y no podemos dejar que nos moje pues, si lo hace, nos saldrán llagas de pus. Le digo adiós a Susana que sigue aún en su huerta, miro la cabaña de Daniel y cierro la puerta. 

jueves, 28 de marzo de 2013

Homenaje



En el silencio acre de la sala, las palabras del hombre del traje de chaqueta gris oscuro se mezclaban con el tic tac del reloj de pared, con la tos persistente y monótona del anciano de la pajarita de lunares verdes y con el chirriar del arrastre de la silla de la anciana de la toquilla malva.
-“... esta fiesta de la primavera que celebramos todos los años por su simbolismo. El renacimiento, los nuevos brotes de la naturaleza que pletóricos se nos presentan con su sinfonía de formas y colores... Al igual que todos vosotros que cada año que pasa aquí estáis....la mayoría.... pues alguno ha pasado ya a esa otra vida que gloriosa nos espera.... Y al igual que hacemos siempre, queremos y debemos homenajear al más anciano que recae, como en los últimos años, en Constanza.”
 Y el hombre del traje gris oscuro se acerca con un ramo de rosas blancas y rojas a una anciana gibosa que está sentada en un sillón de cretona floreada. Esta, de tan encorvada, casi roza su puntiagudo mentón con las huesudas rodillas tapadas con una ligera manta azul. Al ver que el hombre se acerca, levanta con dificultad su cabeza y le dirige una aviesa mirada con sus pequeños ojos verdiazules. El hombre intenta depositar en su regazo el ramo de flores, pero ella, cogiéndolo con sus manos de dedos sarmentosos, lo lanza al aire y el ramillete queda esparcido por la alfombra de arabescos floreados. Luego abre su pútrida boca sin dientes y comienza a gritar, con una voz ronca y extraña para una anciana tan decrépita.
-“¡Dejadme en paz! ¡Todos los años lo mismo! Y así hasta la eternidad por los siglos de los siglos... ¡A mí! ¡Nacida como Constanza di Castiglione en Mantua, en el año de 1480! ¡Amante de César Borgia, de Rafael de Urbino y cortesana famosa en el puente de Rialto! ¡A mí, que decidí vender mi alma al diablo por la vida eterna! Pero que cegada por la soberbia, no leí la letra pequeña de aquel contrato escrito con letras góticas. Sí...,viviría eternamente..., pero pasados trescientos años desde la fecha de mi nacimiento, envejecería poco a poco durante toda la eternidad.”

Te soñé diferente

Cada día, sentado en el café, veía como el atardecer te volvía ocre. Durante el tiempo que duró mi amor te soñé diferente. Olía con mis ojos ávidos el aroma dulzón de tu juventud estrenada, me perdía en el sabor del roce de la tela de tu vestido enredado entre tus piernas, acariciaba el soplo de fresa que se desprendía de tus huecos añorados, degustaba la exquisita melancolía de tu mirada otoñada y me enredaba en la textura de arena blanca que desprendía el color de tu piel.
 Un día el atardecer se tornó plomizo y un viento que preludiaba lluvia barría la calle. Cuando pasaste, tu figura, antes etérea y distante, apareció delimitada por contornos de realidad color cemento. El aire revuelto trajo hasta mi boca el polvo de la amarga grisura de la rutina y el olor del cansancio que arrastraban tus pies; mastiqué con rabia el desencanto de tus ojos anodinos y me ahogué en la desilusión del deseo que no sentía.

domingo, 24 de marzo de 2013

Ecos





“Cuando volvió el día, que era el tercero a contar desde el último que él había visto, su cuerpo fue encontrado intacto, en perfecto estado y cubierto con la vestimenta que llevaba. El aspecto de su cuerpo más parecía el de una persona que el de un difunto”
Plinio el Joven

Sucedió cuando decidieron rellenar con yeso los huecos en la ceniza que habían sido restos humanos. Y así supimos del horror y del espanto que quedaron reflejados en sus rostros, en sus posturas desgarradas, en los quebrados escorzos de sus miembros, en los gritos ahogados de sus bocas. Los primeros fueron los cuerpos del Jardín de los fugitivos, niños, una mujer embarazada, un hombre que intenta levantarse, otro que repta agónico por el suelo, unas manos que desgarran las mejillas, los ojos desorbitados que se ahogan, unos al lado de otros, quizá mirándose horrorizados en el último instante. Al atardecer empezaron los gemidos, débiles y confusos, lejanos en el tiempo, ecos de los lamentos que quedaron sepultados por toneladas de cenizas que nosotros estábamos liberando. En las escaleras del Templo de Júpiter algunos permanecían aún con las manos hacia el cielo, suplicando a los dioses; otros pensaron que ya no había y encogidos sobre si mismos, metían las cabezas entre sus piernas, acongojados por tan terrible certeza. Una plegaria interrumpida se mezclaba con el llanto de los descreídos mientras la oscuridad lo cubría todo. En las Termas del Foro, fueron sorprendidos aquellos que no vieron la gran nube de ceniza que se precipitó sobre la ciudad y sus cuerpos quedaron estáticos en el frigidarium y el calidarium. El burbujeo del agua tapó los estertores, que ahora tras siglos de silencio vuelven mitigados por el paso del tiempo. En el anfiteatro los gladiadores, amarrados a las cadenas, se retuercen agónicos pidiendo una clemencia que nunca llegó y el terrible estruendo de su dolor queda liberado. Las prostitutas, esclavas y dulces, permanecieron esperando o atendiendo a los últimos clientes. Una trágica compostura mantiene sus figuras expectantes y de sus bocas rescatadas comienzan a escapar gemidos. Un hombre, de rodillas en las las escaleras, dejó grabado el trazo de la huella de sus uñas. Desde la paredes del lupanar, los protagonistas de los frescos eróticos que las decoran, nos miran lujuriosos. En la entrada principal, Príapo, dios de la fertilidad, indemne a la oscuridad del pasado, se nos muestra poderoso y eterno con dos penes sostenidos por las manos.
 En el pórtico de una casa, apoyado en la pared, un hombre sentado con las piernas dobladas y las manos sujetando la cabeza. Es difícil descifrar este rostro. No parece sufrir. ¿Quizá reflexionaba sobre su aciago destino? De su boca se escapa un suspiro que tiene la hondura del tiempo en el que fue retenido. La figura de un fauno danzante desnudo, bello y atlético, nos recibe en el atrio y hasta nuestros oídos llegan los rumores de los pasos de las esclavas, el borboteo del agua de las fuentes, el roce de las telas de los vestidos. En las habitaciones los moradores; una mujer que se tapa la boca con un paño, a su lado un niño cubierto con una manta, en otra estancia un hombre con una pequeña botella aún aferrada entre los dedos, en un diván una mujer encogida que tiene en el regazo un cofre. De nuevo se oyen los jadeos, los gritos, las plegarias inútiles, los lamentos. Y los tenues ladridos de los perros guardianes, aún encadenados a las puertas de la casa de su amo.
 Una vez que los sonidos fueron liberados sólo se oyó la tremenda cacofonía de un eco único. De nuevo la luz se extinguió y la oscuridad lo cubrió todo, como al principio.

sábado, 23 de marzo de 2013

Flores de plástico



La niebla se cuela entre las lápidas descolocadas del pequeño cementerio. Las paletadas de tierra al chocar con la caja de madera resuenan en el silencio de la tarde. Amén, finaliza el sacerdote. Chirría la destartalada portilla de hierro del camposanto y entra una mujer con un ramo de flores de plástico.
-¿Es usted familia del difunto? -le pregunta el cura.
-No, soy la empleada de la floristería donde el finado encargó las flores.-

jueves, 21 de marzo de 2013

Amor

Llovía y el coche se deslizaba lentamente sobre el asfalto mojado. Mario no tenía prisa. Todavía le quedaban veinte minutos para las diez de la noche. Sus dedos, largos y nerviosos, tecleaban el volante al ritmo de la música mientras tatareaba la canción que sonaba en la radio. Su voz se imponía al volumen de la música y Mario sólo se oía a si mismo.
-Bu, bu, bu, du, dua, du, dua… Bu, bu, bu, du, dua, du, dua…-
Ante sus ojos la carretera se perdía en una larga recta de charol brillante. Sin raya blanca que la partiera en dos, sin árboles a los lados. Todo lo más, cuando la luna se asomaba entre los nubarrones negros, raquíticos arbustos que surgían de la tierra gris. Los faros del coche iluminaron un poste de madera con un rótulo luminoso “El tragaluz”. Tres metros más adelante, en medio de la nada, una explanada con una veintena de coches aparcados delante de una pequeña construcción blanca con forma de rectángulo. Mario aparcó el coche en la explanada, se caló la visera hasta las orejas para protegerse de la lluvia y corrió hacia la puerta.
 Una vez dentro esperó durante unos minutos a que sus ojos se acostumbraran a la penumbra del local. Al lado de la barra, un grupo formaba un corrillo en torno a una chica gótica que estaba apoyada en ella. Todos llevaban pantalones con la cintura a la altura de las caderas y de los bolsillos les colgaban cadenas plateadas. Unas apretadas camisetas negras de tirantes dejaban al aire sus brazos blancos y escuálidos, adornados con tatuajes negros. Mario observó con detenimiento a la chica de la barra. Un ajustado mono de color negro marcaba sus formas. La negra melena cardada le llegaba hasta la cintura y un collar de púas plateadas adornaba su cuello. No era Elsa. Así vestidas y en la oscuridad todas le parecían iguales. Elsa tenía dos “piercing” en la mejilla, otro en el labio y un arete en la nariz. A esta le faltaba el del labio. Decidió dar una vuelta a ver si ya había llegado. La encontró en la mesa al lado del baño. Charlaba o eso parecía, dado el alto volumen de la música, con un joven rapado que tenía una cresta roja de un extremo al otro de la cabeza. Cuando él se sentó Elsa pasaba en ese momento su lengua, rematada en la punta con un pendiente, por sus labios, mientras miraba con insistencia al de la cresta roja. A Mario le asaltó la duda ¿Se estaba insinuando al rapado de la cresta? Las largas uñas negras de sus dedos tamborileaban en la mesa siguiendo el ritmo de la música y sus labios negros, ya con la lengua dentro, se fruncían en un sugerente mohín. Era como si no lo hubiese visto. Decidió esperar unos minutos y mientras tatareó la canción de The Cure que atronaba el local en ese momento.
-Bu, bu, bu, du, dua, du, dua… Bu, bu, bu, du, dua, du, dua…-
Sólo cuando el de la cresta se marchó, Elsa pareció darse cuenta de su presencia.
-¡Ah! ¿Pero ya estás aquí? ¿Cuándo has llegado? ¡Pues ya era hora! ¡Porque son las diez y cuarto y habíamos quedado a las diez!-
-Llevo aquí diez minutos pero tú ni te enteraste…-
 -¿Ah sí?...- Elsa, temerosa, cambia de tema- ¡Qué! ¿Qué te parece el local? Está bien ¿no?
-Pues que quieres que te diga… ni fú ni fá. Como todos los que te gustan a ti. Bueno no. ¡Peor! ¡Porque este queda en casa dios!-
-¡Joder tío! ¡Es que contigo nunca llego a tiempo! ¡Es que eres incapaz de hacer nada por mí sin protestar! ¡Qué puto aburrimiento tío!-
-¡Anda! ¡No te enfades y larguémonos de aquí!-
Mario la coge del brazo y la obliga a levantarse.
 Cuando salieron había dejado de llover. Al llegar al coche Mario aplastó el cuerpo de Elsa contra la puerta mientras le metía la mano en el interior de sus pantalones. Ella comenzó a jadear. Se metieron en el coche. Mario en el asiento del copiloto y Elsa a horcajadas sobre él. Se quitaron la ropa de cintura para arriba y la excitación de Mario aumentó cuando sintió los aros de los pezones de Elsa rozando su piel. Comenzó a quitarle el pantalón mientras ella acariciaba su miembro con movimientos rítmicos. De repente, sintió que se detenía y las manos de Elsa aferraron con fuerza las suyas.
-¡Basta! ¡No quiero seguir! –dijo Elsa-
-¿Pero qué coño te pasa ahora? –Mario a punto de perder los nervios.
-Necesito que me demuestres que me quieres –
-¿Cómo?- preguntó Mario estupefacto.
- ¡Pues eso! ¡Que necesito que me demuestres que me quieres! ¡Y si no me lo demuestras no hay más polvos! ¿Lo entiendes ahora?-
 -¿Qué mierda te tomaste hoy Elsa? ¿Quién te lo dio? ¿El de la cresta roja? ¿Qué piensas que no me di cuenta que te lo estabas trajinando?-
-¡No me tomé ninguna mierda y el de la cresta roja haría lo que fuera por echar un polvo conmigo tío! –
-No te entiendo Elsa… No te entiendo… Pero en fin ¿qué quieres que haga para demostrarte que te quiero?-
Elsa se quedó pensando durante unos minutos.
  -Quiero que te tires al río desde el puente del acueducto –le ronroneó melosa.
-¿Desde el puente del acueducto? ¿El que está a diez kilómetros de aquí? –preguntó Mario.
-Sí, ese mismo.-
-Pero… es que está muy alto y además…-
-Pues por eso, porque está muy alto quiero que te tires desde allí -
-Pero ¿ y qué pasa si el cauce está medio seco?-
-¡Pero, pero… todo son peros! Pues si está medio seco no te tiras, lo nuestro se acaba y en paz ¿Vale?-
-Mira haremos una cosa –le dijo Mario mientras miraba hipnotizado el movimiento ondulante de la enorme cruz plateada que colgaba de la oreja de Elsa. - Si el río lleva agua me tiro y sino la lleva pues no me tiro.
 El río llevaba agua, pero no la suficiente para que Mario, al tirarse desde tanta altura, no se partiera la espalda contra el fondo.
Hoy, Mario, en la residencia donde vive desde hace un año, espera con impaciencia la visita de Elsa. Ella se siente orgullosa por la prueba de amor de Mario, pero también un poco culpable y va a visitarlo el primer domingo de cada mes. Elsa le lleva siempre música porque sabe que a él le gusta tararearla mientras la escucha y desde luego, lo que no se le ocurre decirle, es que en el coche la está esperando el rapado de la cresta roja. A partir de ahora empezará a espaciar más sus visitas. Mario está aprendiendo a dibujar. Está más entretenido y ya no la necesita tanto.
Desde la puerta Elsa se gira para decirle adiós, pero Mario, que aferra con sus dientes un lápiz, está ensimismado intentando dibujar un árbol. Mientras se aleja por el pasillo de cristaleras, inundado por el sol del atardecer, le parece oírlo tararear.
-Bu, bu, bu, du, dua, du, dua… Bu, bu, bu, du, dua, du, dua…

Desde la ventana


 

Un día te encontrarás sentado delante de una ventana y permanecerás allí desde la mañana hasta la noche. Sólo te levantarás, con un sobrehumano esfuerzo, para ir al baño. Todo tu mundo, desde el sofá pegado a la ventana, será el que veas a través de ese cristal sucio y grasiento.
 Algunas veces, cuando no llueva o cuando la niebla gelatinosa no invada la calle, los rayos del sol iluminarán la esquina donde se coloca el mendigo. Y al retirarse el sol, verás como las oscuras sombras alargadas de los edificios ocupan la calle.
 Con ojos sombríos mirarás el edificio que tienes delante y echarás de menos a los vecinos del quinto, aquella pareja de ancianos que se pasaban todo el día viendo la televisión. De repente, recordarás que las persianas de su casa hace semanas o quizá meses que no se levantan y pensarás que se fueron muriendo uno detrás de otro. Un día verás una cara desconocida regando las plantas del alféizar del segundo y no serás capaz de recordar cómo era el rostro de la mujer que antes las regaba. Tus ojos buscarán con avidez caras conocidas entre las gentes inquietas que pasan por las aceras, en un mundo que ya no es el tuyo. Rostros anodinos en los que no reconocerás a nadie. Ni siquiera a los más viejos. Sus arrugas, huellas mudas del devenir de la vida, te impedirán reconocer en sus facciones los rostros que antes fueron.
 Una mañana o una tarde cualquiera, descubrirás como alguien te observa desde alguna de las ventanas de enfrente. Percibirás en su mirada el espanto de tu visión. Una cabeza calva y puntiaguda. Un rostro apergaminado y rugoso, sin labios, sólo el esbozo de la boca como una hendidura gris, con los asustados ojos perdidos en la negrura mate de unas cuencas hundidas. Y tu cuerpo, encorvado y flaco, que se acurrucará desvalido en el desvencijado sofá con olor a orines.
  Cada noche, ya sin las sombras alargadas en la calle y con las farolas iluminando al mendigo de la esquina, te preguntarás con amargura si al día siguiente podrás seguir viéndolo allí, con la mano extendida y la voz alcoholizada. Y por fin, cuando el cansancio te venza, cerrarás los ojos con el temor de no saber si, a la mañana siguiente, podrás abrirlos de nuevo.

miércoles, 20 de marzo de 2013

El aire caliente

Fue el aire caliente, se lo juro señor Juez. Si no fuera por el aire caliente no hubiera sucedido nada. Pero es que siempre es igual. Es algo que me sucede desde que era niño. Mi hermana, cuando me veía así, se escondía. ¿Sabe? Ya le afectaba a mi padre. Debe de ser algo genético porque a mí me sucedió igual. Y ya con Eva, cuando soplaba ese aire, se me despertaban los malos instintos, esos que no te puedes contener. Luego le pedía perdón y ella siempre me perdonaba. Ese día, cuando llegué, estaba sentada con el niño al pecho, cantándole esa nana tonta. “Duérmete niño, duérmete ya, que si no viene el coco y te comerá”. Y el aire caliente y la nana tonta y ella, allí encogida, mirando arrobada al niño, que desde que nació no tenía ojos más que para él. Y el aire caliente señor Juez, ese aire caliente que te nubla la cabeza. Luego estaba tendida en el suelo y había algo raro, porque tenía la cabeza girada a la derecha y sus ojos miraban hacia la izquierda, como si quisieran salir corriendo. Yo la llamaba pero ella que nada, que no me contestaba. Y el niño, señor Juez, ¿cómo está el niño?

viernes, 15 de marzo de 2013

Al atardecer

La casa seguía allí, solitaria y desvencijada, al lado del camino de barro seco. Aparentemente nada había cambiado. Los grandes árboles que por los laterales la rodeaban y que juntando sus ramas la cubrían. Y delante, enmarcando la puerta del bar, los dos plátanos de sombra. Pero la soledad había dejado su huella. En la acera que bordeaba la casa las hierbas rompían el polvoriento cemento en su lucha por brotar. El verdín invadía trozos de la fachada, el paso del tiempo roía las paredes comidas a desconchones y la ausencia cuarteaba la pintura verde de las puertas. Aparcó delante de la baranda donde amarraban a los caballos. Se detuvo en la puerta que tenía las contraventanas cerradas y se fijó en los anuncios que aún permanecían en los cristales. Apagados y descoloridos, con el mensaje de un tiempo pretérito. Se acercó a la otra puerta que permanecía entreabierta y se asomó. Todo estaba igual. Como si el tiempo sólo hubiera pasado para depositar polvo, suciedad y telarañas. La barra de color verde con el mostrador de mármol amarillento, las estanterías con las botellas, algunas rotas, otras tiradas, muchas vacías, pero también llenas de un líquido ambarino. Los vasos de cristal transparente, los vasos de colores, las copas y las jarras, las tazas blancas encima de sus platos. Los taburetes redondos pegados a la barra, las mesas de madera con las sillas de rejilla y en las paredes, las postales que su madre coleccionaba con aquellos paisajes también detenidos en el tiempo; una luminosa playa en punta del Este, la isla Comacina en el lago Como, el glaciar Perito Moreno, una panorámica de Machu Picchu, el Taj Mahal reflejando su blancura en las aguas del estanque, un puente con un ciclista sobre un canal en Amsterdam, postales y más postales que permanecieron pegadas y otras, esparcidas por el suelo, que habían dejado su huella en las paredes tristes.
 Si miraba debajo de la barra del mostrador seguro que encontraría la caja de hojalata donde su madre guardaba las galletas. Una caja para galletas sin galletas pues, cuando llegó la niebla que lo cubrió todo, hacía ya tiempo que su madre no las hacía. Y fue al dirigirse hacia el mostrador cuando vio la radio, colocada al final de la barra, con los laterales de madera y el frente de rejilla y botones dorados. La radio que su padre le había regalado a su madre para que acariciara con su música el silencio de los atardeceres. Giró el botón con la vana esperanza de que funcionara y tal vez todo volvería hacia atrás. Pero sólo sonó un clic sordo y mudo, sin esperanza. Se sentó en la mesa del fondo, donde se colocaba cuando era niña a dibujar y la niebla de su memoria se fue alejando.
 “Comenzaba a llover y se escuchaban los gruesos goterones chocar contra la tierra seca. Su madre recogía y limpiaba las mesas, mientras su padre fregaba y secaba los vasos y las tazas que ella colocaba encima del mostrador. Pequeñas gotas de sudor, como perlas de rocío diminutas se deslizaban por su cuello, bajaban por su escote y se perdían en el comienzo de los pechos que el vestido tapaba. Cuando sonaba la música su padre salía del mostrador y cogiendo por la cintura a su madre, que le echaba los brazos al cuello, comenzaban a bailar. Bailaban lento, muy lento, mientras ella los dibujaba. A su madre con el cabello rojo y la piel muy blanca y a su padre con el pelo negro y la tez morena.
 Un día llegaron los hombres de las compañías madereras. Hombres curtidos, de manos recias y arrugas talladas a cincel en sus rostros atezados. Entonces se acabó el tiempo de los bailes y de los dibujos. Antes de dormirse escuchaba el ruido de las voces en el bar. A veces, cuando jugaban a las cartas, los hombres reñían. Hombres diferentes cada temporada, que iban y venían, pero que a ella le parecían siempre iguales. Cuando su padre iba al pueblo a comprar mercancía, la miraban de reojo, sentada en su mesa mientras dibujaba y en el aire del atardecer se perdían los susurros de los hombres apoyados en la barra.  Una tarde de domingo cuando la canícula era sofocante, con un aire húmedo que resbalaba goteante por las paredes, antes de que llegaran los hombres de las compañías madereras, los escuchó reñir en la parte trasera, en el cobertizo. Después el silencio. En el suelo, con los ojos azules muy abiertos, la melena roja confundiéndose con la sangre que salía de su pecho y los brazos desnudos y blancos se hallaba su madre. En el techo y colgando de una viga su padre, con la camisa desabrochada y los pies desnudos.”
El coche avanza lentamente por la pista de barro seco. El calor enrarecido y pegajoso entra por la ventanilla abierta. Mira por el retrovisor y la casa, cubierta por los árboles que se abrazan en el tejado, comienza a hacerse pequeña. Cuando vuelve la vista hacia el camino está comenzando a llover, gruesas gotas que caen sobre el barro y levantan pequeños remolinos de polvo. Al fondo los abedules se mueven mecidos por el viento, pero las lágrimas y la lluvia que cae sobre el parabrisas le impiden verlos.

jueves, 14 de marzo de 2013

El baile



Pétula Polenta llegó del brazo de Rodrigo de Arriba. Llevaba un vestido de seda rosa que al caminar se pegaba a sus flácidas pantorrillas, mientras que los picos de la levita de Rodrigo se bamboleaban al ritmo de su violenta cojera. Al verlos, Lupicinia Pisabarros, que estaba sentada muy rígida para que el corpiño de raso azul “palabra de honor” no le resbalara hasta la cintura, los miró con desprecio.
Manolo Fuertes y Eduvigis de la Fuente bailaban. Él, con pasos lentos y bien medidos, para evitar que el peluquín pudiera caerse al suelo al vaivén de un brusco movimiento y ella, meneando el culo trémulo y arrugando la nariz por el olor a naftalina de la ropa de Manolo.
 En la tarde de otoño, Antonio Machín cantaba “Angelitos negros”.

lunes, 11 de marzo de 2013

El tenedor de alpaca

El cuerpo de mi tío Ambrosio tenía la forma de una vara de hierba. Su cabeza, coronada por cuatro pelos negros e hirsutos, era alargada y sus ojos, redondos y saltones, estaban cubiertos por una cejas tan pobladas que enlazaban la una con la otra, formando una línea recta y negra en la parte baja de la frente. La nariz llegaba con su curvatura hasta la altura de su boca que, pequeña y de labios finos, permanecía siempre fruncida dibujando una O que se abría y se cerraba de forma intermitente. El cuello, delgado y largo, se unía a unos hombros estrechos y femeninos y a partir de aquí, el cuerpo de mi tío comenzaba a aumentar e iba tomando la forma de pirámide de las varas de hierba. Los brazos, redondos y llenos, enmarcaban un torso barrigón que, a la altura de su cintura, se articulaba en rodetes de grasa que llegaban hasta la pelvis. Las caderas, anchas y rollizas, apoyaban en unas piernas rechonchas y cortas, formadas por pliegues de carne superpuestos que se detenían en la rodilla. Y desde aquí, en el corto tramo que mediaba entre la rodilla y el pie, dos gruesas columnas de color morado que terminaban en unos pies demasiado pequeños para sustentar aquel peso.
Una de las cosas que recuerdo con especial repugnancia de mi infancia era el beso que me veía obligada a darle a mi tío Ambrosio. Todos los veranos, cuando volvíamos de vacaciones al pueblo, mi madre nos obligaba a mi hermano y a mí a besar al tío. Mi hermano lo hacía sin ningún reparo ni escrúpulo, pero yo me acercaba con asco y al mirar su boca, que se abría y se cerraba como la de un pez, mi estómago se revolvía y luego, cuando rozaba con mis labios su piel fría y rasposa, en ese segundo que duraba el roce, tenía la sensación de estar besando un sapo.
 El tío Ambrosio, que se había quedado soltero y vivía en el pueblo con mi abuela, tenía un único motivo para vivir, la comida. Su capacidad para engullir parecía no tener fin. Cuando se levantaba por la mañana mi abuela ya le tenía preparada la mesa. Sobre un mantel de cuadros rojos y blancos el tazón del desayuno, el plato con la mantequilla, los botes con la mermelada de tres clases, ciruela, manzana y melocotón y las rebanadas del pan de hogaza recién horneado. Mientras daba cuenta de estas viandas, mi abuela le freía un par de huevos fritos con tocino que él devoraba sin dar tiempo a que enfriaran. Un día, venciendo la repugnancia, me dediqué a observarlo y comprobé que no masticaba. La comida entraba por sus labios y no se detenía en su cavidad bucal, pues sus mandíbulas permanecían inmóviles, sino que pasaba directamente a su cuello, un enorme buche que se inflaba y se desinflaba para dar paso a las viandas.
El tío Ambrosio no se limitaba a tres comidas diarias, entendiéndose como tal el desayuno, la comida y la cena. Tampoco a cinco, si incluimos un tentempié a media mañana y la merienda a media tarde. El tío Ambrosio comía todo el día, a todas horas y todo lo que quedaba al alcance de sus manos. Y cómo hubiera viandas que no podía coger con las manos, llevaba siempre en el bolso de la camisa un tenedor y una cuchara de alpaca que lo sacaban de apuros. Así, mientras mi abuela guisaba por las mañanas, mi tío, con su enorme barriga colgando por encima del cinturón del pantalón, se sentaba en una silla al lado de la cocina y metía la cuchara en la sopa, en el puré o en el cocido y pinchaba con el tenedor los trozos de carne guisada, las patatas fritas, las croquetas o cualquiera de las cosas tan ricas que nos hacía mi abuela cuando íbamos de vacaciones. Y por la tarde, siempre caían un bocadillo de chorizo y un café con galletas que no le quitaban el hambre para la cena.
 El último domingo del mes de julio se celebraban las fiestas en honor de San Fabián, patrono del pueblo, que era también el último domingo de las vacaciones que la familia pasaba reunida, por lo que mi abuela lo festejaba siempre con una comida que tenía lugar en el prado detrás de la casa. A la sombra de los manzanos colocaban una larga mesa cubierta con manteles de hilo y ese día se sacaba la vajilla de las ocasiones. De una rama a otra de los árboles colgaban banderines de colores y mi tío Ernesto tocaba la gaita y mi tío Ataulfo el acordeón. Como era un día especial la comida también era especial. Entremeses variados, sopa, arroz con conejo, lechazo al horno con patatas, casadiellas, compota de manzana, y natillas, se sucedían en este orden. Y hubiera sido una fiesta como la de todos los años, sino fuera porque entre la sopa y el lechazo con patatas, el tío Ambrosio se desplomó sobre el plato. Al principio nadie se percató de lo sucedido hasta que sentimos a una de mis primas pequeñas decir:
- ¡Mirad! ¡El tío Ambrosio se está ahogando en la sopa! -
El tío, con la cabeza metida en el plato de la sopa, tenía un brazo colgando al lado del cuerpo mientras que la mano del otro, colocado encima de la mesa, aferraba el tenedor con un humeante trozo de conejo.
 Una vez superado el estupor inicial y tras comprobar que estaba muerto, se decidió no moverlo de la posición en la que se hallaba hasta que llegara el médico y certificara su muerte, pues alguien dijo que, en este tipo de fallecimientos si se cambiaba de posición al difunto, podía haber algún problema. Como fuera que al ser día festivo también lo era para el médico, se tardó en localizarlo, y los de la funeraria se demoraron porque también estaban de celebración y entre una cosa y otra, pasaron como unas doce horas, y cuando por fin se pudo mover el cuerpo del finado para meterlo en la caja se encontraron con un problema. El tío Ambrosio tenía ya rígida la mano que sujetaba el tenedor y no eran capaces de abrírsela para que lo soltara. Unos decían que lo mejor sería enterrarlo con el tenedor en la mano, otros que deberían cortársela. Al final el criterio que se impuso fue el del tío Manuel que decidió traer unas tenazas para abrir uno a uno los dedos. Tras unos desagradables chasquidos a hueso roto, lograron abrir su mano y el tenedor de mi tío muerto pasó a engrosar la cubertería de mi abuela, compuesta de piezas sueltas, pues ella, por miedo a pasar las carencias que decía haber sufrido en su niñez, nunca tiraba nada.
Seguimos volviendo al pueblo a pasar las vacaciones de verano hasta que mi abuela se murió y cuando nos sentábamos a la mesa a comer y mi abuela repartía los cubiertos, al que le tocaba el tenedor del tío muerto pegaba un brinco en la silla.
-¡No! ¡El tenedor del tío muerto no!- gritaba el desafortunado.
- Niños un poco de respeto – decía la abuela.
 Y el tenedor seguía dando vueltas por los distintos comensales que lo apartaban con disimulo, o lo cambiaban por el del vecino de plato, hasta que acababa en el cajón de los cubiertos desahuciados.


domingo, 3 de marzo de 2013

El compartimento número seis

“Laisse-moi devenir l'ombre de ton ombre, l'ombre de ta main, l'ombre de ton chien.
Ne me quitte pas, ne me quitte pas, ne me quitte pas, ne me quitte pas”
(Jacques Brel)

Caen pequeños copos de nieve cuando el tren llega. En la desolada y gélida estación sólo un hombre y una mujer que se instalan con su pequeño equipaje de fin de semana.
- ¿Quieres que te coloque la maleta en el altillo? - pregunta el hombre
 - No, cariño, gracias. No merece la pena para tan poco tiempo –
 - Adelaida no podemos seguir así...–
 - ¿Así cómo? Sabes que no hay solución. Todo es tan difícil... ¿No lo entiendes? - Los ojos de la mujer permanecen fijos en la oscuridad moteada de puntos grises que se esconde tras la ventanilla.
 - Pero ¿por qué? ¿Por qué te empeñas en ese pesimismo? – 
- Mira la noche. La vida es tan oscura como esos campos negros. ¿No comprendes que no puedo dejarlo? Él está tan solo. Sin mí se moriría... - le responde la mujer - Confórmate con lo que puedo darte
- ¿Y yo? ¿No piensas en lo que yo siento cuando me separo de ti? ¿Pensar que no volveré a verte hasta dentro de un mes? – pregunta el hombre con amargura.
 - Sí, continuamente. Cuando nos separamos y hasta que volvemos a vernos, sólo pienso en ti y si no fuera así... creo que no podría vivir. – 
- Yo estoy dispuesto a renunciar a todo, a mis hijos, a mi esposa, a mi posición ¿Y acaso no sabes lo que eso significa? ¿Quieres mayor prueba de amor que esa? Y ¿tú? ¿Qué me ofreces tú? - añade el hombre fijando ahora la vista en los ojos de la mujer - Sólo negación, desesperanza...y esa obstinación.
Lo siento. Lo siento... –la voz de la mujer es ya sólo un débil susurro.

 El sol tímido de la mañana de invierno ilumina los campos nevados. El tren se detiene en el pequeño apeadero a la entrada del pueblo. Una pareja de ancianos sube y se sienta.
- ¿Avisaste a Aurora? - pregunta el anciano.
- Me lo acabas de preguntar hace un momento y ya te dije que sí – le responde la anciana - Además tú mismo me escuchaste ayer cuando hablaba con ella.
- ¿Ah sí? ¿Y cuándo hablaste con ella? –
La mirada del anciano se pierde ausente en los campos nevados. 
 - Ayer, cariño, ayer – contesta la anciana y su mano lo acaricia con dulzura.
- ¿Y por qué vamos a casa de Aurora? ¿Lo sabe? ¿Nos estará esperando? - vuelve a preguntar el anciano mientras un pequeño hilillo de saliva resbala por la comisura de su boca.
 - Mi amor, vamos a casa de nuestra hija para celebrar nuestras bodas de oro, cincuenta años juntos ¡qué ya son años aguantándote!
 Y con un pañuelo le limpia la saliva que comienza a caer en la camisa del anciano. 
- ¿Nuestra hija? ¿Cuándo tuvimos una hija? –
 Le sonríe y vuelve a limpiarle la saliva que continua resbalando por su barbilla.

El tren entra lentamente en el hangar de la estación. Un matrimonio espera con dos maletas en el andén número cuatro. Cuando el tren se detiene suben y se acomodan. Anochece y las luces de la ciudad se pierden en la lejanía.
- ¡Este es el último año que paso las Navidades en casa de tu hermana! – dice el esposo malhumorado.
 - ¿Por qué dices eso? ¿No será por qué no te hayan tratado bien? – pregunta la esposa.
- No, si tratarme bien, me tratan bien... Pero, no soporto su condescendencia de ricos. ¡Y tú lo sabes! -
- Lo que tú entiendes por condescendencia no es tal. Sólo intentan ser amables. No seas tan duro con ellos. -
- Te compadecen. Y sé que piensan que eres una tonta por haberte casarte conmigo, tú, que podrías haber elegido...- Y la voz del esposo suena amarga en el silencio del atardecer.
- Pero te elegí a ti. -
- Quizá te arrepientas algún día de esa elección –
- No, no lo haré. -
La mujer apoya la cabeza en el hombro del esposo y suspira. Fuera ya ha anochecido y el cristal de la ventanilla les devuelve su imagen.