lunes, 27 de mayo de 2013

En compañía

-Si te digo la verdad no sé si mi mujer me dejó porque bebía o bebo porque mi mujer me dejó- dijo el hombre intentando mantener el equilibrio en el alto taburete de madera.
 Detrás de la barra brillante y pringosa, el largo espejo, que ocupaba la mitad de una pared amarillenta y sucia, devolvía la imagen de un hombre de cara abotargada, en cuya tez violácea resaltaban unos ojos saltones y una redonda y pronunciada nariz rojiza. Al fondo las sillas y mesas de formica marrón, vacías y derrotadas en la penumbra oscura del atardecer.
 La temblorosa mano del hombre del taburete cogió el vaso de vino que había encima de la barra y de un solo trago apuró su contenido. Luego una tos bronca y espesa lo dobló en dos. Con los ojos aún lacrimosos por el ataque de tos, apoyó los codos en la barra, se sujetó la oscilante cabeza con los manos y, mientras miraba la imagen distorsionada del espejo, continuó:
-Pues como te iba diciendo… pues eso… que si te digo la verdad... no sé si mi mujer me dejó porque bebía o bebo porque mi mujer me dejó.-

jueves, 23 de mayo de 2013

El tiempo detenido en una página



Todos los días, camino del trabajo, atravesaba el parque siguiendo la misma ruta. Aquella mañana decidí coger el sendero que se internaba por el pequeño bosque de hayas. Otoñaba y los rayos de un sol frío y mustio se filtraban entre las hojas, formando pequeños haces luminosos que se deslizaban por los troncos de los árboles hasta llegar al suelo. Mis pies pisaban la mullida hojarasca húmeda que comenzaba a fermentar y mi nariz percibía a veces un tenue olor a moho. Llegué hasta un claro donde había una fuente con un pequeño fauno danzante. Allí me detuve para contemplar la figura de aquel fauno que se me antojaba melancólicamente bella en la soledad matutina. Tenía el pelo ensortijado y una pequeña barba ondulada, el cuerpo era hermoso y atlético, de marcados abdominales y sus atributos varoniles estaban semiescondidos entre el rizoso vello púbico. Guardaba un perfecto equilibrio en su inestable postura, con el pie derecho un paso hacia adelante y el izquierdo hacia atrás, apoyado sólo sobre las puntas de sus dedos. Sus torneados brazos se elevaban en un elegante y sinuoso movimiento y del dedo índice de su mano derecha salía un chorro de agua, que trazaba en el aire una curva antes de sumergirse en la fuente. Salí del claro y un poco más allá, al final del sendero arbolado, una Afrodita desnuda me miraba desde el pedestal donde estaba colocada. Tenía el rizado pelo anudado por una pequeña cinta, que lo recogía en un moño, a la altura de su nuca. Su figura, articulada en un armonioso contraposto, recibía, tamizada por las copas de los árboles, la luz delicadamente ambarina del sol. Su mano derecha se alargaba para tapar su pubis y la izquierda sujetaba una tela que descendía hasta el suelo, en una sucesión de pliegues verticales oscurecidos por el verdín alojado entre sus frunces. Sus pechos desnudos, pequeños y erguidos, y su vientre, terso y delicado, estaban moteados por pequeñas sombras de hojas lobuladas. A su espalda una bifurcación, donde debía decidir entre el camino que discurría a través de la umbría del emparrado de hiedra o el que me llevaba al laberinto del jardín francés. Elegí el jardín francés y tras haber recorrido unos pocos metros me encontré en una rotonda delimitada por un muro vegetal de setos de boj. Había tres bancos de piedra y en uno de ellos se encontraba ella. Sentada, con la espalda ligeramente inclinada, tenía entre las manos un libro abierto. La claridad de la mañana acentuaba la palidez marmórea de su piel y el sol situado a su espalda trazaba una aureola de claroscuros que la rodeaba. Le di los buenos días y continué mi camino. A la mañana siguiente hice el mismo trayecto a través del parque y sólo por el deseo de volver a verla. Y así sucedió durante una semana; yo le daba los buenos días y continuaba mi camino. Ella enfrascada en su lectura no me prestaba atención. Una mañana fría y neblinosa decidí sentarme a su lado. El aire traía pequeños retazos de niebla y sentíamos el murmullo de las hojas que el viento movía. Ese día supe que se llamaba Aspasia. Pude contemplarla a mi antojo y me pareció aún más bella. Tenía el pelo ondulado y semitapado con un ligero velo que dejaba al descubierto la mitad de su cabellera. Los ojos, que eran grandes y almendrados, permanecían silenciados por la leve caída de sus párpados. La nariz, fina y recta, se ondulaba con gracia a la altura de las fosas nasales. La boca, delicadamente entreabierta, de labios gordezuelos, pero sin estridencias; las mejillas sedosas y nacaradas, la barbilla redonda y el cuello grácil y esbelto. Bajo la liviana túnica sujeta por un broche a la altura de su hombro derecho, adivinaba su cuerpo aún incipiente y grácil. Yo le hablaba y ella me escuchaba plácida, con la mirada pérdida en la página de aquel libro que reposaba entre sus manos de dedos largos y filiformes.
  Sentados en aquel banco sentimos el desconsuelo de los árboles desnudos, saboreamos en nuestros labios fríos el olor de la escarcha, guardamos en nuestros ojos los brotes tiernos de las primeras hojas, nos comimos la niebla para poder vernos mejor, reescribimos los libros sagrados y Adán fue el que dio la manzana a Eva, dormimos el letargo de los inviernos y nos despertarnos cautelosos cuando sentimos cantar a un pájaro; silenciamos las campanadas que marcaban las horas, el tedio, los gritos del tirano, la pereza; olvidamos los años pasados y los venideros, las mentira, el azar, el destino, recorrimos con dedos tímidos el insondable deseo de nuestros sentidos; evitamos dibujar la innombrable ausencia, las fronteras, los ríos sin peces, las ciudades en llamas, las noches sin luna; combatimos la infamia, el dolor, el lamento de los desheredados y leímos los versos nunca escritos y las palabras jamás inventadas; encendimos hogueras con nuestras risas y dejamos que los arroyos de nuestra melancolía fluyeran libres mientras el tiempo permanecía detenido en la página de su libro.
 Un día vinieron a buscarme. Yo me abracé a ella, pero consiguieron separarnos. De su recuerdo aún conservo el aroma mineral y gélido de su cuerpo. Ahora el mundo es gris y tiene rejas. Mi compañero de habitación es matemático y se pasa los días intentando encontrar la fórmula para que un camello pase por el ojo de una aguja.
Yo, desde mi ventana, me esfuerzo por ver en toda su dimensión los objetos, pegando mi rostro al cristal sucio y colocando uno de mis ojos entre los intersticios de los barrotes, pero ni siquiera logro ver el tronco entero del castaño de Indias que hay en el patio.  

http://mujeres-riot.webcindario.com/Aspasia_de_Mileto.htm

miércoles, 15 de mayo de 2013

La sombra mutilada


La mujer vio su reflejo en el cristal de la ventana. Sólo una sombra recortada en la negrura de la noche. Sin rostro, era una piel macerada, unas manos crispadas, unos huesos doloridos, un corazón encogido y unos ojos extrañados, de pupilas violentamente mudas, que la miraban desde el otro lado. Permanecía encerrada entre paredes rotas a dentelladas, escondida en los rincones húmedos del miedo y aplastada por techos sin luz. Había olvidado casi hasta su nombre y le costaba ya recordar que hubo otra vida en el que sus pies eran ligeros. Después de mucho tiempo, volvió a abrir la ventana. El olor a estrellas azules de la noche la embriagó y ya no la asustaron los pasos que, detrás suyo, quebrantaron el silencio de hielo.


martes, 14 de mayo de 2013

Una maleta amnésica

Llevaba una semana en la cinta transportadora de la terminal del aeropuerto cuando por fin uno de los empleados la vio. Por si pudiera ser portadora de algún artefacto explosivo decidieron llamar a los artificieros de la policía. Una vez descartada tal posibilidad, la abrieron. Contenía prendas femeninas. Dos faldas, dos chaquetas, unos zapatos del número treinta y seis, dos camisas, un camisón y ropa interior. Todo muy usado y de baja calidad. También había un oso blanco de peluche al que le faltaba un ojo, un chupete de color rosa y dos diminutas botas de bebe de color azul. Nada que pudiera dar una pista sobre su propietaria. La cerraron de nuevo y la llevaron al almacén de los objetos perdidos.

Volveré cuando los cerezos florezcan

La mujer descendió lentamente los escalones del porche de entrada a la casa. Vestía una desgastada bata de menudas flores azules, amarrada con un cinturón a la gruesa cintura y en los pies calzaba unas raídas zapatillas de cuadros. En la cabeza, un pañuelo negro del que se escapaban mechones grises. Su cuerpo, pesado y lento, se inclinaba hacia un lado por el peso del canasto con ropa que llevaba apoyado en la cadera. Cuando llegó al tendal que se hallaba situado a un lado de la casa, apoyó el canasto en el suelo, quitó las prendas que había colgadas y las sustituyó por otras. Sábanas, enaguas y camisas blancas, quedaron meciéndose con la suave brisa que recorría la llanura. La mujer miró al cielo. Los negros nubarrones que avanzaban por el oeste precipitaban el atardecer y en la lejanía, allí donde terminaba la llanura verde y rala y se levantaban los suaves cerros, una cortina gris de fina lluvia.
-Por eso me dolía a mí la cadera -pensó la mujer- No tardará nada en llover.
Con pasos cansinos volvió a la casa, subió los escalones del porche y se sentó en la mecedora. Apoyó las hinchadas piernas en un taburete de madera y se arrebujó en una toquilla de lana.
-Todavía faltan dos horas para que oscurezca y no hace frío. ¡Ay! Si no fuera por este dolor de la cadera… -suspiró la mujer.
Luego, como todas las tardes, su mirada se dirigió hacia la ropa que colgaba del tendal.
Sí, así estaba bien, como a él le gustaba cuando llegaba a casa. En sus recuerdos lo vio acercarse por el sendero de barro seco, coger las sábanas con sus manos y hundir su cara en ellas.
-Huelen a limpio, huelen a ti –le decía él riéndose.
-¿Y cómo es el olor a limpio? –le preguntaba ella.
-El olor a limpio es… -dudaba él mientras pensaba- es como el aire del invierno, frío y puro.
  Sabía que volvería. Por eso siempre había ropa colgada. Para que supiera que estaba esperándolo. Como lo esperó siempre desde aquella mañana de primavera que, siendo una niña, lo sintió debajo de su ventana.
El sonido del chiflo y después aquellos gritos de su voz de niño que empezaba a ser hombre.
-¡El afiladooor!, ¡Afiladooor! ¡Se afilan cuchilloooos, tijeraaaas…!
Después de afilarle las tijeras ella le preguntó:
-¿Volverás?
 -Volveré… Volveré cuando los cerezos florezcan –contestó él.
Y regresó todos los años en primavera para colocarse debajo de su ventana y gritar ya con voz de hombre:
 -¡El afiladooor! ¡Afiladooor! ¡Se afilan cuchilloooos, tijeraaaas…!
  Ella bajaba corriendo con el corazón saltándole en el pecho, una flor en el pelo, coloretes en las mejillas, unas tijeras para afilar y una pregunta, ¿Volverás?
  El, mirándola dulce a los ojos, siempre le contestaba:
 -Volveré… Volveré cuando los cerezos florezcan.
Hasta aquella primavera que llegó para llevársela con él. Se instalaron en una casa a las afuera del pueblo, en la soledad de la pradera que se extendía hasta las estribaciones ocres de la sierra. Y como allí sólo se tenían el uno al otro se quisieron mucho más.
 Pero al año siguiente, en un día frío y gris, llegó una carta en la que lo llamaban a luchar en una guerra lejana. Y tuvo que marcharse.
Cuando se iba, él dio la vuelta para mirarla y la vio, menuda y frágil, con su dolor y su vestido celeste. Ella, de pie en el porche de la casa, lloraba mientras lo veía alejarse, alto y perdido en su traje de domingo, por el camino de tierra seca.
  En sus ojos quedó grabada su imagen diciéndole adiós con la mano y en sus oídos nunca dejó de escuchar su voz, traída por el viento del otoño, que le decía:
 -No llores, no llores… ¡Espérame! Ya sabes que volveré… Volveré cuando los cerezos florezcan.