viernes, 14 de junio de 2013

Ruidos



Leía el periódico con hambrienta avidez, en una carrera contrarreloj para terminarlo en su media hora del café. El ruido de un vaso al romperse lo sacó de su ensimismamiento y volvió la vista hacia la mesa de enfrente. Entonces la vio. Estaba sentada con las piernas cruzadas y parecía absorta escribiendo algo en una agenda que tenía colocada encima de la mesa. De vez en cuando se detenía para tomar un sorbo de la taza de café que aún humeaba. Sintió que los latidos de su corazón aumentaban. ¿Cuánto tiempo había pasado? ¿Dieciocho? ¿Veinte años?
Miró sus piernas enfundadas en unas transparentes medias negras, sus tobillos finos y todo lo que podía ver hasta el comienzo de su falda. Llevaba un jersey de cachemir gris claro que marcaba el contorno de sus pechos y la recta línea de su abdomen. Seguía teniendo el pelo castaño, pero ahora matizado por unas finas mechas rubias y cuidadosamente cortado a la altura de su cuello. En el rostro cierta angulosidad en sus rasgos que no le quitaban atractivo. Cruzaba y descruzaba las piernas con languidez y los ojos se le iban por los huecos que intuía.
De pronto le pasó por la cabeza la idea de intentar reconquistarla, de acabar lo que quedara inacabado o de retomar lo que nunca debería haber dejado que terminara.
Otro ruido hizo que volteara la cabeza hacia la derecha. El espejo colocado detrás de la barra le envió la imagen de un hombre con la coronilla calva y reluciente, rodeada de pelos ralos y casposos, con el rostro abotargado, la barriga que colgaba prominente y un enorme culo encajado en los brazos de la silla en la que estaba sentado. Levantó el periódico y, colocándolo como un parapeto entre el resto del mundo y él, deseó fervientemente que ella no lo hubiera reconocido.
Unos minutos más tarde el ruido de una silla, un taconeo, el ligero temblor de las páginas del periódico cuando pasó a su lado y unas palabras, “adiós Eduardo”.

jueves, 13 de junio de 2013

Optimismo

Se llamaba Consuelo. Tenía setenta años, la risa fácil, el cuerpo obeso, las piernas hinchadas y las manos ajadas. Se había casado ya mayor y no tenía hijos. Caminaba ayudándose de un bastón pues tenía artrosis de cadera y cojeaba un poco. Había trabajado durante cuarenta años como limpiadora en una fábrica y se había jubilado hacía cinco. Le gustaba viajar y a menudo me hablaba de los lugares que había visitado durante aquellos últimos años de retiro; a China, a India, a Rusia, a Vietnam, a Chile, a Argentina...
Un día le pregunté:
 -¿Y París? ¿Qué te pareció? ¿Te gustó?-
-Pues no sé, no lo conozco.-
-¿No?-
-Pues no, es que eso lo dejo para más adelante, cuando me desenvuelva peor. Ya sabes...-

Y se alejó arrastrando los pies. 

miércoles, 12 de junio de 2013

El tractor

La carretera se extendía larga y recta. A los lados los campos amarillos y ralos. Los coches, veloces, levantaban en pequeñas ráfagas el polvo ocre de la cuneta y movían con una ligera tembladera los hierbajos agostados que nacían al lado de la calzada. Al fondo, el reverbero del sol dibujaba un espejo dorado en el asfalto de la carretera. El conductor, confundido por ese espejismo, no llega a ver aún el punto rojo al final del horizonte. Cuando la distancia se acorta distingue un vehículo de gran tamaño que avanza lentamente y acelera la velocidad. Sabe que, después de esa larga y agónica recta comienzan las curvas, diez kilómetros sinuosos que preceden a otra larga recta.  El vehículo de gran tamaño es ya un pesado y lento tractor que avanza renqueante. Acelera pero, cuando pega el morro del coche a la trasera del tractor y se asoma, la primera curva sinuosa y amenazante hace su aparición. Las curvas, cerradas sobre sí mismas, ondulantes, se suceden una detrás de otra. Nervioso, asoma la cabeza por la ventanilla intentando ver más allá de la mole roja del tractor. Sus ojos sólo encuentran la enorme rueda, negra y sucia de barro, que se abre para tomar la curva invadiendo el carril contrario.
 - ¡Jodido cabrón! Necesita toda la carretera para él solo.-
 La mujer, sentada a su lado, con el rostro escondido tras unas enormes gafas de sol negras, asiente.
 El hombre del coche, que se halla ahora ante una nueva curva que se abre en sentido contrario a la anterior y le permite una pequeña visibilidad, avanza la delantera del coche. La rueda del tractor vuelve a invadir la carretera y le cierra el paso.
 - ¡Hijo de puta! -grita asomando la cabeza por la ventanilla.
El grito se pierde en el calor asfixiante y pegajoso del mediodía.
 -¿Viste al hijo de puta? Lo hace a propósito.-
La mujer de las gafas negras le responde con un silencioso mohín de sus escuálidos labios.
 El conductor, acosando al lento vehículo, se fija por primera vez en la espalda del hombre que está sentado en el asiento negro del tractor. Una espalda cuadrada y recia, cubierta por una sucia camiseta gris sin mangas, con los brazos doblados sobre el volante. Desde su posición, sólo ve aquella parte que desde el codo hasta el hombro asoma morena y velluda. La coronilla calva y brillante y la nuca, de ralos pelos negros pegados a la piel, que descansa en un cuello ancho y poderoso.
 El hombre vuelve a asomar el morro del coche. Ante él la última curva, que ya se abre para enfilar una recta que se pierde en el horizonte amarillo. Adelanta el coche y se sitúa, invadiendo el carril contrario, en paralelo al tractor. Desde aquí  sólo ve las enormes ruedas negras y parte de la carcasa roja de la cabina. Abre la ventanilla del lado de la mujer y sus gritos vuelven a perderse en el calor asfixiante del mediodía.
-¡Cabrón! ¡Hijoputa! ¡Así te estrelles con el primer árbol que encuentres!-
 Luego acelera bruscamente y se coloca delante del tractor. El bramido del motor se mezcla con un ruido seco que entra por el cristal trasero del vehículo. Mira hacia atrás. Un pequeño agujero y alrededor los cristales astillados de la ventana. Aún cercano el tractor rojo, que se adentra lentamente en el campo amarillo y ralo. A su lado, la mujer de la gafas negras con la cabeza ligeramente inclinada sobre su pecho. En la parte posterior de la cabeza tiene un pequeño orificio negro del que brota un viscoso líquido marrón que se mezcla con su pelo rubio, y en la frente, otro, redondo y oscuro, del que caen gotas de sangre que se van depositando en la palma de su mano abierta. En el parabrisas delantero otro agujero redondo. El hombre vuelve la vista para retomar la conducción, pero el coche, saliéndose de la carretera, se empotra veloz en el solitario árbol de la cuneta.

sábado, 1 de junio de 2013

Secretos


La noche se cuela por las calles y las avenidas de la ciudad. Se abre la puerta de la habitación y Samuel, un joven de incipiente barba negra, visera calada hasta las orejas y pantalones vaqueros a la altura de las caderas, coge una silla, se sienta y aplica su ojo derecho al cristal del visor. Mueve el catalejo y lo enfoca hacia la ventana del salón del quinto piso del edificio situado a la derecha. Hoy el hombre de la perilla no está borracho y no le pega a su mujer. En la cocina del tercer piso el viejo que tira la basura por la ventana cuando nadie lo ve, prepara la cena. Su mujer, sentada en una silla de ruedas, babea. Samuel gira el catalejo hacia el edificio de la izquierda y en la habitación del segundo piso, un pequeño resquicio entre las cortinas le permite enfocar lo que sucede en su interior. El descuido de su moradora le sirve para violar la intimidad del dormitorio de la mujer, que comienza a desvestirse. Samuel, excitado, pega el ojo al cristal. Es la pelirroja madura y maciza, la del contoneo voluptuoso, siempre subida encima de unos tacones inverosímiles. La mujer, de espaldas a Samuel, se quita las medias y el culo antes alto y respingón, deja paso a unas posaderas planas y flácidas que continúan en unas piernas delgadas y escuálidas. Al desprenderse del sujetador, el pecho altivo y erguido queda colocado encima de una silla. La cintura, aprisionada por una faja, se libera y deja caer una barriga redonda y prominente. La mujer se pone el camisón y se sienta delante del tocador. La melena rojiza y leonada corona la cabeza de plástico de un maniquí. Con soltura se quita las largas pestañas postizas que deposita en una caja y metiendo el dedo anular en el ojo derecho se quita la lentilla para, a continuación, hacer la misma operación en el ojo izquierdo. Finalmente se limpia el cutis con una toallita desmaquillante, que se lleva con ella el color sonrosado de su rostro. Luego se mete en la cama y apaga la luz. A su alrededor las demás luces comienzan a apagarse y la noche, como una niebla de alquitrán zigzagueante, lo invade todo.