jueves, 4 de julio de 2013

La lluvia

Llovió durante quince días seguidos. Se acostumbraron a su monótono repiqueteo sobre los tejados de pizarra negra, a los regatos que serpenteaban en las orillas de los caminos, a las piedras cubiertas de verdín, al horizonte triste y mohíno empañado por aquella veladura gris; a la humedad que mojaba las sábanas, al pan mohoso, a la herrumbre de las celosías, a la ropa empapada puesta a secar encima de la lumbre, al dolor de sus huesos roídos por el óxido y a aquella niebla opaca que se iba formando en sus corazones.
 Antonio sentía que la lluvia resbalaba por su rostro, que se colaba por los surcos de su piel. Era la segunda vez en aquellos quince días que sacaban el santo para que dejara de llover. Los pies se hundían en el barro mojado mezclado con los excrementos de los animales. Los ojos miraban al cielo, las manos rogaban suplicantes y la plegaria se perdía en el ruido implacable y metálico de la lluvia. Los había que dudaban, otros ya habían perdido toda esperanza. Antonio no, Antonio era un hombre de fe. Si llovía era porque Dios tenía sus motivos para que fuera así, aunque a veces él no los entendiera. Recorrieron todas las calles del pueblo hasta que comenzó a oscurecer y cuando llegaron a sus casas continuaron rezando porque todos sabían lo que pasaría sino paraba de llover. Llegaría aquel hambre amarga que hacía más largo el invierno, que mataba los niños y debilitaba los cuerpos de los mayores. El hambre mezquina que encogía las almas, endurecía los corazones y secaba las lágrimas. Un hambre huidiza que se escondía tras las puertas y espiaba detrás de los postigos.
A la mañana siguiente Antonio se levantó temprano y tomó el camino del río. Seguía lloviendo y el agua que caía de las hojas de los árboles repicaba en los charcos del sendero. Tenía frío y miedo. Poco antes de llegar ya lo vio. El río desbordado inundaba la vega. Era una mancha negra que se extendía lentamente cubriendo de lodo y agua las cosechas.
 El cuerpo de Antonio se encogió de angustia y comenzó a llorar. Más vecinos que se irían del pueblo. Cargarían sus trastos en el carro y enfilarían el camino sin mirar hacia atrás, encorvados y confundidos con la niebla gris . El
no podía marcharse pues pertenecía a la tierra donde estaban enterrados sus antepasados, era ya parte de ese barro en el que se hundían sus pies.