miércoles, 17 de diciembre de 2014

Alambradas


La mujer está sentada en la tierra resquebrajada y seca. Tiene la cabeza inclinada y los ojos cerrados, que sólo abre para espantar con su mano las moscas que se posan en su rostro y en el del niño ventrudo y cabezón colgado de su teta escuálida. Otro niño, vestido con una camiseta sucia que no llega a taparle las nalgas, corretea a su alrededor con sus piernas raquíticas y combadas. Desde que está aquí se acuerda mucho de su abuela y de los días que la acompañaba a trabajar a la casa de la señora blanca. Era una mansión de planta baja con un pasillo largo lleno de puertas y un enorme porche con sofás, desde donde se veía la pradera ocre de la sabana. Al volver a la aldea las rodeaban las hierbas altas, mecidas por la brisa, y en el horizonte, protegiéndolas, la montaña sagrada. Cuando levanta la cabeza, sus ojos desesperanzados sólo ven un horizonte de alambradas y tierra parda.

lunes, 15 de diciembre de 2014

Objetos inservibles


Llevaba dándole vueltas a la cabeza desde que el día anterior había leído aquel artículo en el periódico. Minimalismo en la vida diaria... desprenderse de cosas inútiles acumuladas a lo largo de los años... tirar un objeto cada día... Decidió llevarlo a la práctica y comenzó a meter en una maleta todo aquello que le pareció inútil; en la habitación de su hija, que hacía un par de años que no vivía con ellos, el despanzurrado oso de peluche y la raída manta de cuadros de colores; en el dormitorio conyugal, aquel ridículo joyero de conchas, comprado durante su luna de miel en la isla de la Toja y el horripilante cuadro de San Sebastián asaeteado, regalo de boda de una tía de Antonio; en el vestíbulo, el payaso de sonrisa siniestra de la estantería y el reloj de cuco, sin cuco, de la pared. En el salón Antonio la recibió con un sonoro ronquido de su boca babeante y ella, procurando no despertarlo, continuó con su recolección de objetos inservibles.
Cuando su marido despertó, encima de la mesa, había una nota: “Volveré por la noche. En la puerta tienes dos maletas. Una tiene tus cosas, la otra, los trastos inútiles. De la que te marchas tírala a la basura."

jueves, 20 de noviembre de 2014

El perro y Miguelín


El patio de la escuela es de tierra apisonada y en la hora del recreo Miguelín, que está sentado en el tronco cortado de un árbol, come a pequeños mordiscos el bocadillo de mortadela. Cuando sólo queda un pequeño trozo entre sus dedos, lo desmigaja y guarda las migas en el bolso del pantalón. Se levanta y se une al grupo que juega a la pelota. Un traspiés lo hace caer de bruces y lágrimas silenciosas ruedan por su rostro al sentir el dolor lacerante de sus rodillas despellejadas.
En el jardín de la casa, que hay cerca de la escuela, el perro viejo dormita al calor decadente del otoño. Las hojas secas, arrastradas por el viento tranquilo, se arremolinan a su alrededor y será sólo cuando una de ellas le roce la nariz que despierte de su letargo. Husmea el aire con su nariz negra y húmeda, más por costumbre atávica que por lo que en realidad ya olfatea, y en la comisura de sus ojos viejos, allí donde se acumulan legañas antiguas, el color de su pelambre es más oscura y asemeja unas marcada ojeras. A veces, al agitarse su respiración, estira hacia atrás la parte superior de su hocico canoso y enseña unos pequeños dientes, amarillentos y solitarios, en la parte delantera. Le parece sentir un ruido vibrante y agudo y levanta la oreja izquierda, ya que del oído derecho hace tiempo que está sordo. Es la sirena que anuncia la salida de la escuela. El perro se levanta con dificultad y con sus ojos turbios de cataratas busca la portilla del jardín. Está cerrada y sentándose sobre sus cuartos traseros comienza a ladrar. Sus ladridos son quejumbrosos y secos y se detienen cuando una mujer sale de la casa y le abre la portilla. Entonces el perro se sienta delante de esta y espera. A los pocos minutos aparece Miguelín que le muestra sus rodillas lastimadas, le acaricia la cabeza y sacando del bolsillo del pantalón las migas del bocadillo, se las va dando. Cuando termina, le limpia las que han caído en su pechera peluda y se despide hasta el día siguiente. El perro, con su mirada opaca, ve la sombra borrosa del niño en pantalón corto que cruza la calle y cuando lo pierde de vista, atraviesa la portilla y vuelve a tumbarse en el jardín.

jueves, 9 de octubre de 2014

La duda de Manuela

Manuela alarga la mano y a tientas intenta tocar el botón que apagará el ruido del despertador. Cuando por fin lo consigue, perezosamente, aún sumida en un sueño turbio, se sienta en el borde de la cama y es el contacto de las frías baldosas del suelo en sus pies desnudos lo que por fin la despierta. A su lado Anselmo se voltea en la cama y los muelles del somier crujen con un lamento antiguo. Corre presta al cuarto de baño y el ruido del agua por las viejas cañerías del edifico la devuelve a la rutina cotidiana de un lunes de noviembre. Mientras desayuna echa de menos, como viene haciendo desde hace tres meses, el olor del café, el gusto fuerte y azucarado, porque siempre le gustó muy cargado de azúcar, de aquel bendito brebaje que la espabilaba y le daba una energía que ahora, desde que tomaba “Ecco” por que tenía la tensión muy alta, parecía haberse evaporado para no volver más.
Desciende las gastadas escaleras desde el tercer piso en un edificio sin ascensor, en las afueras de una ciudad como cualquier otra, donde el límite entre los que tienen las fortunas, los que son afortunados, los que lo desearían y los que nunca lo serán, lo marcan los espacios verdes por metro cuadrado, el ancho de las aceras, el tamaño de las terrazas, si es que los desafortunados las tienen, y la distancia que separa tu ventana de la del vecino. Manuela, cuando tiende la ropa, si quisiera, estirándose un poco, y mira que ella es de estatura pequeña, podría revolver el guiso de la vecina con el cucharón de madera que asoma en el borde de la olla.
Apura el paso por la acera de losetas sueltas y sin hojas revueltas de otoño, porque el suyo es un barrio sin árboles, para coger el autobús de las seis y treinta, que la dejará veinticinco minutos más tarde, a la puerta del edificio de oficinas, en el centro financiero de esa ciudad cualquiera, donde ella trabaja como limpiadora todos los días de la semana, excepto el domingo, desde las siete a las catorce horas.
Cuando llega el autobús entra de las primeras para sentarse, si encuentra sitio, en los asientos del principio, pues últimamente, no sabe porqué pero se marea. Hoy, como es lunes, viene muy lleno y eso es algo que ella no acaba de entender; porqué a medida que discurre la semana viene menos gente, hasta que llega el viernes y son muchos menos, por no hablar del sábado que parece que sólo trabaja ella y dos o tres más. Es como si las personas, a medida que transcurre la semana, se agotaran y si se fija en los rostros habituales de los que la rodean ve que el lunes tienen un brillo y una lozanía de la que carecen el viernes, que son ya sólo máscaras ajadas y somnolientas , y algunos se quedan por el camino, a media semana, incapaces de continuar. Así que hoy, como es lunes, Manuela no encuentra sitio donde quiere y debe sentarse hacia el medio, en el asiento que está pegado a una de las ventanas grandes del autobús. Y es, al acomodarse mejor en el sitio, cuando siente un pequeño bulto que la molesta, entre su cadera y la pared, porque Manuela es de posaderas anchas y piernas regordetas y necesita espacio. Se trata de un sobre marrón, rectangular y compacto, un poco pesado, pero no mucho. Levanta el pico del sobre que no está pegado y le parece ver un billete. Al principio se asusta un poco y permanece quieta, sin atreverse a volver a mirar, con la mano aferrada al sobre que permanece aún entre su cadera y la pared. Luego se tranquiliza y procurando que nadie la vea lo mete en su bolso.
Cuando llega al trabajo, en el pequeño cuarto donde se cambia de ropa, mira el contenido del sobre. Entre sus dedos nerviosos resbalan los billetes de quinientos euros, muchos billetes cárdenos, limpios y brillantes, con un olor virgen que al contacto con sus manos rojizas se mezclan con la fragancia limpia de la lejía incrustada en ellas.
Coge el carro de la limpieza y con la mente puesta en los relucientes billetes entra en el ascensor y sube hasta el octavo piso, se acerca al gran ventanal que le permite ver la avenida principal del centro de la ciudad y los edificios que la circundan, apoya su mentón en el palo de la fregona y piensa en lo primero que haría con aquel dinero. Irse a la Manga del Mar Menor, a darse baños de barro y a quitárselo en aquellas aguas tranquilas y calentitas, como viera una vez en un reportaje de la televisión; por lo bien que le sentarían a los pobres y doloridos huesos de su Anselmo, que desde que se jubiló no encuentra postura, ni acomodo, sólo ese dolor de la artrosis que le retuerce el cuerpo y le come los huesos.
Y según va descendiendo piso a piso, fregando y encerando suelos, limpiando asépticos baños y sacando brillo a las pulidas mesas de cristal de los despachos, va añadiendo a ese viaje a la Manga del Mar Menor nuevos deseos o necesidades, que no siempre es deseo aquello que quiere sino que no puede llegar a ello, así la ortodoncia de su nieta, que con doce años tiene los dientes superiores que le montan encima del labio inferior; ayudar a su hija a pagar la hipoteca, una hija con un marido al paro desde hace dos años y que se desloma a trabajar diez horas diarias en un supermercado; cambiar las ventanas de su piso, de madera hinchada y podrida y por donde se cuelan el aire y la lluvia; tirar la cocina, húmeda y oscura y poner otra nueva, blanca y luminosa... hasta que llega al vestíbulo de entrada y, mientras mira a los tipos y tipas que trabajan en aquellas oficinas, ellos con sus trajes de diseñadores confeccionados a medida y ellas enfundadas en elegantes pero funcionales atuendos, que la miran sin verla desde hace treinta años, como al enorme felpudo de la entrada o al paragüero dorado, comienza a dudar. ¿Y si es dinero sucio? ¿O robado? ¿De ese con un número de serie que la policía tiene controlado y cuando vaya a pagar la detienen? ¿Qué explicaciones daría? ¿Qué se lo encontró en el autobús? Y ¿si no la creen? Y ¿si la meten en la cárcel? ¿Qué será de su familia sin ella? No, no puede quedarse con ese dinero que empieza a pesarle como piedras en el bolso de su bata.
Al salir del trabajo y mientras camina por la acera flanqueada de jardineras con flores, en dirección a la parada del autobús, si en un principio pensara entregar el dinero en la comisaría, luego, cambia de idea, pues no quiere perder ni un minuto de su tiempo contestando a las preguntas que le hará la policía y decide dejarlo donde lo encontró, en el hueco que hay entre el asiento que está pegado a la ventana y la pared del autobús.

martes, 30 de septiembre de 2014

Un consejo

Se sentía como una contorsionista que no controlaba los movimientos de su cuerpo. Sus brazos se balanceaban y parecían buscar afanosamente algo invisible que se encontraba en un suelo irreal, pues sus ojos no percibían sino una superficie ondulante, hueca, unas veces opaca y otras traslúcida. La cabeza se le iba en pos de aquella nebulosa en la que flotaban sus manos y la boca, deformada en un rictus grotesco, incontrolable, boqueando en un reguero de saliva que se desliza por la comisura. Y en la niebla zigzagueante la imagen distorsionada de la mujer vestida de blanco que se confundía con la pared blanca y que se empeñaba en colocarle los pies en los estribos de la silla de ruedas donde la habían sentado, y el otro tipo de la bata blanca y las gafas redondas, con unos ojos tan saltones que parecían dos enormes canicas azules a punto de saltarle encima. 
-Dime ¿qué te tomaste? ¿Lexatin?
Ella escucha las palabras del tipo que se deslizan morosas en el murmullo de la sala y su boca se abre y se cierra indecisa, insumisa a las órdenes de su cerebro.
-A ver ¿cuántos lexatines te tomaste?- insiste.
Intenta contestarle pero la lengua pastosa se le hincha como un bulbo gigantesco y le queda colgando, perezosa y dormida sobre el labio inferior.
-Mira, te voy a dar un consejo, lo mejor es el tren -le dice el tipo de la bata blanca.
-Yaaa..., pero es que... que... duele. - le dice ella con su voz de gelatina.
-Ah, no te preocupes por eso, nadie vino a decirme que doliera.- 
Y antes de quedarse dormida le pareció oir el clic clic de los ojos canica del tipo botando en el suelo. 

viernes, 20 de junio de 2014

La mano


La mano, surcada de pequeñas arrugas y diminutas venas azules, se posa en la roca y lentamente, con cierta delectación, se desliza por su superficie irregular hasta que llega a un pequeño pocillo de agua. El mar dejó una minúscula parte de sí misma en aquella hendidura y la mano rugosa se hunde y disfruta de la frescura salada.
 Una liviana ola de espuma cubre, sin el menor atisbo de vehemencia, la roca y es ahora una pequeña mano, suave, rosada y regordeta la que intenta coger en el hoyo un insignificante cangrejo que, al sentir el movimiento ondulante, inicia una peripatética huida. La mano sale del agujero cuando siente una voz que lo llama y al mirar hacia atrás, recortada en la tarde caliginosa de arena blanca, una mujer con un bañador rojo.
El hombre vuelve la vista hacia su mano que se balancea sumisa en el tierno remolino que ha dejado la ola. En la playa la soledad de la brisa, la arena aún ingenua en la mañana de primavera y en el hoyo sólo el agua y la mano azulina.

Vistas



El sol se reflejaba en sus cristales de laguna verdiazul y hacía que brillaran entre las hojas secas del camino. Extraviadas por alguien o quizá abandonadas, tenían la patilla derecha seccionada en dos, bien pudiera ser por un pisotón tras la pérdida o ya rotas, posteriormente confiadas a su suerte de objeto inservible. Desde sus ojos de diáfana opacidad veían pasar el singular desfile de un mundo contemplado a ras del suelo; playeros desgastados, tobillos desnudos, pantalones ajustados, acampanados; tacones repiqueteantes, suelas sigilosas, medias estranguladoras, patas peludas, unas de trote cansino y otras de brincos locos; rincones efímeros al paso de faldas voladizas, nubes viajeras azules, grises, algodonosas; un cielo azul, lluvia fina que limpia el polvo del día, goterones, una hormiga que sube por su montura plateada y se desliza por el tobogán vidriado, la luna creciente que a la noche siguiente, llena y redonda ilumina las sombras de las copas de las árboles, y la última visión aterradora, en un amanecer de horizontes naranjas, de una suela negra de prominentes relieves cuadriculados. 

Clones



Estaban sentados en la sala de espera, aséptica y funcional. Sillas ergonómicas de madera clara, ventanales amplios que mostraban un paisaje de cielo gris y casas diseminadas por praderías de distintas tonalidades verdes. El anciano tenía la frente abombada, los ojos pequeños y muy juntos, prestos a alcanzar una nariz aguileña que se curvaba en su tramo final hasta casi tocar el labio superior. El cuerpo, cruel remedo de lo que en un tiempo fue, permanecía encogido con las manos temblorosas apoyadas en la empuñadura del bastón. En la silla de al lado, su esposa, con la misma predisposición en la frente al abombamiento y cierta curvatura al final de su nariz chata, como un pequeño pedúnculo, un colgajo que linda con el borde del labio. También inclinada hacia delante, sus manos buscan cobijo en su regazo y la cabeza a veces cae desmayada, con la barbilla bamboleante en un inestable equilibrio. Quizá los años mirándose día a día, compartiendo los espejos y los reflejos en los charcos, metamorfosearan sus rasgos primigenios y los fueran modelando tan parecidos y semejantes. Suena un pitido y en la pantalla negra, situada al fondo de la sala, aparece la fosforescencia de un número. El hombre se levanta y con pasos cortos y penosos se dirige hacia una puerta. Detrás, como un caracol vencido, ella le sigue. 

jueves, 8 de mayo de 2014

Cartones




Personajes
Primer mendigo
Segundo mendigo

Escena
Bajo los soportales de unas galerías comerciales dos mendigos se preparan para pasar la noche. Extienden unos cartones en el suelo y encima colocan sacos para dormir y mantas. Está oscuro y sólo la luz de los escaparates ilumina tenuemente la calle.

-Primer mendigo- ¿Ves ese reloj del escaparate?
-Segundo mendigo- ¿Cuál de ellos? Hay muchos.
-Primer mendigo- El mas caro. El Rolex de acero y oro. Una vez tuve uno.
-Segundo mendigo- ¿Ah sí? ¡No me digas! El otro día compartí portal con otro que había tenido una empresa, mujer y amante, un mercedes y no sé cuántas cosas más...
-Primer mendigo- ¿No me crees?
-Segundo mendigo- Pues.... te creo lo mismo que al otro. Puede que sí.... puede que no... ¿quién lo sabe? Y además que importa ya, ahora estás aquí ¿o no?
-Primer mendigo (asintiendo)- ¿Cómo te llamas?
-Segundo mendigo- Anselmo, pero no es mi verdadero nombre. Me lo cambié.
-Primer mendigo- ¿Porqué?
-Segundo mendigo- Porque con mi antiguo nombre me acordaba de mi madre.
-Primer mendigo- ¿Y ahora ya no la recuerdas?
-Segundo mendigo- No, ya no... Antes, con mi nombre, era el hijo de alguien, que vivía en algún lugar, que tenía amigos, familia, una ventana por donde asomarme, un parque para pasear, un espacio... Ahora soy Anselmo, sólo Anselmo y mañana seré Luis, sólo Luis, y pasado mañana, Eusebio... ¿Lo entiendes?
-Primer mendigo- Sí, creo que sí.
-Segundo mendigo- Se lo dije también al otro, se lo digo a todos. Y tú ¿cómo te llamas?
-Primer mendigo- Creo que se me acaba de olvidar...

jueves, 10 de abril de 2014

Tragos


 

A través de las ranuras de la persiana mal cerrada se colaba la sucia claridad de un día gris. Al lado de la cama una silla de ruedas. El hombre estiró los brazos y un bostezo ronco salió de su boca maloliente y escasa de dientes. Se incorporó, colocó una mano en un brazo de la silla, luego la otra, cogió impulso y se sentó. Sus piernas muertas quedaron encabalgadas en el borde de la cama. El hombre cogió una, después la otra y las colocó en los reposapiés. El chirrido de las ruedas, al desplazarse por el pasillo hasta la cocina, hirió el silencio. En el reloj de la pared, las seis pesaban densas en el bochorno de la tarde de agosto. El hombre rezumaba sudor a través de la camiseta de tirantes agrisada por el uso. Salió a la calle y por la acera, siempre pegado a los muros de los edificios, buscando la parca sombra, llegó a la taberna.
Al entrar la amalgama odorífera del sudor antiguo y el alcohol se le metió por cada uno de los poros de su piel, pero indemne, tomó posición al lado de la barra y pidió la primera copa. A su lado dos putas doloridas conversaban. Un poco más allá, un viejo sin dientes bebía tragos apurados de un vaso con un líquido color ambarino. Un yonqui antiguo, sentado en un taburete de madera con la espalda apoyada en la pared, se consumía en un rincón. Una mujer gorda con un ajustado vestido de color rojo, que modelaba sin pudor sus rollizos pliegues, y un escote que dejaba al aire parte de sus inmensos pechos, se sentó en el alto taburete que había a su lado. Al rato, la colonia barata que llevaba y el olor de su carne espesa lo aletargó y se quedó adormilado. Cuando despertó ya era de noche y las luces amarillentas del local estaban encendidas. Dos hombres discutían en una esquina por una deuda de juego. Una de las putas metía su mano en la bragueta del viejo sin dientes, la otra sacaba su lengua y se la introducía en la oreja a un hombre de torso esquelético y nariz rota que metía monedas en la máquina tragaperras.
-¡Antonio saca al lisiado a la calle que el jodido, hoy, nos vomita dentro!
En la noche, el violento maullido de los gatos en celo se mezcla con el grito despavorido de una mujer. La lluvia que comienza a caer esparce las heces de la calle y limpia el vómito del hombre de la silla de ruedas.

viernes, 14 de marzo de 2014

Nadie es imprescindible




Se instaló una mañana del mes de abril, cuando fue a recoger un calcetín que le había caído. El vecino del primero, muy amablemente, la dejó pasar para recogerlo. Una vez allí decidió quedarse. Era como el útero materno, cálido, confortable, seguro, aislado del mundo. Se alimenta de la comida que los vecinos, tan caritativos, le lanzan desde las ventanas y bebe el agua de la lluvia que se cuela por el agujero del tejadillo del patio interior. Al principio, él la llamaba pidiéndole que volviera. Luego se asomaba a mirar, para ver si ella seguía allí. Últimamente ya ni eso. 

martes, 25 de febrero de 2014

Liberación


La tradición judaica cuenta que Lilit fue la primera mujer de Adán, creada antes que Eva. Lilit se negó a someterse a él y pronunciado el nombre de Dios, se alejó volando. 

Primero fue un vaso estrellándose contra la pared, luego un enérgico taconeo, después un violento portazo. Desde la calle, Lilit miró a Adán asomado a la ventana y antes de enfilar la calle, soleada e infinita, le dijo:
-¡Eres un jodido machista hijo de puta!
En el edificio de enfrente, Eva, asomada al balcón, sonreía a Adán mientras comía una manzana.

lunes, 24 de febrero de 2014

Los cuervos



Llegó al pueblo un atardecer lluvioso del mes de noviembre, como todos los atardeceres del mes de octubre, noviembre y buena parte de diciembre, desde que el mundo era mundo. La calle permanecía vacía, todas las ventanas y las puertas de las casas estaban cerradas y mientras atravesaba la calle principal, subido en el mulo, nadie se asomó a ver quién llegaba. Había tardado quince días en llegar, una semana recorriendo la meseta helada y estéril y otra, atravesando las rudas montañas del puerto, grises y brillantes durante el día y azules y metálicas a la luz de la luna. Cuando coronó la cima, el verde brumoso del valle que se extendía a sus pies entró por sus ojos, sólo acostumbrados a los colores de las tierras sin lluvias interminables, y emborrachado por aquella visión, al igual que su mulo, sintió que caía por el abrupto sendero del desfiladero. Lo despertó la humedad de sus huesos, empapados del rocío del prado sobre el que estaba echado. El ruido de una piedra, al caer por la ladera, lo hizo mirar hacia arriba y vio buitres en las oquedades de las rocas y bandadas de cuervos que revoloteaban formando círculos. Descendió por la quebrada, seguido por el graznido ronco de los pájaros y guiándose por el retorcido curso del río llegó a su destino. 
Cogió una casa en la parte más alta de aquel pueblo de calles empinadas, de casas mudas con paredes que nunca calentaban, encaramadas en la ladera del monte, de ojos amarillos de perros mitad lobos mitad perro, que acechaban, sin ser vistos ni oídos, en las esquinas; de olor a ceniza mojada y silencios que golpeaban como piedras. 
Una mañana de cielo gris y plomizo salió a pasear. Cogió el camino que conducía a las brañas de verano y, un poco antes de llegar, vio unas siluetas, perfiles de pájaros que bailaban formando circunferencias, en la pared cenicienta de una gran roca. Los cuervos aleteaban sobre un cercado de piedras, donde se hallaba un pastor con su perro y un rebaño de ovejas.
-Buenos días. Triste mañana la de hoy. ¿No le parece?
-Sí. Aquí siempre es así. El cielo gris y la lluvia. Sólo cambia cuando llega la tormenta.
-¿Tormentas?
-Sí. Cuando vea que vienen, cuídese de ellas. No deje que lo cojan. Si lo hacen, no saldrá vivo.
-Y ¿cómo sé cuándo vienen?
-Primero es un calor húmedo que se pega a la piel, luego el viento que gime entre los peñascos, los animales se alborotan y huyen para buscar cobijo, y de repente, llega. Un atardecer de primavera nos pilló en el monte, a los animales y a mí, las rocas retumbaban, el cielo se volvió morado; corríamos y corríamos, pero un rayo nos perseguía, hasta que nos alcanzó.
Una semana más tarde, cuando la neblina aún no había bajado de los picos de las montañas, vio a los cuervos sobrevolando un pequeño prado pegado a los riscos del monte. Se encaminó hacía allí y sentada en una piedra había una joven de cabellos rubios, recogidos en dos trenzas que le llegaban a la cintura. Vestía ropas negras que resaltaban la blancura de su piel y tenía en sus manos una labor de costura. Detrás suyo los restos calcinados de una casa y rodeándolo el olor a cenizas húmedas de niebla y la fresca fragancia de la hierba recién cortada.
-Buenas tardes señorita.
-Buenas tardes.
-Este olor a hierba cortada ¿de dónde viene? No veo por aquí cerca más que el ralo verde de esta pradería.
-Soy yo señor. Incluso después de que pasara lo que pasó, dicen que sigue oliendo así.
-Y ¿qué sucedió?
-Fue durante la guerra, una mañana del mes de mayo. Mi madre estaba cocinando en la casa y mi padre, que era carpintero, trabajaba en su taller. Yo estaba aquí mismo, cosiendo, como ahora me ve. Ese día el cielo era azul, no como ahora que todos los días son grises. De repente vi las sombras de unos pájaros enormes y con las alas muy abiertas, que volaban en círculos, sobre el prado. Y después las bombas, una detrás de otra y ya no supe más, sólo este olor a hierba recién cortada que nunca desapareció.
Pasaron los días, los meses y los años en aquel pueblo de mañanas con cielos color piedra que se fundían con las rocas que lo rodeaban, de tardes teñidas de niebla que se colaba por las puertas y ventanas y a partir de octubre y hasta mediados de diciembre, durante el atardecer, la lluvia que, desde que el mundo era mundo, estaba allí. La hiedra que subía por la paredes de las casas se comía implacable los vanos abiertos, las manzanas se pudrían en los árboles de las huertas y el hedor ocre de la putrefacción enrarecía el aire, el monótono fluir del agua desgastaba las piedras del río dejándolas llanas y pulidas, el eco de las puertas crujiendo en sus goznes oxidados turbaba el silencio y el olor a moho y a fuego que se volvía cenizas mojadas, flotaba en el aire. 
Al fondo del valle, donde comienza el desfiladero que lleva al puerto, los buitres que bajan y vuelven a subir con los despojos de un viajero y su montura y un poco más allá, esperando, los cuervos. 
 

martes, 14 de enero de 2014

El hueco de la escalera



Nos habíamos mudado a aquel nuevo piso hacía dos semanas. Estaba situado en un barrio residencial de la ciudad, rodeado de amplios bulevares, donde las tiendas de lujo y los cafés señoriales eran lo habitual, con amplias aceras para dar cabida a los sillones y mesas de mimbre de las cafeterías, marquesinas de cristales para protegerlos y estufas alargadas y redondas, nuevos calentadores de los espacios urbanos al aire libre. Un olor a frescor azul, a croissant recién horneado y a colonia cara definía la atmósfera que se respiraba en cada una de las calles de aquella zona. Nuestro apartamento se hallaba en un edificio de seis plantas, de factura neoclásica en su fachada, planta baja de sillar almohadillado, cuatro pisos nobles con sucesión de ventanas y balcones entre pequeñas pilastras y el último piso, con hilera de ventanas y rematado con una cubierta de vanos que encubría el tejado. El interior había sido restaurado siguiendo una estética modernista. Tras la entrada principal había una gran puerta de cristal de doble hoja, que contenía una copia, admirablemente realizada, de la litografía de las cuatro estaciones de Alfons Mucha. De día, la luz natural, entrando por la enorme cúpula que había al final de la escalera, iluminaba el vestíbulo situado tras la puerta acristalada y junto con los colores de los hermosos grabados de los cristales, creaba una atmósfera evocadora; mientras que por la noche, cuando se encendían las luces de los apliques, el recibidor se llenaba de fulgores ocres, naranjas, violetas, azules... provenientes de la litografía y en las paredes, se dibujaban ondulantes líneas de sombras, trasunto de la magnificencia narrativa de las imágenes de los grabados. Del vestíbulo partía la escalinata, amplia, con una balaustrada de hierro tallada con dibujos florales, de cortos peldaños de brillante madera clara, escalonada en elegantes curvas hasta llegar a la quinta planta, donde se convertía en una escalera de caracol que llegaba hasta el sexto piso. Desde aquí y mirando hacia arriba, la cúpula de hierro y cristal, decorada con formas vegetales, hojas y flores, entremezcladas en un delirio preciosista, que penetraba en todo el edificio a través del hueco de la escalera y descendía hasta mezclarse con el espacio configurado por el vestíbulo.
En el rellano de la sexta planta había cuatro puertas, una correspondía a nuestra vivienda. Lo había encontrado mi marido a un precio, a mi entender, inusualmente barato para la zona en la que se hallaba y las características del piso. Aún no conocía a mis vecinos cuando, una mañana, al coger el ascensor, de madera, con puertas de hierro que te permitían ver el exterior y que, en su descenso, paraba en todos los pisos donde era llamado, se detuvo en la quinta planta. Delante de mí se hallaba un sujeto de otra época y cuando se abrieron las puertas, el caballero entró, porque era eso, un caballero de unos cincuenta y cinco años, con el pelo muy corto y unos bigotes muy grandes e inclinados hacia arriba, vestido con una chaqueta larga, tipo levita, con cuello y solapa, chaleco del que colgaba un reloj con leontina de plata, pantalón con dobladillo, camisa de seda blanca y una fina corbata. En las manos guantes de cuero marrón oscuro, sujetando en su mano derecha un sombrero de fieltro y en la izquierda un bastón con empuñadura de bronce dorado.
-Buenos días.
-Buenos días.
-Señora vengo a prevenirla.
-¿A prevenirme? ¿A mí? ¿De qué?
-Siento decirle que usted será la próxima.
-¿La próxima? ¿La próxima de qué? ¡Oiga me está poniendo nerviosa! Y además ¿quién es usted? ¿De qué me conoce?
-Yo me llamo Ricardo Arévalo de Monterrubio y me caí por el hueco de la escalera, o creo que sería más correcto decir que me empujaron y a consecuencia de ello tuvo lugar el acto de la caída. Usted, siento decírselo, será la próxima en caer, lo que no puedo saber, es si será voluntariamente, es decir, por un fortuito descuido o a consecuencia de un empujón...
Luego salió y entonces me di cuenta, que durante ese tiempo el ascensor había permanecido parado, pero no como hubiera hecho al detenerse en un piso o si se hubiese estropeado, sino que flotaba, en un estado de ingravidez que yo nunca había experimentado. Cuando se lo conté a mi marido, por supuesto, no me creyó y yo misma, ante lo extraño de lo sucedido, intentaba darle visos de realidad, pensando que se trataba de algún chiflado que se colaba en los ascensores para asustar a la gente. Unos días más tarde se estropeó la caldera del edificio y al instalar una nueva y hacer obras en el sótano apareció el cadáver de un hombre, un esqueleto que portaba un reloj con leontina de plata y un bastón con empuñadura de bronce dorado. A la semana siguiente, en el periódico, publicaron la identidad del cadáver y su historia. Se trataba de Ricardo Arévalo de Monterrubio, rico hacendado argentino, desaparecido en mil ochocientos ochenta y nueve,
casado hacía dos años con una española treinta años más joven y al que su inconsolable viuda había buscado por tierra y por mar, hasta que dos años más tarde y dándolo por definitivamente desaparecido, se había vuelto a casar. Como mi marido aún no había llegado a casa, bajé a comentar con el portero la noticia del periódico.
-¡Ay señora! Esto no hace más que aumentar la leyenda negra del edificio.
-¿La leyenda negra? Pero ¿qué leyenda es esa?
-¿Cómo? ¿No lo sabe? Pues su marido cuándo estuvo aquí, estaba bien informado. Supongo que en la inmobiliaria se lo habrán dicho. Por eso son tan baratos los áticos del sexto, todos los muertos procedían de allí.
-¿Los muertos?

-Sí, señora. ¿Sabe? Se cayeron por el hueco de la escalera, los muertos, o los asesinados, vaya usted a saber... aunque nunca se pudo probar nada...
En ese momento mi marido entró en el portal y subimos juntos en el ascensor. Al llegar arriba, en el rellano, le pregunté porqué no me había dicho nada de lo que sucedía en aquella planta. No me contestó, pero al ver su sonrisa torcida, el brillo sarcástico de sus ojos y al sentir sus manos posándose sobre mis hombros, supe porqué no lo había hecho.



domingo, 12 de enero de 2014

Fauna

Después de lavarse entró en la cocina, preparó la cafetera con el café, la puso encima del fuego y metió la leche en el microondas. En un pequeño almanaque abierto en el mes de febrero y colocado encima de la nevera, tachó el día en el que se encontraba, lunes, cinco. Mientras la cafetera comenzaba a borbotear, se acarició la incipiente barba blanca y bostezó. En el dormitorio, escuchó el leve chirrido de los muelles del colchón, los pasos amortiguados de unas zapatillas en la alfombra, las pisadas siseantes sobre la madera. Su esposa entró en la cocina y lo encontró desayunando. El hombre mojaba el pan en el café con leche y al llevarlo a la boca, trazaba en su barbilla mal afeitada un surco marrón claro, que acababa en pequeñas gotas sobre el mantel de cuadros verdes y blancos. Tras los cristales empañados por la helada matutina, la oscuridad moribunda era sustituida por la grisura de un cielo plomizo. Cuando terminó de desayunar, se acercó a la ventana y con un trapo limpió el vaho del cristal, hasta dejar el espacio suficiente por el que contemplar la perspectiva que se extendía ante su mirada. Seis calles articuladas de forma radial, en torno a un punto central constituido por un jardín circular. En el centro de este pequeño parque, una fuente y en torno a esta, una rotonda de bancos, detrás un anillo de parterres y por último, rodeándolo todo, setos de mediano tamaño. Una calle ancha, en la que desembocan las seis calles radiales, circunvala el jardín, a esta hora de la mañana ya concurrida de coches.
Desde su particular atalaya, el hombre sólo es capaz de controlar los movimientos de tres calles, pues las otras tres, aunque confluyen en el jardín circular, situadas bajo su punto de mira, quedan fuera de su observación, ya que dos se hallan situadas en el lado derecho del edificio donde él se encuentra y la tercera, en el extremo izquierdo.
Una vez colocado en el antepecho de la ventana, asentó los codos en el cojín, colocado allí para tal función, y enfocó los prismáticos hacia la izquierda, descendiendo en su búsqueda hasta encontrar la puerta del bar “La tregua”, en el edificio que se hallaba unos metros más allá. El hombre del espeso bigote negro y las gafas de pasta negra, primer cliente del bar, hizo su aparición por la esquina de la acera. Hoy llevaba la gabardina gris, llovería, pues las prendas que portaba aquel sujeto eran una certera predicción meteorológica. Las amplias cristaleras que recorrían toda la fachada del establecimiento y que remataban en un estrecho murete a ras de suelo, permitían ver todo el interior. Paredes blancas, una barra de madera con taburetes, que se esquinaba para dejar cabida a la puerta que llevaba a los baños y tras ella, un gran espejo rectangular, mesas y sillas, también de madera, ocupaban el espacio de losetas blancas y negras situado al lado de los ventanales. El tipo de la gabardina se sentó en uno de los taburetes y el curioso ve su espalda, pero también su imagen reflejada en el espejo. El camarero, un hombre pálido y enjuto, vestido con una pulcra camisa blanca, le sirve un café y un trozo de bizcocho. Pequeñas motas de café mojan el bigote del tipo, que saca su lengua, gruesa y blanquecina, para relamerlas, junto con las migajas del bizcocho que se quedaron adheridas. Cuando termina, deja unas monedas encima de la barra, pero antes de marcharse y mirando de soslayo los movimientos del camarero, cuando cree que no lo ve, coge un par de magdalenas colocadas encima de un plato y se las mete en el bolsillo de la gabardina. Por una de las calles de la derecha, asoma el gran cubo verde del barrendero, detrás el barrendero, enfundado en su traje azul y amarillo fósforo. Es un hombre de mediana edad, con un gran apéndice nasal, una nariz tuberosa, de patata roja con adherencias bulbosas, pegada a una cara redonda. Hoy lleva la brillante calva cubierta con un gorro de agua color verde. En la comisura de los labios cuelga un cigarro de brasas mortecinas. El hombre se detiene a la altura de la parada de taxis, aparca el carrito y apoyándose en el, comienza a hablar con uno de los taxistas, del que el curioso sólo ve su perfil aquilino, exhalando un ligero vaho blanquecino, que se disuelve a los pocos segundos en el aire de la mañana. Poco después, el tiempo empleado en fumarse otros dos cigarrillos, retoma su camino y al llegar al parque, se sienta en uno de los bancos, donde a esta hora ya está dando el sol, y sacando un arrugado periódico del bolsillo, lo abre en la página de las esquelas y comienza a leerlo. Por el jardín ya comienzan a pasar los viandantes, algunos conocen al barrendero y se detienen unos minutos. El, cuando no habla, continúa la minuciosa lectura de las esquelas, mientras la escoba y el recogedor, dejan pasar la apacible mañana sin salir del extremo del carrito donde están colocados. Ya son las diez y los prismáticos enfocan a esta hora la pizzería, situada en uno de los bajos del edificio, que se encuentra a la derecha de su puesto de observación. La pizzería “La Góndola” tiene aún la persiana de hierro bajada, pero por la acera llega la chica que la regenta. Una revuelta melena castaña, con mechas rojizas, se bambolea al vaivén de sus pisadas, guiadas por unos tacones inverosímiles. El cuerpo, de carnes rebosantes pero prietas, lucha por permanecer escondido en el vestido de lana color malva que lleva puesto. Al llegar a la puerta de la pizzería se inclina para levantar la persiana y al hacerlo, el tejido de lana moldea la forma de sus rotundas nalgas, asciende y muestra la parte superior de sus muslos rubenianos.
El padre de familia, que acaba de dejar a sus hijos en la escuela, ve la puerta de la pizzería con el cartel de abierto y entra. A los pocos minutos, el cartel pone cerrado y es que la chica de la pizzería, como el negocio no va muy bien, ofrece un striptease matinal, se libera de esas ropas que la oprimen y muestra su cuerpo libre de ataduras a los parroquianos y si estos pagan una tarifa más alta, el premio es un revolcón en la trastienda, en un pequeño catre colocado para tal efecto entre las cajas de botellas y al que el curioso accede a través de la puerta de cristal, que comunica en línea recta con un pasillo que lleva al cuartucho. En ese momento, el hombre del puesto de los churros cruza el paso de peatones en dirección al parque, se introduce en el jardín y toma la dirección de la fuente pues, en uno de los laterales, se halla un pequeño templete, imitando una pagoda china, habitáculo donde tiene su negocio , la “Churrería La Esperanza”. A la hora del recreo de la cercana escuela, los niños invaden la zona de los bancos, juegan en los alrededores de la fuente y se acercan hasta la falsa pagoda, donde se encuentra el hombre de los churros con su mandilón blanco. Tiene el pelo gris, lacio y aceitoso, con la coronilla brillante y húmeda de una tonsura forzosa, un enorme bigote daliniano de puntas enceradas y de color gris oscuro, unos ojillos aviesos que se hunden en las mejillas carnosas, unas manos de dedos cortos y gruesos, una barriga prominente y unas piernas enclenques y torcidas. Y son esas manos sebosas, las que tocan las cabezas de los niños que se acercan a comprar churros, las que descienden por sus espaldas hasta llegar a sus glúteos y su entrepierna, cuando tras prometerles una porra rellena de crema, los hace pasar detrás del mostrador de la pagoda-churrería y allí ellos se dejan hacer, pues el churrero es un señor cariñoso, aunque sude mucho y se ponga colorado cuando los acaricia, porque luego siempre es generoso y les regala porras rellenas de crema. En el camino que discurre entre los parterres, se encuentra el chico de la visera roja. Su pelo es largo, casi hasta la cintura y lo lleva sujeto con una goma, la camiseta es la misma desde hace semanas, blanca, arrugada y con lamparones, el pantalón, a la altura de las caderas, las zapatillas de deportes, rotas en la punta, y que quizá algún día fueron blancas, ahora son grises y en la mano, arrastrándola a veces por el suelo, una cazadora vaquera. De su rostro sólo se ve su barbilla puntiaguda, sus labios finos y pálidos y sus grandes orejas abiertas. Lleva la vista siempre fija en el suelo, pues se dedica a recoger las colillas que encuentra tiradas, hasta que tiene varias y se sienta en uno de los bancos que hay al lado de la fuente y se las va fumando, una por una, hasta que las termina. Cuando ya no le queda ninguna, va en busca de más y así durante toda la mañana. Alrededor de la una y media del mediodía se marcha.
Esta es la hora de la comida para el curioso, que abandona el cojín de la ventana y se sienta a comer. A veces, cuando le entra el tembleque de la mano, los fideos de la sopa se le escurren de la cuchara y le caen en el pantalón, se le quedan prendidos en la barba rala o quedan diseminados por el mantel, todo depende de la distancia de la cuchara en su recorrido hacia la boca. Su esposa,  sentada enfrente, no dice nada, pero sus ojos, azules y saltones, lo miran con aspereza. Lo mismo sucede con el resto de las viandas, hoy hígado encebollado y natillas, y cuando el hombre se sienta de nuevo en su garita, el olor fermentado y denso de los ingredientes de la comida, depositados en su ropa, lo rodean como un halo maloliente.
 El hombre envenenador ya se encuentra en el jardincillo, entre los setos y el anillo de parterres, lugar muy frecuentado para el paseo y solaz de los perros. Como ha podido comprobar el curioso, este individuo, va colocando los pequeños trozos de carne envenenada, siguiendo el riguroso orden de una imaginaria división en cuadrículas del césped de los jardines. Cuando ha terminado todas las cuadrículas, comienza de nuevo por la que ocupa el primer lugar. A veces, muy pocas, hay suerte y ningún perro se acerca por la cuadrícula envenenada, pero la mayoría de las veces, algún can después de convulsionar, queda exánime en el suelo, a los pocos minutos de haber ingerido la carne emponzoñada. En una de las tres calles radiales que desembocan en la rotonda, concretamente en la central, se detiene un BMW de color gris metalizado. Del mismo, descienden un hombre y una mujer. Ambos tienen la tez olivácea, el cabello castaño claro, los ojos verdiazules y una edad que oscila entre los treinta y los cuarenta años . El lleva un ajado pantalón de pana marrón, una sucia camisa de cuadros y unas viejas botas negras de cordones. Ella va vestida con una chaqueta de lana azul oscuro que se le ciñe a las caderas y una falda de flores desvaídas que le llega hasta los tobillos; en la cabeza, un pañuelo amarrado bajo la barbilla, por donde escapan mechones de su pelo castaño claro y en los pies, unas chanclas de goma. En una de las entradas del parque, al cobijo de una glorieta, se arrodillan en el sendero, colocan la pizarra, “tenemos cuatro higos uno está enfermo y todos pasan ambre”; ayer tenían cinco, ninguno estaba enfermo, pero todos pasaban hambre, recordó el curioso, y extienden sus manos blancas, finas y de uñas cuidadosamente cortadas. Unas horas más tarde, volverán sobre sus pasos y cogerán el mismo BMW del que descendieron. A su lado, pasa la chica del pitbull en su paseo vespertino y como todos los días, el perro, convenientemente adiestrado para intimidar a los inmigrantes, gruñe enseñando sus fauces rosadas y negras. La chica, que lo sujete por la correa, deja que se aproxime lo suficiente para que los pedigüeños huelan su aliento amenazador y después se aleja hacia el jardincillo de los parterres. Poco después, el perro se retuerce entre violentos estertores para, finalmente, acabar tendido a los pies de su dueña, perpleja por lo que acaba de suceder. Un poco más allá, por el camino que discurre pegado a la sombra de los setos, va la mujer que pasea a su marido en silla de ruedas. Hoy, la angulosidad de los rasgos de su rostro, se acentúa por el estirado moño que recoge su pelo blanco a la altura de la nuca . Colgado de su cuello por una cinta negra, confundida con el vestido, también negro, un crucifijo de plata reposa solemne entre sus escuálidos pechos. Su cuerpo de aristas, hombros puntiagudos, caderas hirientes, rodillas descarnadas, parece a punto de romper la tela del vestido. En la silla de ruedas, amarrado con una cincha al respaldo, un hombre de huesos largos y piel descamada. De vez en cuando, la mujer se detiene, mira a su alrededor y, cuando ve que no hay nadie, pellizca al hombre con saña, dejándole pequeñas tumefacciones en el cuello y los brazos, o hurga, con sus dedos de uñas largas y curvas, en las postillas que el hombre tiene en la cabeza. En la zona donde los parterres forman un denso ajedrezado, las parejas se refugian en los rincones de sombra verde, guardianes de los suspiros y las caricias, ajenos al hombre de la gabardina gris y el sombrero negro. A veces, sienten el leve crujido de una hoja, el rozar de una tela, el jadeo de una respiración entrecortada que se ahoga, pero piensan que no son sino ellos, los protagonistas de esos ruidos y continúan con sus juegos de atardecer.
Cerca de la fuente, en los bancos de la rotonda, están sentados los camellos. Llegan todos los días al atardecer y se quedan allí, trapicheando hasta bien entrada la noche. Los clientes van, regatean, compran, unos se marchan, otros se detienen y forman pequeños corrillos. Hoy también está el ama de casa, tirando del carrito de la compra, que se acerca a adquirir la droga para su hijo, en su paso hacia el supermercado al otro extremo de la rotonda. Se aleja acompañada de un comprador, un ser semejante a un pequeño saltamontes, por los saltitos al caminar, con el cuerpo inclinado hacia delante, como si de un momento a otro fuera a caerse y por su cuerpo enclenque y descoyuntado. Son las diecinueve cincuenta y el curioso, con un brusco movimiento, cambia su punto de mira y enfoca la mercería de la señora Constanza. Dentro de diez minutos cerrará y no quiere perderse la mórbida voluptuosidad de la mercera. La mercería “El hilo bailón” brilla con una luz ocre y en la cálida intimidad de los hilos y las cintas de los estantes, la señora Constanza deja pasar su tiempo apoyada en el mostrador. Está sola y su cuerpo se abandona, se moldea, adaptándose a la rigidez oscura de la madera. Sus pechos, enormes y blancos, escapan de la camisa rosa y descansan exuberantes sobre los brazos cruzados, la cintura se quiebra donde termina la recta superficie de la madera y las caderas se impulsan hacia atrás, apoyadas sobra las piernas, que permanecen ligeramente flexionadas. El curioso, perdiéndose en el canalillo de aquellos pechos rebosantes, desearía ser el joven que se ahoga entre las tetas inmensas de la estanquera felliniana y respirar el sudor limpio y antiguo de las mujeres sin afeites.
Cuando la señora Constanza se aleja por la acera ya es de noche y lo último que ve son sus nalgas, subiendo y bajando al compás de sus pisadas. Por el paso de cebra, en dirección al jardín de la rotonda, camina la mendiga de la bata de flores amarillas y azules y las zapatillas de cuadros, que le quedan grandes y  dejan al aire unos talones despellejados y sucios. Delante de ella un carrito de supermercado, con bolsas de plástico de volúmenes informes y un par de mantas de colores indefinidos. Detrás suyo, las putas, prestas a ocupar sus puestos al lado de los setos que miran hacia la calle. La negra de cabellos indomables, una escarola de rizos negros confundida con la noche, culo puntiagudo y prieto, dentro de un corto pantalón blanco y piernas largas, con unas sandalias de tacones que las hacen aún más largas. La rubia, de piel traslúcida, hoy lleva un vestido rojo intentando marcar las formas inexistentes  de un cuerpo filiforme, sin gracia. La oriental, pequeña y graciosa, con una falda rosa, muy corta y apretada, y un escueto corpiño negro, para dejar al aire parte de su abdomen, pálido y delgado. La sudamericana, de robustos volúmenes y estatura corta, lucha por no caerse de unos zapatos de salón rojos con unos finos tacones. En la acera, unos metros hacia abajo de la atalaya del curioso, la borracha del pelo rojo está apoyada en la farola Su cuerpo, en un inestable equilibrio, se contorsiona intentando mantenerse de pie. Desde su posición, el curioso ve, iluminado por la luz de la farola, los calveros del cuero cabelludo de la mujer que desciende, en forma de finos mechones rojos mezclados con hebras grises, hasta la altura de sus escuálidos hombros. Comienzan a caer gruesos goterones y el trozo de acera iluminado se llena de violentos lunares oscuros.
El hombre mira la hora, las veintidós, y bosteza sin ganas, como si un acto tuviera irremediablemente como consecuencia el otro, luego palpa la bolsa de orina, sujeta en la pierna con una goma y comprueba que está llena, a punto de rebosar. Coloca sus manos sobre las ruedas de la silla, se gira, da la espalda a la ventana y con otro impulso de sus manos avanza hasta el pasillo. Pasa por delante de la puerta del salón en su camino hacia el baño. Su mujer está sentada viendo la televisión, con sus fofas y blancas carnes, sólo cubiertas por una exigua enagua beis, desparramadas por el sofá. Se detiene y le dice algo, pero su voz queda aplastada por el griterío mujeril que sale de la pantalla. 

lunes, 6 de enero de 2014

Un café amargo


El agudo sonido del despertador martillea tus oídos. Sacas un brazo del embozo y sientes frío. Te molestan los ronquidos de Juan y antes de levantarte le das un codazo en las costillas para que se calle. Pero ¡qué bruta eres! ¿Es que no puedes hacer “chic, chic” como todo el mundo? –te dice Juan malhumorado porque lo despertaste- Se da la vuelta y a los dos minutos, cuando aún no has terminado de vestirte, vuelve a roncar.
 A esta hora de la mañana la luz del espejo del cuarto de baño es despiadada; las arrugas de la frente, las ojeras, las líneas de expresión a los lados de la boca, las mejillas flácidas, la raíz blanca del pelo que te recuerda que tienes que ir a teñirte… Te lavas la cara y con parsimonia la untas de crema, te maquillas, sólo un poco de colorete y rimel en las pestañas.
En la cocina te tomas el café de pie. Aunque le echaste tres cucharadas, como todos los días, hoy te sabe amargo. En la puerta de la nevera un imán sujeta una cuartilla blanca con un mensaje. Es la letra de Juan.  “Ayer a eso de las once llamó Alberto. No puede venir este fin de semana porque tiene mucho trabajo. Que lo siente y que quizá para Navidad. Luego llamó Sonia y, como siempre, que necesita dinero. Te acostaste tan temprano que no quise despertarte para decírtelo.” El regusto ácido del café te sube por la garganta.
  En la calle miras el reloj. Te retrasas dos minutos. Cualquier percance y no cogerás el metro de las siete treinta y cinco. A la entrada de las escaleras el mendigo sin brazos de todos los días. Bajas corriendo y un olor mezcla de carburante y humedad caliente se te mete en la nariz. El indicador luminoso del andén marca la hora: las siete treinta y tres, todavía faltan dos minutos. Te sientes agotada y decides sentarte en una de las sillas de plástico rojas que en ese momento queda libre. Allí sentada te vienen a la cabeza los ronquidos de Juan, los turnos de trabajo, tu rostro reflejado en el espejo del baño, las excusas de tu hijo, los saqueos de tu hija, el mendigo sin brazos, la silla de plástico roja, el olor a carburante... Bajo tus pies sientes las vibraciones del tren que se acerca y el gusto acre del café llega hasta tu paladar. Lo último que oyes es el chillido penetrante de unas ruedas de hierro clavándose en los raíles.