martes, 14 de enero de 2014

El hueco de la escalera



Nos habíamos mudado a aquel nuevo piso hacía dos semanas. Estaba situado en un barrio residencial de la ciudad, rodeado de amplios bulevares, donde las tiendas de lujo y los cafés señoriales eran lo habitual, con amplias aceras para dar cabida a los sillones y mesas de mimbre de las cafeterías, marquesinas de cristales para protegerlos y estufas alargadas y redondas, nuevos calentadores de los espacios urbanos al aire libre. Un olor a frescor azul, a croissant recién horneado y a colonia cara definía la atmósfera que se respiraba en cada una de las calles de aquella zona. Nuestro apartamento se hallaba en un edificio de seis plantas, de factura neoclásica en su fachada, planta baja de sillar almohadillado, cuatro pisos nobles con sucesión de ventanas y balcones entre pequeñas pilastras y el último piso, con hilera de ventanas y rematado con una cubierta de vanos que encubría el tejado. El interior había sido restaurado siguiendo una estética modernista. Tras la entrada principal había una gran puerta de cristal de doble hoja, que contenía una copia, admirablemente realizada, de la litografía de las cuatro estaciones de Alfons Mucha. De día, la luz natural, entrando por la enorme cúpula que había al final de la escalera, iluminaba el vestíbulo situado tras la puerta acristalada y junto con los colores de los hermosos grabados de los cristales, creaba una atmósfera evocadora; mientras que por la noche, cuando se encendían las luces de los apliques, el recibidor se llenaba de fulgores ocres, naranjas, violetas, azules... provenientes de la litografía y en las paredes, se dibujaban ondulantes líneas de sombras, trasunto de la magnificencia narrativa de las imágenes de los grabados. Del vestíbulo partía la escalinata, amplia, con una balaustrada de hierro tallada con dibujos florales, de cortos peldaños de brillante madera clara, escalonada en elegantes curvas hasta llegar a la quinta planta, donde se convertía en una escalera de caracol que llegaba hasta el sexto piso. Desde aquí y mirando hacia arriba, la cúpula de hierro y cristal, decorada con formas vegetales, hojas y flores, entremezcladas en un delirio preciosista, que penetraba en todo el edificio a través del hueco de la escalera y descendía hasta mezclarse con el espacio configurado por el vestíbulo.
En el rellano de la sexta planta había cuatro puertas, una correspondía a nuestra vivienda. Lo había encontrado mi marido a un precio, a mi entender, inusualmente barato para la zona en la que se hallaba y las características del piso. Aún no conocía a mis vecinos cuando, una mañana, al coger el ascensor, de madera, con puertas de hierro que te permitían ver el exterior y que, en su descenso, paraba en todos los pisos donde era llamado, se detuvo en la quinta planta. Delante de mí se hallaba un sujeto de otra época y cuando se abrieron las puertas, el caballero entró, porque era eso, un caballero de unos cincuenta y cinco años, con el pelo muy corto y unos bigotes muy grandes e inclinados hacia arriba, vestido con una chaqueta larga, tipo levita, con cuello y solapa, chaleco del que colgaba un reloj con leontina de plata, pantalón con dobladillo, camisa de seda blanca y una fina corbata. En las manos guantes de cuero marrón oscuro, sujetando en su mano derecha un sombrero de fieltro y en la izquierda un bastón con empuñadura de bronce dorado.
-Buenos días.
-Buenos días.
-Señora vengo a prevenirla.
-¿A prevenirme? ¿A mí? ¿De qué?
-Siento decirle que usted será la próxima.
-¿La próxima? ¿La próxima de qué? ¡Oiga me está poniendo nerviosa! Y además ¿quién es usted? ¿De qué me conoce?
-Yo me llamo Ricardo Arévalo de Monterrubio y me caí por el hueco de la escalera, o creo que sería más correcto decir que me empujaron y a consecuencia de ello tuvo lugar el acto de la caída. Usted, siento decírselo, será la próxima en caer, lo que no puedo saber, es si será voluntariamente, es decir, por un fortuito descuido o a consecuencia de un empujón...
Luego salió y entonces me di cuenta, que durante ese tiempo el ascensor había permanecido parado, pero no como hubiera hecho al detenerse en un piso o si se hubiese estropeado, sino que flotaba, en un estado de ingravidez que yo nunca había experimentado. Cuando se lo conté a mi marido, por supuesto, no me creyó y yo misma, ante lo extraño de lo sucedido, intentaba darle visos de realidad, pensando que se trataba de algún chiflado que se colaba en los ascensores para asustar a la gente. Unos días más tarde se estropeó la caldera del edificio y al instalar una nueva y hacer obras en el sótano apareció el cadáver de un hombre, un esqueleto que portaba un reloj con leontina de plata y un bastón con empuñadura de bronce dorado. A la semana siguiente, en el periódico, publicaron la identidad del cadáver y su historia. Se trataba de Ricardo Arévalo de Monterrubio, rico hacendado argentino, desaparecido en mil ochocientos ochenta y nueve,
casado hacía dos años con una española treinta años más joven y al que su inconsolable viuda había buscado por tierra y por mar, hasta que dos años más tarde y dándolo por definitivamente desaparecido, se había vuelto a casar. Como mi marido aún no había llegado a casa, bajé a comentar con el portero la noticia del periódico.
-¡Ay señora! Esto no hace más que aumentar la leyenda negra del edificio.
-¿La leyenda negra? Pero ¿qué leyenda es esa?
-¿Cómo? ¿No lo sabe? Pues su marido cuándo estuvo aquí, estaba bien informado. Supongo que en la inmobiliaria se lo habrán dicho. Por eso son tan baratos los áticos del sexto, todos los muertos procedían de allí.
-¿Los muertos?

-Sí, señora. ¿Sabe? Se cayeron por el hueco de la escalera, los muertos, o los asesinados, vaya usted a saber... aunque nunca se pudo probar nada...
En ese momento mi marido entró en el portal y subimos juntos en el ascensor. Al llegar arriba, en el rellano, le pregunté porqué no me había dicho nada de lo que sucedía en aquella planta. No me contestó, pero al ver su sonrisa torcida, el brillo sarcástico de sus ojos y al sentir sus manos posándose sobre mis hombros, supe porqué no lo había hecho.



domingo, 12 de enero de 2014

Fauna

Después de lavarse entró en la cocina, preparó la cafetera con el café, la puso encima del fuego y metió la leche en el microondas. En un pequeño almanaque abierto en el mes de febrero y colocado encima de la nevera, tachó el día en el que se encontraba, lunes, cinco. Mientras la cafetera comenzaba a borbotear, se acarició la incipiente barba blanca y bostezó. En el dormitorio, escuchó el leve chirrido de los muelles del colchón, los pasos amortiguados de unas zapatillas en la alfombra, las pisadas siseantes sobre la madera. Su esposa entró en la cocina y lo encontró desayunando. El hombre mojaba el pan en el café con leche y al llevarlo a la boca, trazaba en su barbilla mal afeitada un surco marrón claro, que acababa en pequeñas gotas sobre el mantel de cuadros verdes y blancos. Tras los cristales empañados por la helada matutina, la oscuridad moribunda era sustituida por la grisura de un cielo plomizo. Cuando terminó de desayunar, se acercó a la ventana y con un trapo limpió el vaho del cristal, hasta dejar el espacio suficiente por el que contemplar la perspectiva que se extendía ante su mirada. Seis calles articuladas de forma radial, en torno a un punto central constituido por un jardín circular. En el centro de este pequeño parque, una fuente y en torno a esta, una rotonda de bancos, detrás un anillo de parterres y por último, rodeándolo todo, setos de mediano tamaño. Una calle ancha, en la que desembocan las seis calles radiales, circunvala el jardín, a esta hora de la mañana ya concurrida de coches.
Desde su particular atalaya, el hombre sólo es capaz de controlar los movimientos de tres calles, pues las otras tres, aunque confluyen en el jardín circular, situadas bajo su punto de mira, quedan fuera de su observación, ya que dos se hallan situadas en el lado derecho del edificio donde él se encuentra y la tercera, en el extremo izquierdo.
Una vez colocado en el antepecho de la ventana, asentó los codos en el cojín, colocado allí para tal función, y enfocó los prismáticos hacia la izquierda, descendiendo en su búsqueda hasta encontrar la puerta del bar “La tregua”, en el edificio que se hallaba unos metros más allá. El hombre del espeso bigote negro y las gafas de pasta negra, primer cliente del bar, hizo su aparición por la esquina de la acera. Hoy llevaba la gabardina gris, llovería, pues las prendas que portaba aquel sujeto eran una certera predicción meteorológica. Las amplias cristaleras que recorrían toda la fachada del establecimiento y que remataban en un estrecho murete a ras de suelo, permitían ver todo el interior. Paredes blancas, una barra de madera con taburetes, que se esquinaba para dejar cabida a la puerta que llevaba a los baños y tras ella, un gran espejo rectangular, mesas y sillas, también de madera, ocupaban el espacio de losetas blancas y negras situado al lado de los ventanales. El tipo de la gabardina se sentó en uno de los taburetes y el curioso ve su espalda, pero también su imagen reflejada en el espejo. El camarero, un hombre pálido y enjuto, vestido con una pulcra camisa blanca, le sirve un café y un trozo de bizcocho. Pequeñas motas de café mojan el bigote del tipo, que saca su lengua, gruesa y blanquecina, para relamerlas, junto con las migajas del bizcocho que se quedaron adheridas. Cuando termina, deja unas monedas encima de la barra, pero antes de marcharse y mirando de soslayo los movimientos del camarero, cuando cree que no lo ve, coge un par de magdalenas colocadas encima de un plato y se las mete en el bolsillo de la gabardina. Por una de las calles de la derecha, asoma el gran cubo verde del barrendero, detrás el barrendero, enfundado en su traje azul y amarillo fósforo. Es un hombre de mediana edad, con un gran apéndice nasal, una nariz tuberosa, de patata roja con adherencias bulbosas, pegada a una cara redonda. Hoy lleva la brillante calva cubierta con un gorro de agua color verde. En la comisura de los labios cuelga un cigarro de brasas mortecinas. El hombre se detiene a la altura de la parada de taxis, aparca el carrito y apoyándose en el, comienza a hablar con uno de los taxistas, del que el curioso sólo ve su perfil aquilino, exhalando un ligero vaho blanquecino, que se disuelve a los pocos segundos en el aire de la mañana. Poco después, el tiempo empleado en fumarse otros dos cigarrillos, retoma su camino y al llegar al parque, se sienta en uno de los bancos, donde a esta hora ya está dando el sol, y sacando un arrugado periódico del bolsillo, lo abre en la página de las esquelas y comienza a leerlo. Por el jardín ya comienzan a pasar los viandantes, algunos conocen al barrendero y se detienen unos minutos. El, cuando no habla, continúa la minuciosa lectura de las esquelas, mientras la escoba y el recogedor, dejan pasar la apacible mañana sin salir del extremo del carrito donde están colocados. Ya son las diez y los prismáticos enfocan a esta hora la pizzería, situada en uno de los bajos del edificio, que se encuentra a la derecha de su puesto de observación. La pizzería “La Góndola” tiene aún la persiana de hierro bajada, pero por la acera llega la chica que la regenta. Una revuelta melena castaña, con mechas rojizas, se bambolea al vaivén de sus pisadas, guiadas por unos tacones inverosímiles. El cuerpo, de carnes rebosantes pero prietas, lucha por permanecer escondido en el vestido de lana color malva que lleva puesto. Al llegar a la puerta de la pizzería se inclina para levantar la persiana y al hacerlo, el tejido de lana moldea la forma de sus rotundas nalgas, asciende y muestra la parte superior de sus muslos rubenianos.
El padre de familia, que acaba de dejar a sus hijos en la escuela, ve la puerta de la pizzería con el cartel de abierto y entra. A los pocos minutos, el cartel pone cerrado y es que la chica de la pizzería, como el negocio no va muy bien, ofrece un striptease matinal, se libera de esas ropas que la oprimen y muestra su cuerpo libre de ataduras a los parroquianos y si estos pagan una tarifa más alta, el premio es un revolcón en la trastienda, en un pequeño catre colocado para tal efecto entre las cajas de botellas y al que el curioso accede a través de la puerta de cristal, que comunica en línea recta con un pasillo que lleva al cuartucho. En ese momento, el hombre del puesto de los churros cruza el paso de peatones en dirección al parque, se introduce en el jardín y toma la dirección de la fuente pues, en uno de los laterales, se halla un pequeño templete, imitando una pagoda china, habitáculo donde tiene su negocio , la “Churrería La Esperanza”. A la hora del recreo de la cercana escuela, los niños invaden la zona de los bancos, juegan en los alrededores de la fuente y se acercan hasta la falsa pagoda, donde se encuentra el hombre de los churros con su mandilón blanco. Tiene el pelo gris, lacio y aceitoso, con la coronilla brillante y húmeda de una tonsura forzosa, un enorme bigote daliniano de puntas enceradas y de color gris oscuro, unos ojillos aviesos que se hunden en las mejillas carnosas, unas manos de dedos cortos y gruesos, una barriga prominente y unas piernas enclenques y torcidas. Y son esas manos sebosas, las que tocan las cabezas de los niños que se acercan a comprar churros, las que descienden por sus espaldas hasta llegar a sus glúteos y su entrepierna, cuando tras prometerles una porra rellena de crema, los hace pasar detrás del mostrador de la pagoda-churrería y allí ellos se dejan hacer, pues el churrero es un señor cariñoso, aunque sude mucho y se ponga colorado cuando los acaricia, porque luego siempre es generoso y les regala porras rellenas de crema. En el camino que discurre entre los parterres, se encuentra el chico de la visera roja. Su pelo es largo, casi hasta la cintura y lo lleva sujeto con una goma, la camiseta es la misma desde hace semanas, blanca, arrugada y con lamparones, el pantalón, a la altura de las caderas, las zapatillas de deportes, rotas en la punta, y que quizá algún día fueron blancas, ahora son grises y en la mano, arrastrándola a veces por el suelo, una cazadora vaquera. De su rostro sólo se ve su barbilla puntiaguda, sus labios finos y pálidos y sus grandes orejas abiertas. Lleva la vista siempre fija en el suelo, pues se dedica a recoger las colillas que encuentra tiradas, hasta que tiene varias y se sienta en uno de los bancos que hay al lado de la fuente y se las va fumando, una por una, hasta que las termina. Cuando ya no le queda ninguna, va en busca de más y así durante toda la mañana. Alrededor de la una y media del mediodía se marcha.
Esta es la hora de la comida para el curioso, que abandona el cojín de la ventana y se sienta a comer. A veces, cuando le entra el tembleque de la mano, los fideos de la sopa se le escurren de la cuchara y le caen en el pantalón, se le quedan prendidos en la barba rala o quedan diseminados por el mantel, todo depende de la distancia de la cuchara en su recorrido hacia la boca. Su esposa,  sentada enfrente, no dice nada, pero sus ojos, azules y saltones, lo miran con aspereza. Lo mismo sucede con el resto de las viandas, hoy hígado encebollado y natillas, y cuando el hombre se sienta de nuevo en su garita, el olor fermentado y denso de los ingredientes de la comida, depositados en su ropa, lo rodean como un halo maloliente.
 El hombre envenenador ya se encuentra en el jardincillo, entre los setos y el anillo de parterres, lugar muy frecuentado para el paseo y solaz de los perros. Como ha podido comprobar el curioso, este individuo, va colocando los pequeños trozos de carne envenenada, siguiendo el riguroso orden de una imaginaria división en cuadrículas del césped de los jardines. Cuando ha terminado todas las cuadrículas, comienza de nuevo por la que ocupa el primer lugar. A veces, muy pocas, hay suerte y ningún perro se acerca por la cuadrícula envenenada, pero la mayoría de las veces, algún can después de convulsionar, queda exánime en el suelo, a los pocos minutos de haber ingerido la carne emponzoñada. En una de las tres calles radiales que desembocan en la rotonda, concretamente en la central, se detiene un BMW de color gris metalizado. Del mismo, descienden un hombre y una mujer. Ambos tienen la tez olivácea, el cabello castaño claro, los ojos verdiazules y una edad que oscila entre los treinta y los cuarenta años . El lleva un ajado pantalón de pana marrón, una sucia camisa de cuadros y unas viejas botas negras de cordones. Ella va vestida con una chaqueta de lana azul oscuro que se le ciñe a las caderas y una falda de flores desvaídas que le llega hasta los tobillos; en la cabeza, un pañuelo amarrado bajo la barbilla, por donde escapan mechones de su pelo castaño claro y en los pies, unas chanclas de goma. En una de las entradas del parque, al cobijo de una glorieta, se arrodillan en el sendero, colocan la pizarra, “tenemos cuatro higos uno está enfermo y todos pasan ambre”; ayer tenían cinco, ninguno estaba enfermo, pero todos pasaban hambre, recordó el curioso, y extienden sus manos blancas, finas y de uñas cuidadosamente cortadas. Unas horas más tarde, volverán sobre sus pasos y cogerán el mismo BMW del que descendieron. A su lado, pasa la chica del pitbull en su paseo vespertino y como todos los días, el perro, convenientemente adiestrado para intimidar a los inmigrantes, gruñe enseñando sus fauces rosadas y negras. La chica, que lo sujete por la correa, deja que se aproxime lo suficiente para que los pedigüeños huelan su aliento amenazador y después se aleja hacia el jardincillo de los parterres. Poco después, el perro se retuerce entre violentos estertores para, finalmente, acabar tendido a los pies de su dueña, perpleja por lo que acaba de suceder. Un poco más allá, por el camino que discurre pegado a la sombra de los setos, va la mujer que pasea a su marido en silla de ruedas. Hoy, la angulosidad de los rasgos de su rostro, se acentúa por el estirado moño que recoge su pelo blanco a la altura de la nuca . Colgado de su cuello por una cinta negra, confundida con el vestido, también negro, un crucifijo de plata reposa solemne entre sus escuálidos pechos. Su cuerpo de aristas, hombros puntiagudos, caderas hirientes, rodillas descarnadas, parece a punto de romper la tela del vestido. En la silla de ruedas, amarrado con una cincha al respaldo, un hombre de huesos largos y piel descamada. De vez en cuando, la mujer se detiene, mira a su alrededor y, cuando ve que no hay nadie, pellizca al hombre con saña, dejándole pequeñas tumefacciones en el cuello y los brazos, o hurga, con sus dedos de uñas largas y curvas, en las postillas que el hombre tiene en la cabeza. En la zona donde los parterres forman un denso ajedrezado, las parejas se refugian en los rincones de sombra verde, guardianes de los suspiros y las caricias, ajenos al hombre de la gabardina gris y el sombrero negro. A veces, sienten el leve crujido de una hoja, el rozar de una tela, el jadeo de una respiración entrecortada que se ahoga, pero piensan que no son sino ellos, los protagonistas de esos ruidos y continúan con sus juegos de atardecer.
Cerca de la fuente, en los bancos de la rotonda, están sentados los camellos. Llegan todos los días al atardecer y se quedan allí, trapicheando hasta bien entrada la noche. Los clientes van, regatean, compran, unos se marchan, otros se detienen y forman pequeños corrillos. Hoy también está el ama de casa, tirando del carrito de la compra, que se acerca a adquirir la droga para su hijo, en su paso hacia el supermercado al otro extremo de la rotonda. Se aleja acompañada de un comprador, un ser semejante a un pequeño saltamontes, por los saltitos al caminar, con el cuerpo inclinado hacia delante, como si de un momento a otro fuera a caerse y por su cuerpo enclenque y descoyuntado. Son las diecinueve cincuenta y el curioso, con un brusco movimiento, cambia su punto de mira y enfoca la mercería de la señora Constanza. Dentro de diez minutos cerrará y no quiere perderse la mórbida voluptuosidad de la mercera. La mercería “El hilo bailón” brilla con una luz ocre y en la cálida intimidad de los hilos y las cintas de los estantes, la señora Constanza deja pasar su tiempo apoyada en el mostrador. Está sola y su cuerpo se abandona, se moldea, adaptándose a la rigidez oscura de la madera. Sus pechos, enormes y blancos, escapan de la camisa rosa y descansan exuberantes sobre los brazos cruzados, la cintura se quiebra donde termina la recta superficie de la madera y las caderas se impulsan hacia atrás, apoyadas sobra las piernas, que permanecen ligeramente flexionadas. El curioso, perdiéndose en el canalillo de aquellos pechos rebosantes, desearía ser el joven que se ahoga entre las tetas inmensas de la estanquera felliniana y respirar el sudor limpio y antiguo de las mujeres sin afeites.
Cuando la señora Constanza se aleja por la acera ya es de noche y lo último que ve son sus nalgas, subiendo y bajando al compás de sus pisadas. Por el paso de cebra, en dirección al jardín de la rotonda, camina la mendiga de la bata de flores amarillas y azules y las zapatillas de cuadros, que le quedan grandes y  dejan al aire unos talones despellejados y sucios. Delante de ella un carrito de supermercado, con bolsas de plástico de volúmenes informes y un par de mantas de colores indefinidos. Detrás suyo, las putas, prestas a ocupar sus puestos al lado de los setos que miran hacia la calle. La negra de cabellos indomables, una escarola de rizos negros confundida con la noche, culo puntiagudo y prieto, dentro de un corto pantalón blanco y piernas largas, con unas sandalias de tacones que las hacen aún más largas. La rubia, de piel traslúcida, hoy lleva un vestido rojo intentando marcar las formas inexistentes  de un cuerpo filiforme, sin gracia. La oriental, pequeña y graciosa, con una falda rosa, muy corta y apretada, y un escueto corpiño negro, para dejar al aire parte de su abdomen, pálido y delgado. La sudamericana, de robustos volúmenes y estatura corta, lucha por no caerse de unos zapatos de salón rojos con unos finos tacones. En la acera, unos metros hacia abajo de la atalaya del curioso, la borracha del pelo rojo está apoyada en la farola Su cuerpo, en un inestable equilibrio, se contorsiona intentando mantenerse de pie. Desde su posición, el curioso ve, iluminado por la luz de la farola, los calveros del cuero cabelludo de la mujer que desciende, en forma de finos mechones rojos mezclados con hebras grises, hasta la altura de sus escuálidos hombros. Comienzan a caer gruesos goterones y el trozo de acera iluminado se llena de violentos lunares oscuros.
El hombre mira la hora, las veintidós, y bosteza sin ganas, como si un acto tuviera irremediablemente como consecuencia el otro, luego palpa la bolsa de orina, sujeta en la pierna con una goma y comprueba que está llena, a punto de rebosar. Coloca sus manos sobre las ruedas de la silla, se gira, da la espalda a la ventana y con otro impulso de sus manos avanza hasta el pasillo. Pasa por delante de la puerta del salón en su camino hacia el baño. Su mujer está sentada viendo la televisión, con sus fofas y blancas carnes, sólo cubiertas por una exigua enagua beis, desparramadas por el sofá. Se detiene y le dice algo, pero su voz queda aplastada por el griterío mujeril que sale de la pantalla. 

lunes, 6 de enero de 2014

Un café amargo


El agudo sonido del despertador martillea tus oídos. Sacas un brazo del embozo y sientes frío. Te molestan los ronquidos de Juan y antes de levantarte le das un codazo en las costillas para que se calle. Pero ¡qué bruta eres! ¿Es que no puedes hacer “chic, chic” como todo el mundo? –te dice Juan malhumorado porque lo despertaste- Se da la vuelta y a los dos minutos, cuando aún no has terminado de vestirte, vuelve a roncar.
 A esta hora de la mañana la luz del espejo del cuarto de baño es despiadada; las arrugas de la frente, las ojeras, las líneas de expresión a los lados de la boca, las mejillas flácidas, la raíz blanca del pelo que te recuerda que tienes que ir a teñirte… Te lavas la cara y con parsimonia la untas de crema, te maquillas, sólo un poco de colorete y rimel en las pestañas.
En la cocina te tomas el café de pie. Aunque le echaste tres cucharadas, como todos los días, hoy te sabe amargo. En la puerta de la nevera un imán sujeta una cuartilla blanca con un mensaje. Es la letra de Juan.  “Ayer a eso de las once llamó Alberto. No puede venir este fin de semana porque tiene mucho trabajo. Que lo siente y que quizá para Navidad. Luego llamó Sonia y, como siempre, que necesita dinero. Te acostaste tan temprano que no quise despertarte para decírtelo.” El regusto ácido del café te sube por la garganta.
  En la calle miras el reloj. Te retrasas dos minutos. Cualquier percance y no cogerás el metro de las siete treinta y cinco. A la entrada de las escaleras el mendigo sin brazos de todos los días. Bajas corriendo y un olor mezcla de carburante y humedad caliente se te mete en la nariz. El indicador luminoso del andén marca la hora: las siete treinta y tres, todavía faltan dos minutos. Te sientes agotada y decides sentarte en una de las sillas de plástico rojas que en ese momento queda libre. Allí sentada te vienen a la cabeza los ronquidos de Juan, los turnos de trabajo, tu rostro reflejado en el espejo del baño, las excusas de tu hijo, los saqueos de tu hija, el mendigo sin brazos, la silla de plástico roja, el olor a carburante... Bajo tus pies sientes las vibraciones del tren que se acerca y el gusto acre del café llega hasta tu paladar. Lo último que oyes es el chillido penetrante de unas ruedas de hierro clavándose en los raíles.