martes, 25 de febrero de 2014

Liberación


La tradición judaica cuenta que Lilit fue la primera mujer de Adán, creada antes que Eva. Lilit se negó a someterse a él y pronunciado el nombre de Dios, se alejó volando. 

Primero fue un vaso estrellándose contra la pared, luego un enérgico taconeo, después un violento portazo. Desde la calle, Lilit miró a Adán asomado a la ventana y antes de enfilar la calle, soleada e infinita, le dijo:
-¡Eres un jodido machista hijo de puta!
En el edificio de enfrente, Eva, asomada al balcón, sonreía a Adán mientras comía una manzana.

lunes, 24 de febrero de 2014

Los cuervos



Llegó al pueblo un atardecer lluvioso del mes de noviembre, como todos los atardeceres del mes de octubre, noviembre y buena parte de diciembre, desde que el mundo era mundo. La calle permanecía vacía, todas las ventanas y las puertas de las casas estaban cerradas y mientras atravesaba la calle principal, subido en el mulo, nadie se asomó a ver quién llegaba. Había tardado quince días en llegar, una semana recorriendo la meseta helada y estéril y otra, atravesando las rudas montañas del puerto, grises y brillantes durante el día y azules y metálicas a la luz de la luna. Cuando coronó la cima, el verde brumoso del valle que se extendía a sus pies entró por sus ojos, sólo acostumbrados a los colores de las tierras sin lluvias interminables, y emborrachado por aquella visión, al igual que su mulo, sintió que caía por el abrupto sendero del desfiladero. Lo despertó la humedad de sus huesos, empapados del rocío del prado sobre el que estaba echado. El ruido de una piedra, al caer por la ladera, lo hizo mirar hacia arriba y vio buitres en las oquedades de las rocas y bandadas de cuervos que revoloteaban formando círculos. Descendió por la quebrada, seguido por el graznido ronco de los pájaros y guiándose por el retorcido curso del río llegó a su destino. 
Cogió una casa en la parte más alta de aquel pueblo de calles empinadas, de casas mudas con paredes que nunca calentaban, encaramadas en la ladera del monte, de ojos amarillos de perros mitad lobos mitad perro, que acechaban, sin ser vistos ni oídos, en las esquinas; de olor a ceniza mojada y silencios que golpeaban como piedras. 
Una mañana de cielo gris y plomizo salió a pasear. Cogió el camino que conducía a las brañas de verano y, un poco antes de llegar, vio unas siluetas, perfiles de pájaros que bailaban formando circunferencias, en la pared cenicienta de una gran roca. Los cuervos aleteaban sobre un cercado de piedras, donde se hallaba un pastor con su perro y un rebaño de ovejas.
-Buenos días. Triste mañana la de hoy. ¿No le parece?
-Sí. Aquí siempre es así. El cielo gris y la lluvia. Sólo cambia cuando llega la tormenta.
-¿Tormentas?
-Sí. Cuando vea que vienen, cuídese de ellas. No deje que lo cojan. Si lo hacen, no saldrá vivo.
-Y ¿cómo sé cuándo vienen?
-Primero es un calor húmedo que se pega a la piel, luego el viento que gime entre los peñascos, los animales se alborotan y huyen para buscar cobijo, y de repente, llega. Un atardecer de primavera nos pilló en el monte, a los animales y a mí, las rocas retumbaban, el cielo se volvió morado; corríamos y corríamos, pero un rayo nos perseguía, hasta que nos alcanzó.
Una semana más tarde, cuando la neblina aún no había bajado de los picos de las montañas, vio a los cuervos sobrevolando un pequeño prado pegado a los riscos del monte. Se encaminó hacía allí y sentada en una piedra había una joven de cabellos rubios, recogidos en dos trenzas que le llegaban a la cintura. Vestía ropas negras que resaltaban la blancura de su piel y tenía en sus manos una labor de costura. Detrás suyo los restos calcinados de una casa y rodeándolo el olor a cenizas húmedas de niebla y la fresca fragancia de la hierba recién cortada.
-Buenas tardes señorita.
-Buenas tardes.
-Este olor a hierba cortada ¿de dónde viene? No veo por aquí cerca más que el ralo verde de esta pradería.
-Soy yo señor. Incluso después de que pasara lo que pasó, dicen que sigue oliendo así.
-Y ¿qué sucedió?
-Fue durante la guerra, una mañana del mes de mayo. Mi madre estaba cocinando en la casa y mi padre, que era carpintero, trabajaba en su taller. Yo estaba aquí mismo, cosiendo, como ahora me ve. Ese día el cielo era azul, no como ahora que todos los días son grises. De repente vi las sombras de unos pájaros enormes y con las alas muy abiertas, que volaban en círculos, sobre el prado. Y después las bombas, una detrás de otra y ya no supe más, sólo este olor a hierba recién cortada que nunca desapareció.
Pasaron los días, los meses y los años en aquel pueblo de mañanas con cielos color piedra que se fundían con las rocas que lo rodeaban, de tardes teñidas de niebla que se colaba por las puertas y ventanas y a partir de octubre y hasta mediados de diciembre, durante el atardecer, la lluvia que, desde que el mundo era mundo, estaba allí. La hiedra que subía por la paredes de las casas se comía implacable los vanos abiertos, las manzanas se pudrían en los árboles de las huertas y el hedor ocre de la putrefacción enrarecía el aire, el monótono fluir del agua desgastaba las piedras del río dejándolas llanas y pulidas, el eco de las puertas crujiendo en sus goznes oxidados turbaba el silencio y el olor a moho y a fuego que se volvía cenizas mojadas, flotaba en el aire. 
Al fondo del valle, donde comienza el desfiladero que lleva al puerto, los buitres que bajan y vuelven a subir con los despojos de un viajero y su montura y un poco más allá, esperando, los cuervos.