viernes, 20 de junio de 2014

La mano


La mano, surcada de pequeñas arrugas y diminutas venas azules, se posa en la roca y lentamente, con cierta delectación, se desliza por su superficie irregular hasta que llega a un pequeño pocillo de agua. El mar dejó una minúscula parte de sí misma en aquella hendidura y la mano rugosa se hunde y disfruta de la frescura salada.
 Una liviana ola de espuma cubre, sin el menor atisbo de vehemencia, la roca y es ahora una pequeña mano, suave, rosada y regordeta la que intenta coger en el hoyo un insignificante cangrejo que, al sentir el movimiento ondulante, inicia una peripatética huida. La mano sale del agujero cuando siente una voz que lo llama y al mirar hacia atrás, recortada en la tarde caliginosa de arena blanca, una mujer con un bañador rojo.
El hombre vuelve la vista hacia su mano que se balancea sumisa en el tierno remolino que ha dejado la ola. En la playa la soledad de la brisa, la arena aún ingenua en la mañana de primavera y en el hoyo sólo el agua y la mano azulina.

Vistas



El sol se reflejaba en sus cristales de laguna verdiazul y hacía que brillaran entre las hojas secas del camino. Extraviadas por alguien o quizá abandonadas, tenían la patilla derecha seccionada en dos, bien pudiera ser por un pisotón tras la pérdida o ya rotas, posteriormente confiadas a su suerte de objeto inservible. Desde sus ojos de diáfana opacidad veían pasar el singular desfile de un mundo contemplado a ras del suelo; playeros desgastados, tobillos desnudos, pantalones ajustados, acampanados; tacones repiqueteantes, suelas sigilosas, medias estranguladoras, patas peludas, unas de trote cansino y otras de brincos locos; rincones efímeros al paso de faldas voladizas, nubes viajeras azules, grises, algodonosas; un cielo azul, lluvia fina que limpia el polvo del día, goterones, una hormiga que sube por su montura plateada y se desliza por el tobogán vidriado, la luna creciente que a la noche siguiente, llena y redonda ilumina las sombras de las copas de las árboles, y la última visión aterradora, en un amanecer de horizontes naranjas, de una suela negra de prominentes relieves cuadriculados. 

Clones



Estaban sentados en la sala de espera, aséptica y funcional. Sillas ergonómicas de madera clara, ventanales amplios que mostraban un paisaje de cielo gris y casas diseminadas por praderías de distintas tonalidades verdes. El anciano tenía la frente abombada, los ojos pequeños y muy juntos, prestos a alcanzar una nariz aguileña que se curvaba en su tramo final hasta casi tocar el labio superior. El cuerpo, cruel remedo de lo que en un tiempo fue, permanecía encogido con las manos temblorosas apoyadas en la empuñadura del bastón. En la silla de al lado, su esposa, con la misma predisposición en la frente al abombamiento y cierta curvatura al final de su nariz chata, como un pequeño pedúnculo, un colgajo que linda con el borde del labio. También inclinada hacia delante, sus manos buscan cobijo en su regazo y la cabeza a veces cae desmayada, con la barbilla bamboleante en un inestable equilibrio. Quizá los años mirándose día a día, compartiendo los espejos y los reflejos en los charcos, metamorfosearan sus rasgos primigenios y los fueran modelando tan parecidos y semejantes. Suena un pitido y en la pantalla negra, situada al fondo de la sala, aparece la fosforescencia de un número. El hombre se levanta y con pasos cortos y penosos se dirige hacia una puerta. Detrás, como un caracol vencido, ella le sigue.