jueves, 15 de enero de 2015

"Salvación"




Cuando el juez le preguntó por el motivo que le había llevado a actuar así, contestó:
-Porque ella me lo pidió.
Salomón Castillejo Medialuna era hijo de Silverio Castillejo y Engracia Medialuna. Había nacido una tarde de noviembre de aire caliente y brumoso que se metía entre los dientes como una papilla y estiraba las ramas de los árboles hasta que gritaban agónicos y los lugareños recuerdan que tenían que taparse los oídos para no escuchar aquellos lamentos. Decían, que este aire sofocante, poco propio de aquel mes, era el que había hecho que Salomón fuera como era. Nada más nacer tuvo a todos los que habían asistido al parto, a la partera local, su abuela, dos hermanas de su abuela y dos mujeres vecinas de la casa familiar que estaban en la habitación, y tras la puerta, a su padre, su abuelo y y algunos vecinos en el patio exterior de la casa, esperando a que diera su primer grito, llanto o quejido. Pero Salomón tardó diez minutos en proferir el ansiado chillido con el que celebraba o lamentaba su venida a este mundo. Y con la misma tardanza con la que ejecutó el primer acto de su recién estrenada vida continúo el resto de su existencia. Cuando todos los niños de su entorno comenzaban a gatear, el continuaba en su cuna, boca abajo, con la cabeza escondida en la almohada y cuando su madre lo ponía boca arriba, estiraba los brazos y las piernas y como una araña a la que volteas y menea desesperada sus patitas para volver a su posición, así estaba Salomón. Cuando otros comenzaban a caminar el se deslizaba como un reptil, incapaz de levantar su cuerpo gordezuelo sobre las rodillas y cuando los demás trepaban a los árboles, daba sus primeros pasos agarrándose a todo lo que encontraba. No habló hasta que tenía cinco años y su primera palabra fue “salvación” pues los padres de Salomón, evangelista convencida su madre y por necesidad su padre, llevaron al niño desde su nacimiento a los sermones que daba este, pastor evangelista, a la reducida comunidad que subsistía en un enclave católico. Porque el progenitor de Salomón, católico por nacimiento, asumió la nueva fe como requisito para su boda con Engracia, hija de un pastor evangelista sin hijos varones y que, a falta de descendiente heredero de la tradición, depositó su legado en aquel pobre de espíritu y de peculio que un día llegó al pueblo buscando trabajo. Silverio, seducido por las carnes jóvenes y arrogantes de Engracia que actuaron como reclamo para continuar la tradición paterna, que a su vez ya provenía del padre de su padre y se perdía en los vericuetos de la genealogía, aprendió pronto el oficio y cómo no daba para el mantenimiento de la familia, pues el número de fieles era escaso, era compartido con la venta de Biblias a domicilio.
Y así, entre sermones y acompañando a su padre a vender biblias cuando pudo caminar con cierta soltura, llegó Salomón a la adolescencia. Era un joven pusilánime y sumiso, de cuerpo pequeño y regordete, ligeramente paticorto, de carnes rosadas y mantecosas como su madre, cuello ancho y corto, cabeza redonda y ojos saltones de un azul desvaído. Con los años el acné purulento de la pubertad fue sustituido por los agujeros que le quedaron después una viruela tardía. A los veinticinco años y tras la repentina muerte de su padre de un cáncer de páncreas se hizo cargo del negocio de la venta de Biblias y no así del oficio de pastor, pues entre la desgana paterna para hacer proselitismo de las enseñanzas evangélicas y la avanzada edad de los escasos fieles, la comunidad prácticamente había desaparecido.
Y lo que debería haber seguido el curso normal de los hechos, bajo la férrea mano de su madre y el natural carácter dócil y apocado de Salomón, siempre acostumbrado a la obediencia, se torció una lluviosa mañana de invierno, cuando tocó el timbre de una puerta del sexto piso de un edificio situado en un barrio de calles con esquinas que hedían a meados, tendales de ventana a ventana, escaleras que olían a moho y verduras y gritos de mujeres ahítas de hastío y mugre. Le abrió una mulata culona y grande que le sacaba una cabeza, vestida con una enagua de encajes negros, los pies descalzos y el pelo rizado y negrísimo cayéndole sobre los hombros desnudos. Salomón, acostumbrado al placer solitario y culpable, cuando por primera vez se miró en otros ojos mientras era llevado a mundos desconocidos, decidió, a partir de ese día, hacer todo lo que Proserpina, que era el nombre de la mulata, una congoleña que había dejado cuatro hijos en su país y que alternaba los oficios de limpiadora y puta, le pidiera. Abandonó el negocio de la venta de biblias y se pasaba los días esperando en el portal maloliente de la mulata, a que ésta terminara sus citas. Su madre, al conocer la relación y la quiebra del justo destino de su único hijo, lo amenazó con las penas del infierno y el castigo eterno, pero Salomón, dispuesto a seguir los pasos de Proserpina, decidida a volver al Congo con sus cuatro hijos, le pidió la parte correspondiente a su herencia. Engracia le dijo que antes muerta que ver su dinero invertido en aquella puta y Salomón, obediente y dócil, como ella le había enseñado, actuó en consecuencia y cogiendo una biblia la golpeó concienzudamente en la cabeza, hasta que las manos de su madre, prendidas como garras a su cuello, se soltaron.