martes, 24 de marzo de 2015

Colores

En las urgencias del hospital son las cuatro de la mañana. El médico entrega un sobre a la enfermera:
-Dele este sobre con el informe de alta al hombre de color que está en la sala.
La enfermera se dirige hacia allí y se encuentra a tres hombres. Uno de mediana edad y tez amarillenta que la mira con ojos cirróticos, otro joven y negro que da cabezadas de sueño y un tercero, un viejo borracho de rostro rojizo y granujiento que sentando en una silla de ruedas balbucea frases incoherentes.
-Doctor -pregunta la enfermera- ¿a quién entrego el informe? ¿Al amarillo, al negro o al rojo?

sábado, 21 de marzo de 2015

Terrones de azúcar



Las ranuras de las persianas metálicos dibujaban sombras horizontales en el suelo de la habitación. La tarde se arrastraba pegajosa entre el olor a orines y la letanía monocorde de una televisión que nadie escuchaba. En la gran sala, los residentes, diseminados, olvidados unos de otros, dejan pasar un día más o un día menos. Engracia llama todas las tardes a su marido muerto hace ya diez años, Antonio golpea el suelo con el bastón reclamando la atención de Marina, que duerme con la cabeza colgándole sobre el pecho, Hilario hace equilibrios en el borde de la silla y se balancea, hacia adelante y hacia atrás, mientras repite, “lunes, martes, miércoles”, dos, tres, cuatro, cinco veces, ni se sabe, pero en realidad no importa, pues nadie lo escucha; Carlota, con su flácida humanidad repantigada en el sillón y sujetando con su mano derecha el tembleque de su mano izquierda, intenta conversar con su vecina de asiento, Menchu, concentrada en enrollar, para luego desenrollar una madeja de lana rosa; Silvina, coqueta y menuda, acaricia con sus manos finas y traslúcidas el pelo de la muñeca que tiene en su regazo; Manolo recorre a trompicones el corto espacio que va desde la puerta de entrada a su sillón favorito, pues su medio cuerpo vivo arrastra a su otro medio cuerpo muerto. Y los demás, unos sentados, otros en sillas de ruedas y los menos, en el precario equilibrio de un bastón, un par de muletas o un andador, repiten gestos, sonrisas babeantes, miradas perdidas, bostezos soñolientos, rictus incontrolados y soledades.
Lucía entra en la sala y busca con la mirada a Delia. En una esquina, entre el aparador y el ventanal, se halla la anciana de cabellos níveos recogidos en un pequeño moño a la altura de la nuca. Está sujeta a la silla de ruedas con una cincha y aún así, su cuerpo desmadejado se bambolea hacia delante. Cuando ve a Lucía, sus ojos, hasta ese momento yertos, brillan, la mano derecha tiembla y su boca se pierde en un sonido mudo. Lucía saca del bolsillo de su bata dos terrones de azúcar. Los parte en pequeños trozos y de uno en uno los va colocando en la boca sin dientes. Delia cierra los ojos y pega la lengua con fuerza al paladar para que se derrita rápido. Estimulada por el dulce que se cuela en sus papilas gustativas, es transportada a un pasado con sabor a golosina, donde es su madre la que abre la mano y le enseña el terrón de azúcar, el de todos los domingos, el postre ganado para su hija con el sudor ágil de sus dedos de costurera y luego, es ella la que pone, entre los dedos sedientos y sonrosados de su hijo, el trozo de azúcar que él desmenuza, para luego chuparse los dedos pegajosos y dulces y la tarde se le inunda con la sonrisa congelada en sepia de aquel bebe que nunca llegó a ser adulto.
-Pero Lucía ¿para qué le das terrones de azúcar? ¿No ves cómo se está poniendo?
-Déjala, pobrecilla. ¡Qué más da como se ponga! Mira la sonrisa que tiene. 
Un reguero de saliva azucarada se desliza por su toquilla malva mientras abre su boca llena de recuerdos para que Lucía le introduzca otro terrón. 

miércoles, 18 de marzo de 2015

Extraños en un tren





La mujer, joven y ceñida por unos vaqueros y una camiseta, estaba sentada en el asiento pegado a la ventana. Un hombre de mediana edad y traje de chaqueta se subió al tren y se sentó enfrente. La miró con detenimiento, desde la raíz del pelo hasta las uñas de sus pies pintadas de rojo sanguinolento. Ella se fijó en el turbio bulto que había entre sus piernas. Cuando la mujer se levantó, el hombre la siguió. Ahora, en el pasillo, un pasajero espera impaciente para entrar al WC.  

lunes, 16 de marzo de 2015

Secuencias



"A partir de cierta edad toda modificación que uno descubre en el entorno adquiere un carácter de agravio, una dolorosa mutilación personal." (Sergio Pitol)

Pasas todos los días delante de la casa, sin detenerte, siempre por la acera de enfrente y de reojo miras hacia la ventana del balcón, intentando encontrar a la mujer detrás de los visillos grises. Porque en el gesto que busca esa ausencia del rostro ajado y enjuto, enmarcado por unos desconcertados cabellos grises y canos, no hay sino la añoranza de un pasado que no fue ni mejor, ni peor, sólo pretérito irrepetible y por eso te resulta tan doloroso. La desaparición de las cortinas aprisionadas tras las contraventanas, el patio pegado a la casa invadido por las hierbas y donde ya no ladra ningún perro, el rótulo del comercio que había en la planta baja y que hace años fue borrado de la fachada con una mano de pintura, están ya en el olvido; y en su interior, presientes la humedad y el frío de las habitaciones, el moho comiéndose a dentelladas los rincones sombríos, la oscuridad invasora de vivencias y la inexistencia del latido que tienen las casas vividas.
Hoy estás delante de la casa con tu cámara de fotos y enfocas el objetivo para captarla en su totalidad, con los árboles del invierno que te recuerdan a muñones descarnados. Y en ese momento fugaz, en el que tu dedo aprieta el botón del disparador, ves que el visillo gris de la ventana se abre y la mitad del rostro de Amelia, la menor de las tres hermanas, la que se quedó viuda con una hija cuando apenas llevaba un año de casada, aparece y luego es su mano la que corre la cortina, y ella, aún tiene la mirada dulce y el pelo recogido en un moño y no aquellas greñas entrecanas y la mirada perdida de los tiempos en que se quedó sola en la casa. Tú no estás de buen humor porque tu madre, como todas las mañanas del verano desde que estás de vacaciones, te envía a la compra. Son las doce del mediodía de un jueves de julio mustio y pegajoso y con un pequeño palo escarbas, en la tierra del jardín, el agujero por donde unas hormigas corren prestas a esconderse. Oyes la voz de tu madre que grita desde la cocina.
-Tienes que ir a la tienda. Necesito azafrán en hebra, un tubo de hilo blanco y un kilo de azúcar.
-¿Otra vez? Si ya fui ayer.
-Ya, pero hoy no es ayer.
-Es que son unas pesadas, siempre tardan mucho y yo quiero jugar y...
-¡Deja de protestar y vete de una vez que necesito el azafrán para el arroz!
Y desde la acera de enfrente, en el balcón, Amelia te mira risueña porque ve tu cara enfadada y tus puños cerrados golpeándote las caderas en un gesto de fastidio. Cruzas la calle y subes los tres escalones, pero antes de entrar, pegas tu nariz en el cristal del batiente de la puerta que permanece cerrada, a la altura del anuncio de “La Casera”, para mirar la gente que hay dentro. Entras y te apoyas en el mostrador de madera pulida y brillante por el roce. Julia, la hermana mediana, soltera y que aún no ha cumplido los cincuenta años, pero que para ti ya es vieja, te ve y se dirige hacia ti.
-¿Qué quieres?
-Azafrán en hebra, un tubo de hilo blanco y un kilo de azúcar.
Diligente te da el azafrán en hebra, pero ya sabes que, respondiendo a una peculiar técnica comercial, el resto de los productos que has pedido no te serán entregados hasta más tarde y como no puedes marcharte, porque el pedido de tu madre no está completo, te sientas en el banco de madera verde descolorido, a la derecha de la entrada y haces compañía a la señora gorda del vestido de tirantes azul, a la anciana de la bata de cuadros, a la chica de la minifalda y al obrero del mono azul que ya hicieron su primer pedido. En el mostrador un albañil joven es atendido de forma intermitente por Julia y por la hermana mayor, Margarita, que con casi sesenta años, a tus ojos, es ya es una anciana decrépita. Ambas corren azoradas de un lado a otro del mostrador en busca de no se sabe qué y cómo te aburres, te fijas en lo que te rodea. La máquina registradora de latón labrado con el cajón de madera, los botes de cristal con caramelos, los estantes pintados de color verde, en el frente, con comestibles y a la derecha con hilos, lazos de colores, cajas de botones, de medias, bragas, enaguas, sábanas, toallas y la gran escalera de madera apoyada en los estantes; en el techo, colgados de cuerdas, cubos de plástico, cestas de mimbre, escobas, fregonas. A la izquierda, estaba el biombo que separa el habitáculo de la contabilidad, pues ahí se sentaba el hermano menor, todos los días, a la una y escuchabas el teclear de la máquina, y a veces aparecía detrás del mostrador aquel hombre de pelos ralos y rubios, con gafas redondas y siempre muy atildado, para preguntar a las hermanas por esto o por aquello y de nuevo el teclear de la máquina, y también el retrato de Franco, que un día presidió el lugar más alto del estante frontal, estaba ahora tras la mampara, pero aún se podía ver el torso barrigudo de aquel general pequeño y moreno. De vez en cuando, Julia y Margarita te preguntan que si quieres algo más, y poco a poco, con una media de diez minutos o un cuarto de hora que demoran en dártelo, logras completar tu encargo. Y entonces sales con una sonrisa a la calle, la misma que tienes ahora, pero que desaparece cuando, a medida que tu dedo va soltando el botón del disparador, aparece el rostro triste y ajado de Amelia tras los visillos sucios del balcón y finalmente, al despegar tu ojo del visor, sólo está la casa con las contraventanas cerradas, el patio vencido por la maleza y el silencio despojado de la tarde de invierno.