jueves, 9 de abril de 2015

No mires atrás


Rosa no volvió la cabeza para mirar a su madre sentada en el tocón de madera a la puerta de la casa de paredes encaladas en un gris sucio y comidas a desconchones de pobreza. No la vio con la mirada perdida en el infinito de aquella mansedumbre inmemorial, con las manos nervudas y morenas apoyadas en las rodillas huesudas, que un vestido harapiento y roto apenas tapaba. No pudo ver a los perros famélicos peleando por un trozo de hueso roído, ni a a los cuervos revoloteando en círculo, en el cielo inclemente y sudoroso, sobre los restos despellejados de un esqueleto, ni a los niños de rostros sucios, piernas torcidas y barrigas morenas que espantaban las moscas en la pesadumbre inquieta de la tarde. Sólo podía ver la pista de barro que se extendía ante su vista, con el cerro ocre al fondo cortando la llanura inmisericorde y los espejismos de la canícula en el páramo alejándose de sus pasos.
Recorrió sendas y carreteras, unas arboladas, otras áridas, solitarias, pobladas por coches o por otros como ella. De día caminaba y nunca miraba hacia atrás, la vista fija en lo que divisaba más lejos, presta a alcanzarlo, para no decaer, para no rendirse al calor, a la sed, a la desesperanza, al miedo. De noche, escondida en los matorrales de las cunetas, dormía sueños inquietos apretando contra su pecho el escueto hatillo de unas pocas monedas, un vestido, una chaqueta y un par de mudas de ropa interior. 
Al quinceavo día llegó a Chiapas y preguntando aquí y allá encontró la estación y al llegar al lugar, se apoyó en el estrecho hueco de la pared maloliente entre otros que, como ella, esperaban la llegada de “La Bestia”. El cansancio se le metió en la piel y en los huesos y se quedó sentada en el suelo polvoriento, con las piernas extendidas, sucias y rasguñadas, el pecho hundido y triste, apenas palpitante y las palmas encallecidas y blancas de sus manos morenas, abandonadas sobre su mísera falda de diminutas flores azules. La máquina entró en la estación, poderosa y terrorífica, hiriendo el murmullo lastimero del atardecer con el chirrido de sus ruedas sobre los raíles ardientes. Peleó y trepó por las ventanas hasta encaramarse al techo y cuando el tren arrancó con un bramido de bestia enfurecida, tuvo que agarrarse fuerte a las traviesas de hierro para no caer. A las pocas horas los manos y los brazos se le entumecieron por el esfuerzo de la postura, pero el temor a caer en los vaivenes o en las curvas le impedían soltarse, hasta que poco después, ya no sintió nada; no tenía brazos, ni manos y las piernas se le hormigueaban. A la salida de una curva el tren se detuvo y hombres que salían de la maleza subieron al tren. Dinero, pedían dinero y ella les dio un poco y como era poco y viajaba sola, la desnudaron, y la palparon, como a los caballos y varios de ellos, uno detrás de otro, la violaron, pero ella, acostumbrada al forzamiento desde que un tío suyo se fijara en aquellos pezones que despuntaban lentos en su camiseta, cerró los ojos y sintió como su cuerpo, de cintura para abajo, se le iba quedando dormido. Cuando los abrió, el cielo azul oscuro, preludiando una noche sin estrellas, le pareció tan bello que deseó quedarse allí para siempre. 
Y así se sucedieron los días interminables, las noches de gritos agónicos, los asaltos, la violencia, el miedo, hasta que se quedó sin dinero y un día, como ya no tenía nada que darles, ni que ofrecerles, la apalearon y como pudo, volvió a subirse al tren, pero sus manos ya no podían agarrarse y cuando se aproximaban a la boca negra de un túnel le dolían tanto que se soltó y al salir el tren a la claridad, sobre el techo sólo quedaba el hatillo de Rosa.