lunes, 18 de mayo de 2015

La duda



- ¿Usted cree en fantasmas?
- Yo no -respondió el otro-. ¿Y usted?
-Yo... ¿Sabe? Tengo dudas.
- ¿Dudas? ¿Cómo puede ser eso? O se cree o no se cree.
- Es que... Yo me miro en el espejo y no me veo
- ¿Qué no se ve? Pues yo lo veo perfectamente.
- Pruebe, pruebe a tocarme y así saldremos de dudas.
- ¡Pues así sea! Y no sólo lo tocaré sino que también lo pellizcaré -le dijo el otro con un mohín de enfado.
- ¡Venga! ¡Venga! ¡Acérquese y toque!
- Pero... ¿Qué es esto? -gritó el otro mientras se precipitaba en el vacío que se abrió a sus pies. 

jueves, 14 de mayo de 2015

Olor a mantecadas



El zaguán estaba oscuro y olía a humedad y vejez. Era una tarde de verano del mes de julio y el calor neblinoso del día se hallaba aún escondido entre las sombras. Mi madre y yo subimos la escalera de madera que llevaba al primer y único piso y que, sin transición, nos introducía directamente en la cocina de suelo de madera clara sin barnizar, limpio y aún oliendo a lejía. En una esquina, en la silla de mimbre, estaba Luisa, con las manos grandes y rojizas entrelazadas sobre el regazo cubierto por un mandil de cuadros. Era la segunda de las tres hermanas, parientes lejanas, primas en tercer o cuarto grado de mi abuela y vecinas, pared con pared de la casa de esta. Era una mujer afable y servicial que se había pasado la vida entre aquellas paredes, cosiendo, fregando y cuidando de sus padres cuando se hicieron mayores. Al vernos aparecer se levantó y sin mediar palabra, como si supiera a lo que veníamos, nos precedió y nosotras seguimos sus pasos cortos y morosos y su cuerpo encorvado y enjuto, hasta la sala de donde partían las habitaciones. Antes de entrar al dormitorio de la moribunda, en voz muy baja, nos previno.
-Está muy malina. Ya no conoce a nadie. El médico dijo que no pasaría de esta noche.
Mi madre no dijo nada y entró en la habitación. Yo la seguí, curiosa y asustada por aquel silencio pesaroso y las miradas cómplices que no entendía.
El cuarto era pequeño y se hallaba en penumbra. Al entrar, la pequeñez se convirtió en una angostura desasosegante por el color verde de las paredes, el tono oscuro de la madera de los muebles y la profusión y tamaño de los mismos para un espacio reducido; una cama grande pegada a la pared, un armario de tres cuerpos con espejo, la mesita alta con tapa de mármol y la alfombra de flores desvaídas. A los pies de la cama estaba María, la hermana pequeña, también soltera y a decir de mi abuela, la única que había tenido un pretendiente, pero que no llegó a casarse porque aquel novio la abandonó por otra más rica. De resultas de aquella historia le quedaron un ajuar mohoso guardado en los cajones de la cómoda de la sala, una amargura que le agrió el carácter y una apatía que la sentaba en la silla de la galería, al caer la tarde, a mirar muy quedo la calle. En aquella época aún conservaba carne en las mejillas, la piel blanca y sonrosada, el pelo entrecano, pero ya con más mechones blancos que negros y los ojos muy azules.
En la cama, hundida en el colchón de lana y tapada hasta el cuello por una colcha granate de la que asomaba el embozo de una blanquísima sábana blanca, estaba Elvira. Más muerta que viva, con el rostro ceniciento, las mejillas ausentes, pues sólo piel apergaminada se pegaba a las encías desdentadas, los ojos cerrados y el cuerpo mísero, me costó reconocer en aquella máscara gris y descarnada a la mujer alegre del moño blanco y delantal de flores que trajinaba entre las ollas, la cocinera de aquella casa, la hacedora de las mantecadas. Supe que ya no subiría más corriendo las escaleras, atraída por el olor que llenaba el aire cuando se cocían en el horno, ni ella me recibiría con regocijo, ni volvería a ver su rostro burlón y risueño ante mi impaciencia para que se enfriaran rápido, ni en mi boca volvería a fundirse la masa dulce y pastosa, aún templada, ni nos sentaríamos luego juntas para acariciar al gato negro que dormía holgazán en el peldaño del hórreo, ni me tocarían más esas manos aún fragantes a manteca, harina y azúcar. En aquella casa sólo me quedaba el olor a lejía de las manos de Luisa y la resentida melancolía de María. Salí del cuarto y atravesando la cocina llegué al paso de piedra que llevaba al hórreo. En los peldaños de madera aún daban los últimos rayos del sol, pero el gato no estaba allí. A la derecha y desde aquella altura podía ver el prado de la casa de mi abuela y pensé que quizá estuviera escondido entre las hierbas altas, o tal vez, a mi izquierda, en el jardín de la casa del otro lado, la de la señora Dolores, debajo del banco de madera o entre los arbustos floridos. Volví a la cocina donde ya se hallaba mi madre despidiéndose de Luisa y María. Bajamos las escaleras y en el zaguán en penumbra, debajo del hueco de la escalera, me pareció ver la sombra de un gato. No volvería a verlo a nunca más.  

martes, 5 de mayo de 2015

Antonia y las letras


En la pequeña aula de paredes amarillas y pupitres de madera clara sólo se oye el respirar afanoso de las alumnas que, inclinadas sobre sus cuadernos, escriben la frase que su profesora ha dejado escrita en el encerado, “La campesina llevaba al mercado una cesta con verduras”.
Irene, sigilosa, vigila, desde las espaldas de sus pupilas, la labor. Al llegar a Antonia se detiene. 
-Muy bien Antonia. Está perfecto. Ahora tienes que escribir la historia que nos contaste la semana pasada.
-Ay no señorita. Eso me llevaría mucho tiempo.
-Es igual Antonia. Eso no es problema. Todos los días un ratito aquí y otro en casa, escribes tres o cuatro líneas. Mira, si quieres puedes empezar ya.
Y Antonia vuelve a coger con fuerza el lápiz porque tiene miedo de que se le escape, como le pasaba al principio, cuando aprendió a trazar aquellas letras toscas y grandes entre las rayas de la página blanca, y empieza a escribir el relato de esa vida suya que una tarde les contó a sus compañeras de taller. 
Corrían los años cincuenta, no recuerdo muy bien si fue el cincuenta y dos o el cincuenta y tres, los números no me los sé muy bien y se mezclan en mi cabeza. Vivíamos en una aldea cerca de Monforte de Lemos, en Orense. Allí nací yo, según decía mi madre, una noche de tormenta en la que parecía que el mundo se iba a acabar, y mis cinco hermanos. Eramos tres mujeres y tres hombres,(pongo primero a las mujeres porque me lo dice la señorita Irene, pero a mi me enseñaron que los hombres siempre estaban antes). Yo soy la tercera de los hermanos pero la primera de las mujeres. El primogénito fue Arcadio, luego Benito, Antonia, que soy yo, Engracia, la otra hembra, Estevo y la última y un poco a destiempo, pues vino al mundo diez años después que mi hermano, Adela. Cuando nació, después de un parto largo y difícil que dejó a mi madre agotada durante meses, mi padre, al enterarse que había tenido otra hija, ni siquiera fue a verla y sólo dijo de muy mal humor, otra mujer que no sirve para nada, sólo una boca más para alimentar. Yo creo que no tenía razón, pues nosotras desde muy pequeñitas trabajábamos, porque si no era así nos moriríamos de hambre. Recuerdo que, cuando aún no podíamos casi sostenernos sobre las piernas, nos enseñaban a recoger leña en el bosque, pequeños trozos que íbamos echando a un saco que llevaba mi madre, y poco después, cuando todavía nuestra cabeza era tierna, nos colocaban un rodete en la cabeza, encima un caldero con ropa sucia y al río a lavar la ropa y a la vuelta, el mismo caldero con la ropa mojada. A veces pienso que por eso yo no crecí hacia arriba y me quedé así, achaparrada, pues lo que no fue de alto fue de ancho. Las manos se nos quedaban moradas del frío y arrugadas de tanto remojo en el agua, luego se hinchaban y se ponían coloradas y a veces nos dolían como si nos traspasaran con agujas finas. También nos pusieron bien pronto a sacar patatas de la tierra negra, con los pies desnudos en el barro seco unas veces y otras húmedo y frío. Adela fue la única que se libró, pero nunca la envidié. Siempre fue una niña enfermiza que se fatigaba mucho, hasta que un día escupió sangre y meses más tarde se murió, según dijeron de tuberculosis y mi padre que no se alegró con su nacimiento tampoco lloró con su muerte. Para mi hermana y para mí, aunque nos dio pena, fue un hueco más en la cama que compartíamos y para mis hermanos, que se pasaban casi todo el día en el monte, fue lo mismo su presencia que su ausencia. Nunca fuimos a la escuela, ni los hombres ni las mujeres, pues padre decía que las letras y los números no servían para darnos de comer en aquellos montes, pero aunque mi padre nos lo hubiera permitido, quedaba lejos y para llegar, debíamos recorrer un camino que subía dando curvas hasta lo alto de una loma, atravesar un bosque y bajar al valle. Cuando era pequeña teníamos tres vacas, gallinas y conejos. Una de las vacas, un día de verano, se despeñó por un barranco, decían que asustada por un trueno, pues ese día hubo tormenta. Otra enfermó, dejó de comer y de dar leche y a los pocos días se murió. La tercera nos duró unos pocos años más, hasta que padre decidió matarla para comer su carne un año de mala cosecha. Ese mismo año un zorro nos mató a casi todas las gallinas y sólo nos quedaron los conejos. Al año siguiente llovió y nevó mucho y las torrenteras que bajaban de las montañas destruyeron los bancales de la aldea. Los pocos que quedaban se fueron marchando y mi padre decidió hacer lo mismo. Un vecino de la aldea le había dicho que tenía un primo trabajando por Asturias, en un pueblo llamado Avilés, donde estaban construyendo una fábrica. Y así vinimos para acá, mis padres, mis hermanos y yo con unas maletas de cartón y unos hatos de trapos y dejamos en aquella tierra húmeda y fría los pobres restos de Adela. Los primeros días vivíamos debajo de un puente compartiendo fríos, hambres y hogueras con otros como nosotros. Al poco tiempo mi padre y mis hermanos encontraron trabajo en la construcción de las cimientos de la fábrica y pasamos a vivir debajo de un hórreo. Benito murió meses después en un accidente, según supimos años mas tarde sepultado por una de las campanas utilizadas para la cimentación, mi padre padeció hasta su muerte fuertes dolores de huesos y Arcadio y Estevo, como eran jóvenes, lograron salir con mejor salud de aquellas difíciles condiciones de trabajo y cuando “La Fabricona” estuvo terminada se quedaron a trabajar en ella. Yo me casé con un extremeño que vino un par de años después, cuando la fábrica ya había empezado a funcionar. Dormía en los barracones y lo conocí cuando iba a llevarles la comida a mis hermanos. Como nunca había tenido otro novio me emocionó que se fijará en mi y aunque un poco rudo me pareció guapo. Nos casamos pronto y nos fuimos a vivir a una casa que alquilamos cerca de la empresa. Los niños llegaron rápido, cuatro, dos chicos y dos chicas, uno detrás de otro y mi vida no fue buena, ni fácil, pero como antes tampoco lo fuera, no creía que se pudiera vivir de otra forma. Mi marido, Salvador, no era un hombre de muchas palabras, él con la mirada lo decía todo, pero nunca era un mirar dulce, ni tierno, ni amable, no, era una mirada dura, esquiva y, cuando quería decirle algo lo hacía con la cabeza baja, sin mirarle a esos ojos que me daban tanto miedo. Cuando bebía me pegaba y a veces, cuando no bebía también, sólo porque como trabajaba a turnos y a veces durante la mañana no dormía, se levantaba de mal humor y lo pagaba conmigo. Yo no me quejaba, a mí me parecía algo normal, pues mi padre pegaba a mi madre y ella no se quejaba, ni siquiera la vi llorar nunca y pensaba que si alguien no se lamenta de esa suerte, es que es algo natural. Hasta que mis hijos se hicieron mayores y aunque ellos recibieron también de niños alguna que otra paliza, mi hijo mayor, un día que llegó borracho y empezó a pegarme, lo echó fuera de casa y de un empellón lo tiró por la escalera. Se quedó sentado en el descansillo con una cortadura en la mejilla y un buen golpe en la cabeza. Los vecinos llamaron a la ambulancia y se lo llevaron al hospital. Vino la policía, mis hijos me convencieron para que lo denunciara por malos tratos y me divorciara. Así lo hice y la vida fue diferente. Ahora tengo sesenta y tres años y cuatro nietos de los que disfruto como nunca pude hacer con mis hijos. Aprendí a leer y escribir en el taller de adultos de la señorita Irene, voy a clases de pintura, que siempre me gustó dibujar copiando estampas de los libros y hace un mes hicimos una exposición y un señor que vino a verla dijo que le gustaban mis cuadros, que eran “naif”, según me dijo la señorita Irene es un tipo de pintura ingenua y espontánea. También voy a clases de baile y allí tengo un amigo de mi edad, que me invita a café y pasteles después de las clases. Mis hijas me preguntan si es bueno y yo les digo que me parece que sí porque es educado, todo un caballero y sobre todo, tiene la mirada dulce y cuando me habla, me gusta mirar sus ojos.