lunes, 3 de agosto de 2015

Que no la pesadumbre no venza


Sobre un poema de Juan Gelman

María la sirvienta”
Se llamaba María todo el tiempo de sus 17 años,
era capaz de tener alma y sonreír con pajaritos,
pero lo importante fue que en la valija le encontraron
un niño muerto de tres días envuelto en diarios de la casa.

Qué manera era esa de pecar de pecar,
decían las señoras acostumbradas a la discreción
y en señal de horror levantaban las cejas
con un breve vuelo no desprovisto de encanto.

Los señores meditaron rápidamente sobre los peligros
de la prostitución o de la falta de prostitución,
rememoraban sus hazañas con chirusas diversas
y decían severos: desde luego querida.

En la comisaría fueron decentes con ella,
sólo la manosearon de sargento para arriba,
pero María se ocupaba de llorar,
los pajaritos se le despintaron bajo la lluvia de lágrimas.

Había mucha gente desagradada con María
por su manera de empaquetar los resultados del amor
y opinaban que la cárcel le devolvería la decencia
o por lo menos francamente la haría menos bruta.

Aquella noche las señoras y señores se perfumaban con
ardor
por el niño que decía la verdad,
por el niño que era puro,
por el que era tierno,
por el bueno,
en fin, por todos los niños muertos que cargaban en las valijas
del alma
y empezaron a heder súbitamente
mientras la gran ciudad cerraba sus ventanas.

De: Gotán

Esta vez fue en la España de los años setenta, pero la historia puede ser la misma o parecida.
Para nosotros y para todo el que la conocía era Mari, la lechera, aunque quizá su nombre fuera María a secas, o lo más probable era que María acompañase a otro nombre, quizá María Encarnación, María Virtudes, María del Consuelo o María de lo que fuera, pues en aquella época todas las niñas, al ser bautizadas, eran registradas con María como primer nombre y a continuación otro nombre o nombres. Mari repartía leche por las casas de aquella villa costera próxima a su pueblo. Ella vivía en el alto, en la aldea que se encaramaba desafiante desde la cumbre del monte y se desparramaba en pequeños caseríos por su falda, dejando un tramo de praderías verdes en su quebrado descenso, antes de llegar a la villa. Bajaba todos los días, sin respetar domingos ni festivos, en un seiscientos destartalado y que ella conducía a trompicones, desde las nueve de la mañana a la una de la tarde, pues muchas eran las casas en las que Mari la lechera iba dejando la leche. Por la casa de mis padres pasaba sobre las nueve de la mañana y yo la veía los sábados y los domingos, los días que no tenía escuela. Entraba por la puerta de la cocina, sin llamar y daba un “buenos días” rotundo, tan rotundo como ella. Mari tenía las carnes prietas y abundantes, con la grandiosidad y la textura rubenianas, pero el color, aunque vivía en el norte, era aceitunado, propio de las mujeres del mediterráneo. Cuando sucedió lo que sucedió, hubo quién dijo que un antepasado suyo había conocido a su bisabuela, una malagueña traída por un marinero de un burdel de la ciudad. Tenía los ojos castaños, ardientes y dulces, un poco ocultos por unas cejas pobladas y negras que ella no se molestaba en recortar, la boca indómita y los labios gruesos, las mejillas angulosas y la barbilla redonda. No era especialmente hermosa, pero tenía un algo salvaje en su forma de moverse que hacía que no pasara desapercibida y había también en ella cierta pureza atávica, ancestral, aún no pervertida, que la hacía diferente. Y es que Mari sí era distinta y desde luego, no actuaba ni llevaba el tipo de vida que se esperaba en las mujeres de aquella España, en la que convivían de una forma inconsecuente un catolicismo trasnochado y obsoleto y el desarrollismo económico iniciado en los años sesenta. Tenía tres hijos de padres diferentes y al decir de las gentes, de padres desconocidos, por aquello de que ella y sólo ella era conocedora de la progenitura. Su nombre y su vida corrían de boca en boca y es que la libertad y la pobreza eran conceptos que no casaban para las personas de buen vivir, acostumbradas a ser permisivas con ciertos vicios, siempre que fueran a escondidas y convenientemente purificados por aquella religión salvadora de las buenas costumbres y la perfecta moral.
A mí me gustaba verla entrar por la puerta de la cocina, siempre alegre y expresiva, con la cántara de la leche apoyada en la cadera. En ese momento yo demoraba el desayuno, el tazón de Cola Cao y las galletas María, para verla desencajar la lechera del hueco de su cadera, inclinarla con soltura y ligereza, como si gozara de una liviandad que no era tal, y ver aquel chorro blanco y aún caliente que vertía en el medidor de loza que traía consigo, cuatro medidas que luego depositaba en el hervidor de mi madre. Y en sentido inverso, en un gesto aprehendido, vuelta a colocar la lechera en el recodo tibio de la cadera; a veces una breve conversación con mi madre, unas palabras dirigidas a nosotros, a mi hermano y a mí, y siempre, un “hasta mañana” prometedor de la leche aún caliente y olorosa. Y luego su figura escorzada en el marco de la puerta, con su bata de flores menudas, fuera verano o invierno, si acaso, una gruesa chaqueta de lana gris oscuro que no alcanzaba apenas a cubrir el canalillo de sus pechos, sus piernas siempre desnudas, morenas y fuertes, y en los pies unas alpargatas que, cuando llovía, eran introducidas en unos chanclos de goma.
Una mañana de verano Mari apareció un poco más tarde de lo habitual y apenas escuchamos los buenos días en sus labios tistes. Ese día Mari no sonreía e incluso me pareció que la lechera le pesaba más que otros días y que sus movimientos eran lentos y sin gracia. Estaba pálida y bajo sus ojos unas profundas ojeras moradas ensombrecían aún más su semblante.
-Mari ¡qué mala cara tienes hoy! ¡Trabajas demasiado!-le dijo mi madre.
-No, no es el trabajo. Es el pensar que me llega otra boca más para alimentar.-contestó ella.
-Pero Mari si ya tienes tres niños y tú sola, sin un hombre que te ayude-insistió mi madre escandalizada.
-Sí, sí… pero es que la fame del culo ye tan difícil de aguantar... - le respondió ella con un suspiro de resignación.
Mari continuó trayéndonos la leche durante toda la semana hasta que una mañana no apareció y a la tarde ya todos sabían la noticia de que Mari, la lechera, había muerto. Se desangró entre coágulos de sangre fresca y joven, retortijones de útero y gritos de dolor un atardecer de verano, cuando una aficionada le metió unas agujas de tejer para sacarle aquella nueva boca, a la que ella quizá ya no se veía con fuerzas para traer al mundo.
La enterraron un día de semana, a las siete de la tarde, con mucha vergüenza y como una obligación y en la esquela vimos que se llamaba sólo María. Al funeral acudieron los padres de Mari, dos ancianos de rostros atezados y rugosos, manos fuertes y miradas tristes. Apoyados uno en el otro, dignos y melancólicos, atravesaron el pasillo central de la iglesia para sentarse en el primer banco. Detrás suyo los hijos de Mari, primero el mayor, a continuación el segundo y cogido de su mano y caminando aún con dificultad, el último. Los asistentes, vieron y luego contaron como el hijo mayor, un adolescente de unos catorce años, tenía el mismo rostro afilado y anguloso, la tez cetrina, los ojos castaños y dulces y el porte esbelto del Cristo crucificado que había en el altar mayor, el segundo, un niño de cinco años, era idéntico al pequeño San Juan Bautista del cuadro que colgaba en un pasillo lateral y el último, que no llegaría aún a los tres años, rubio, sonrosado y con unos rizos que le llegaban al cuello, les hizo mirar al angelote sentado a los pies de la Virgen, en el retablo central, para ver si seguía allí.
Días más tarde se organizó una postulación para ayudar a los padres de Mari en la crianza de aquellos nietos y ellos, que siempre habían vivido con su hija, se vieron ahora solos, ancianos y con tres niños. No se volvieron a organizar más colectas y debieron arreglárselas como pudieron con sus exiguas pensiones, pero, por supuesto, hubo personas que pagaron varias misas y rosarios por la salvación del alma de Mari.
Y para que la pesadumbre no venza quiero recordar a Mari, mayúscula hembra hecha de leche y miel, puta para los maldicientes, gozadora y carnal para otros, siempre libre y poderosa y que tristemente murió por hacer lo que le dio la gana.