jueves, 11 de febrero de 2016

La felicidad vuela en una nube




De las dos acepciones con las que se define el vocablo felicidad en el diccionario, “estado de ánimo del que disfruta de lo que desea” y “satisfacción, alegría, contento” pudiera desprenderse que la felicidad no es un estado vital permanente para el ser humano.
Desde que nacemos, e incluso antes, cuando flotamos en el líquido amniótico del útero materno, ya disfrutamos de esos pequeños instantes placenteros. Una felicidad inconsciente rota cuando el sujeto nace y su primer gesto es el llanto.
El bebé comienza a caminar buscando el equilibrio inestable de sus piernas endebles, un ligero traspiés, un mal paso y la sonrisa blanda de su rostro se transforma, primero en un rictus doloroso y después en un agudo grito de dolor, cuando sus rodillas y la palma de sus manos chocan contra el suelo.
El niño, que tendrá unos cinco años, está sentado en el banco y sus rodillas cuelgan mientras se balancea, primero una y luego la otra. Está comiendo un helado, una enorme bola de nata y fresa encaramada en un cucurucho de galleta. Su pequeña lengua da rápidos lametazos a la bola y esta, en un precario equilibrio, cae y queda, ya perdida su forma redonda, como una triste mancha blanca y rosa a los pies del niño.
El adolescente de la gorra calada hasta las orejas y los pantalones colgantes sonríe, mientras la chica de la camiseta corta y piercing en el ombligo lo mira con dulzura, pero esa sonrisa queda congelada cuando la chica se funde en un apretado beso con el chico que estaba a su espalda.
La novia baja las escaleras de la iglesia con la mano delicadamente apoyada en el brazo del que ya es su marido. En su rostro percibimos la satisfacción de la excelencia conseguida hasta en los más mínimos detalles, cuando un inoportuno enredo de su fino tacón en la cola del vestido, la deja sentada en el último peldaño de la escalinata.
El hombre de mediana edad mira orgulloso desde la entrada de la casa las mesas del jardín, con los blancos manteles y la cristalería iluminada por los farolillos de colores que cuelgan de los árboles. Los invitados van y vienen con las copas en sus manos, se detienen, charlan, se sientan, pasean y algunos se pierden en la oscuridad de los setos para aparecer un rato después. Busca con los ojos a su joven esposa que, colocándose los tirantes de su vestido de verano, sale de los matorrales seguida muy de cerca por su socio.
La anciana está sentada con la silla muy pegada a la mesa, para que las gotas que caen del trozo de pan que moja en el café no la manchen y se derramen sobre el mantel. Come presta y ansiosa y el pan reblandecido se desliza, sin detenerse apenas en su boca desdentada, por su garganta. Cuando, tras repetidas veces, vuelve a remojar el trozo que va quedando del pan en el café, este se desprende de sus dedos y pasa a formar parte del líquido marrón de la taza, pero ella, sin percatarse, introduce los dedos en su boca de nuevo y sus encías sin dientes aprisionan sus dedos en busca del pan con sabor a café.
Los arboles, frondosos y añejos, sombrean con delicadeza las tumbas y los rayos del sol de primavera se cuelan tímidos entre sus ramas. En el silencio se oye el canto de algunos pájaros, y de nuevo la paz. Este es un cementerio sin flores, las pocas que quedan, de plástico, aparecen roídas por el sol y la intemperie de los años. Los familiares de los que aún se hallan aquí enterrados, hace meses que no vienen, pues los difuntos, desahuciados de sus tumbas por la especulación, esperan el desalojo definitivo de un día para otro. A las nueve de la mañana atrona el sonido de una máquina excavadora y los pájaros salen huyendo.