jueves, 14 de diciembre de 2017

Culos



Pasó a su lado como todas las tardes y como todas las tardes a lo largo de las semanas, los meses y los años fue la misma presencia transparente y anodina que se deslizaba con la fregona, limpiando los suelos que ellos pisaban con sus zapatos de piel y ellas con sus finos zapatos de tacón. Se había acostumbrado a tener la misma textura que los cristales de las ventanas, la madera de las mesas o el acero de los ascensores. Sin una específica corporeidad cuando se interponía entre la ventana del piso catorce de aquel edificio con oficinas de abogados y sus ojos, seguían viendo lo que había detrás del cristal; al otro lado de la calle más edificios de oficinas, un poco más allá el parque y al fondo, el cielo que se unía con un horizonte irregular de urbanizaciones a diferentes alturas.
Pero esa tarde sucedió algo. Tenían una reunión tardía y la luz naranja del ocaso se colaba por las rendijas de las cortinas de lamas. Oyó las sillas al correrse y cuando giró la cabeza los vio de espaldas, levantándose, y sus culos, sólo sus culos, estaban desnudos, y había culos que eran tersos como la piel de los bebes, culos prietos, en tensión, culos fofos y macilentos, culos peludos, culos granujientos, culos con forma de embudo, culos escurridos, culos de luna llena, culos fondones, culos glamurosos, culos vergonzantes pero también culos altaneros, culos en pompa, culos graciosos pero también culos tristes…
Ella, agarrada a la fregona, se reía sin parar y de tanta risa que le daba tuvo que apoyarse en la pared mientras los veía de espaldas, caminando serios y circunspectos con sus culos desnudos hacia el ascensor. 



miércoles, 17 de mayo de 2017

Hilaria




El corazón se le aceleraba cuando sentía sus gritos, cada vez más nítidos por la vereda del jardín. Entonces se asomaba al balcón y los saludaba. Ellos entraban en tropel, directamente al gran salón, saltaban sobre los sofás desvencijados y el polvo acumulado por años de desidia se mezclaba con la luz incierta de la tarde; a veces algún muelle que sobresalía del fieltro carcomido rasguñaba las pieles blancas de los niños, pero no importaba, un poco de saliva en la mano, frotaban y a saltar de nuevo. Se colgaban de los últimos jirones de las cortinas de terciopelo y si finalmente cedían y caían al suelo era celebrado con una catarata de risas. Su madre, sentada al lado del gran ventanal, no levantaba los ojos de la labor y si alguno la empujaba o cambiaba de sitio el sillón donde se hallaba, ni siquiera pestañeaba.
Cuando se cansaban de jugar en el salón, unos bajaban al entresuelo y se mezclaban con la servidumbre que, indiferente al desorden y la desolación de platos rotos, cacerolas oxidadas y ratones entrometidos, celebraban en torno a la mesa el conciliábulo dirario contra los amos, por lo que la presencia de los intrusos les pasaba totalmente despercibida; otros invadían la biblioteca, donde su padre, apoyado en la chimenea, miraba con nostalgia el cuadro, en inestable equilibrio, de su abuelo vestido de mariscal en una mandorla de humedad verde y ni un sólo músculo de su rostro se movía ante tamaña invasión de su intimidad.
Luego subían al primer piso y una alocada bandada recorría las habitaciones en un juego de escondite que, al chocar en las entradas y salidas de aquellas dependencias con cámaras y antecámaras, provocaban violentos gritos y salvajes carcajadas, hasta que una voz estridente chillaba ¡a los espejos, a la sala de los espejos! Y esto sucedía cuando el sol comenzaba a caer, pues en el tercer piso, donde se hallaba la sala, las sombras y las luces se colaban por los vanos redondos y se perdían y se encontraban entre el laberinto de los espejos. Ellos corrían huidizos al encontrarse a sí mismos y al final, cuando todos convergían en el último, aliviados por la presencia de los otros, se miraban, ya sin miedo, duplicados, mientras a su lado el fantasma deshuesado de Hilaria los miraba sonriente. 

martes, 4 de abril de 2017

La madre



Todas las mañanas la madre destapa al niño, lo lava encima de la cama y después lo coge en sus brazos para sentarlo en un sillón al lado de la ventana. El niño tiene la piel casi traslúcida y los huesos, que son de cristal, no le sostienen, así que la madre lo rodea de cojines para que no se caiga. El niño se pasa la mañana mirando lo que sucede en la calle y lo que mas le gusta es contemplar a los otros niños cuando vuelven de la escuela. Estira todo lo que puede la cabeza para que lo vean, pero ellos pasan sin advertir su presencia, perdidos en sus juegos y sus risas. Al niño por las tardes le sube la fiebre y la madre lo acuesta en la cama, se echa a su lado y le narra cuentos hasta que se queda dormido.
Una mañana el niño no se despertó y ahora, es la madre la que todas las mañanas se sienta en el sillón hasta que ve pasar a los niños que vuelven de la escuela. Después se echa en la cama y mira el techo de la habitación esperando que llegue la oscuridad y el desconsuelo se abandone al sueño.  
   

lunes, 20 de marzo de 2017

Chasquido



En mi fase de ninfa viví durante un tiempo en el huevo hasta que, un día, salí al exterior. Una vez fuera abandoné el color blanco de mi anterior etapa y fui oscureciéndome hasta tomar el color que tengo ahora, negro brillante. Estuve un tiempo viviendo guarecida al calor de la cocina, un artefacto de hierro al que echaban piedras negras, acompañada durante ciertos momentos por otro ser que en nada se parecía a mi. Una criatura peluda de cuatro patas con ojos de color naranja que tan pronto se estiraba como se encogía en un ovillo.
Una noche que no estaba la criatura de cuatro patas, decidí aventurarme más allá de aquel estrecho espacio en el que me movía y al amparo de la oscuridad y pegada a la pared llegué a otro habitáculo. Desde el suelo trepé por una superficie cálida y mullida, hasta que me encontré otra textura diferente, en la que mis patas espinosas iban trazando una pequeña huella. En mi periplo, descubrí hirsutas briznas negras, ásperas durezas, sedosas hebras entrelazadas como bosques de altas hierbas, espacios ahuecados, protuberancias esponjosas, diminutas cavidades, suaves colinas, hasta que llegué a una alta montaña que subía y bajaba. Me encaramé a lo más alto y desde allí contemplé lo que había al otro lado. Al fondo de una empinada cuesta, una vaguada y un poco más allá, una oquedad que se abría y se cerraba. Me lancé hacia abajo en una loca carrera, las antenas se me enredaban en las delgadas lianas que había en la brusca pendiente, mis patas luchaban por mantener el equilibrio y continúe resbalando hasta que el escudo de mi cabeza chocó contra algo. Me levanté y ascendí hasta la abertura de la caverna. De repente, cuando se abrió, un remolino me arrastró hacia adentro y caí en una rampa blanda y viscosa. Mis tráqueas se taponaron con una sustancia blanquecina y cuando estaba a punto de ahogarme una tromba me expulsó hacia el exterior. Una violenta claridad apareció de repente e intenté huir.
-¿Qué haces? ¿Porqué enciendes la luz?
-No sé... Es que me parecía que tenía algo en la boca.
-¡Ahhh! ¡Qué asco! Mira, encima de la manta, una cucaracha ¡Corre! ¡Aplástala con la zapatilla!

martes, 21 de febrero de 2017

Confidencias



 Todo comenzó una mañana, hace tres años, al volver del supermercado. Estaba cansada y me senté en un banco y de repente las palabras comenzaron a salir de mi boca, como un torrente incontenible. Ahora me detengo todos los días. A la mujer de la túnica y el pecho desnudo le hablo sobre mi marido, sobre su desamor, las sospechas de infidelidad y el amargor de la certidumbre ; al hombre de la barba y el manto le cuento cosas de mis hijos, el tiempo muerto de mi hija enganchada al ordenador, una desconocida que se encierra con llave en su habitación y que sólo sale por la noche, el despotismo con el que me trata mi hijo, un huésped malencarado con derecho a tres comidas, ropa lavada y planchada. Con el niño del aro sólo me salen frases bonitas, como me pasaba con mis hijos cuando eran pequeños. Me despido y se quedan ahí, hiératicas sobre sus pedestales, esperándome hasta la mañana siguiente. El resto del día estoy muda, pero en mi casa nadie ha notado la ausencia de mis palabras.  





miércoles, 15 de febrero de 2017

Caramelos



El hombre está sentado en un banco del parque. Delante suyo una niña de pelo rubio y falda corta salta a la comba.
-Ven bonita, mira que caramelos más ricos tengo- le dice el hombre a la niña.
La niña duda, pero se acerca. Sobre la mano del hombre tres caramelos envueltos en celofán de color amarillo, verde y azul. Cuando extiende su mano para coger uno la voz de su madre la llama. La niña corre y su figura se aleja en los ojos del hombre.
Un poco después otra niña se acerca en un patinete rosa. El hombre repite la frase. No se esmera.
-Ven bonita, mira que caramelos más ricos tengo.
La niña se detiene y coge uno de los caramelos, lo mete en la boca y a los pocos minutos se le nubla la vista.
El hombre la coge en el cuello y le susura al oído, mi niña bonita… mientras se pierde por la alameda.
Al lado del banco queda el patinete rosa. 

viernes, 3 de febrero de 2017

El último verano



Aquel fue el último verano en la casa de la palmera, la casa de mis abuelos. Íbamos allí todos los veranos, los meses de julio y agosto. Era una casa de tres plantas, con las paredes pintadas de azul claro y las ventanas y las galerías blancas. A ambos lados, rematando el tejado, dos torreones con una escalera de caracol en el interior. Un capricho de mi abuelo a quien en el pueblo conocían como Antonio el Indiano. Rodeándola un enorme jardín con muchos árboles, fuentes y setos para perderse y delante de la puerta principal la palmera, alta y enorme, como mi abuelo, que se murió un día, así de repente, cuando aún era un hombre muy largo que nos miraba desde aquella altitud inalcanzable, nos asustaba con su vozarrón, su bigote negro terminado en punta y su dedo índice amenazador. Para que no nos viera nos escondíamos por los vericuetos del jardín o subíamos a los torreones y eso era lo que maś nos gustaba, aunque lo tuviéramos prohibido, pues nos decían que podíamos caernos por las escaleras. Desde allí veíamos el mar, y la playa, larga, tostada y con forma de concha y también veiamos el faro blanco, en el extremo del acantilado, al final de la pradería verde donde pastaban las vacas. A veces, al abrir la ventana el viento nos traía el bramido de las olas cuando había marejada y siempre que había niebla escuchábamos el mugido del faro.
El abuelo se cayó un día desde su altura, no se volvió a levantar y lo enterraron al día siguiente y la abuela, que era pequeña y regordeta, comenzó a encogerse más y más, hasta casi dar con la nariz en las rodillas cuando estaba sentada. Después de la muerte del abuelo continuanos pasando los veranos en la casa de la palmera, hasta el verano que me encontré a papá y a la tía Aurora en uno de los torreones. La tía era la esposa del hermano de papá, el tio Luis y la madre de mis primos, Luisito y Amelia. Mi hermano pequeño Alfredo, mis primos y yo subimos corriendo la escalera de caracol, abrimos la puerta y los encontramos, a papa y la tía, sobre la mesa, en una extraña postura, desde la que sólo vimos las piernas blancas de la tía Aurora rodeando la cintura de papá y el culo de nuestro padre que iba y venía y su rostro de medio lado perdido entre los pechos de la tía. Gritaban en un idioma indescifrable y mi hermano Alfredo comenzó a llorar. Mi tía nos vio y apartando sobresaltada a mi padre nos dijo que nos fuéramos. Dos días mas tarde mamá nos llevó a la casa de la otra abuela, una casa pequeña y humeda en un barrio de las afueras de una ciudad. Nos dijo que a partir de ese día viviríamos allí, en aquella casita que, aunque pobre, honrada y decente. No volvimos a ver a los primos, ni a la tía Aurora, ni al tío Luis y a nuestro padre sólo los domingos de cuatro a ocho.

domingo, 8 de enero de 2017

El viejo y la naranja



El viejo está sentado en un sofá situado a lado de una ventana. Le dijeron que era la noche de Reyes, pero en su memoria astillada hace tiempo que eso ya no significa nada. Mira por la ventana y dibujada en el cielo cobalto hay una luna creciente teñida de ocre por el crepúsculo. Alguien ha colocado sobre la manta de cuadros que cubre su regazo un plato con una naranja. Al viejo le sonríen los ojos y vuelve a ser aquel niño que por primera vez comió una naranja.
Era la noche de Reyes. En la cocina oscura el niño está sentado en una silla, al lado de la mesa. Las piernas aún no le llegan al suelo, delgadas y sucias se balancean inquietas. A su lado, el padre corta en rebanadas un pan negro y duro. Se abre la puerta de la cocina y tras el frio cruel de la helada entra su madre, prieta en su gastado chal de lana negra y con ambas manos sujetando un puchero con leche. Deja el cuenco encima del fuego y luego saca del bolso de su mandil de cuadros una naranja que coloca en la mesa delante del niño.
-Es para ti, te la han traído los Reyes.
El niño la coge, la muerde y el sabor ácido de la corteza se le pega a los dientes.
-No hijo, así no. Esto no es una manzana, es una naranja.- le dice su madre quitándosela de la mano. Luego desnuda de piel, la trocea en gajos.
-Ya puedes comerla.
Y el niño coge un gajo, lo mete en la boca, la saliva se le vuelve dulce y desea que ese sabor no se acabe nunca.