martes, 21 de febrero de 2017

Confidencias



 Todo comenzó una mañana, hace tres años, al volver del supermercado. Estaba cansada y me senté en un banco y de repente las palabras comenzaron a salir de mi boca, como un torrente incontenible. Ahora me detengo todos los días. A la mujer de la túnica y el pecho desnudo le hablo sobre mi marido, sobre su desamor, las sospechas de infidelidad y el amargor de la certidumbre ; al hombre de la barba y el manto le cuento cosas de mis hijos, el tiempo muerto de mi hija enganchada al ordenador, una desconocida que se encierra con llave en su habitación y que sólo sale por la noche, el despotismo con el que me trata mi hijo, un huésped malencarado con derecho a tres comidas, ropa lavada y planchada. Con el niño del aro sólo me salen frases bonitas, como me pasaba con mis hijos cuando eran pequeños. Me despido y se quedan ahí, hiératicas sobre sus pedestales, esperándome hasta la mañana siguiente. El resto del día estoy muda, pero en mi casa nadie ha notado la ausencia de mis palabras.  





miércoles, 15 de febrero de 2017

Caramelos



El hombre está sentado en un banco del parque. Delante suyo una niña de pelo rubio y falda corta salta a la comba.
-Ven bonita, mira que caramelos más ricos tengo- le dice el hombre a la niña.
La niña duda, pero se acerca. Sobre la mano del hombre tres caramelos envueltos en celofán de color amarillo, verde y azul. Cuando extiende su mano para coger uno la voz de su madre la llama. La niña corre y su figura se aleja en los ojos del hombre.
Un poco después otra niña se acerca en un patinete rosa. El hombre repite la frase. No se esmera.
-Ven bonita, mira que caramelos más ricos tengo.
La niña se detiene y coge uno de los caramelos, lo mete en la boca y a los pocos minutos se le nubla la vista.
El hombre la coge en el cuello y le susura al oído, mi niña bonita… mientras se pierde por la alameda.
Al lado del banco queda el patinete rosa. 

viernes, 3 de febrero de 2017

El último verano



Aquel fue el último verano en la casa de la palmera, la casa de mis abuelos. Íbamos allí todos los veranos, los meses de julio y agosto. Era una casa de tres plantas, con las paredes pintadas de azul claro y las ventanas y las galerías blancas. A ambos lados, rematando el tejado, dos torreones con una escalera de caracol en el interior. Un capricho de mi abuelo a quien en el pueblo conocían como Antonio el Indiano. Rodeándola un enorme jardín con muchos árboles, fuentes y setos para perderse y delante de la puerta principal la palmera, alta y enorme, como mi abuelo, que se murió un día, así de repente, cuando aún era un hombre muy largo que nos miraba desde aquella altitud inalcanzable, nos asustaba con su vozarrón, su bigote negro terminado en punta y su dedo índice amenazador. Para que no nos viera nos escondíamos por los vericuetos del jardín o subíamos a los torreones y eso era lo que maś nos gustaba, aunque lo tuviéramos prohibido, pues nos decían que podíamos caernos por las escaleras. Desde allí veíamos el mar, y la playa, larga, tostada y con forma de concha y también veiamos el faro blanco, en el extremo del acantilado, al final de la pradería verde donde pastaban las vacas. A veces, al abrir la ventana el viento nos traía el bramido de las olas cuando había marejada y siempre que había niebla escuchábamos el mugido del faro.
El abuelo se cayó un día desde su altura, no se volvió a levantar y lo enterraron al día siguiente y la abuela, que era pequeña y regordeta, comenzó a encogerse más y más, hasta casi dar con la nariz en las rodillas cuando estaba sentada. Después de la muerte del abuelo continuanos pasando los veranos en la casa de la palmera, hasta el verano que me encontré a papá y a la tía Aurora en uno de los torreones. La tía era la esposa del hermano de papá, el tio Luis y la madre de mis primos, Luisito y Amelia. Mi hermano pequeño Alfredo, mis primos y yo subimos corriendo la escalera de caracol, abrimos la puerta y los encontramos, a papa y la tía, sobre la mesa, en una extraña postura, desde la que sólo vimos las piernas blancas de la tía Aurora rodeando la cintura de papá y el culo de nuestro padre que iba y venía y su rostro de medio lado perdido entre los pechos de la tía. Gritaban en un idioma indescifrable y mi hermano Alfredo comenzó a llorar. Mi tía nos vio y apartando sobresaltada a mi padre nos dijo que nos fuéramos. Dos días mas tarde mamá nos llevó a la casa de la otra abuela, una casa pequeña y humeda en un barrio de las afueras de una ciudad. Nos dijo que a partir de ese día viviríamos allí, en aquella casita que, aunque pobre, honrada y decente. No volvimos a ver a los primos, ni a la tía Aurora, ni al tío Luis y a nuestro padre sólo los domingos de cuatro a ocho.