martes, 21 de febrero de 2017

Confidencias



 Todo comenzó una mañana, hace tres años, al volver del supermercado. Estaba cansada y me senté en un banco y de repente las palabras comenzaron a salir de mi boca, como un torrente incontenible. Ahora me detengo todos los días. A la mujer de la túnica y el pecho desnudo le hablo sobre mi marido, sobre su desamor, las sospechas de infidelidad y el amargor de la certidumbre ; al hombre de la barba y el manto le cuento cosas de mis hijos, el tiempo muerto de mi hija enganchada al ordenador, una desconocida que se encierra con llave en su habitación y que sólo sale por la noche, el despotismo con el que me trata mi hijo, un huésped malencarado con derecho a tres comidas, ropa lavada y planchada. Con el niño del aro sólo me salen frases bonitas, como me pasaba con mis hijos cuando eran pequeños. Me despido y se quedan ahí, hiératicas sobre sus pedestales, esperándome hasta la mañana siguiente. El resto del día estoy muda, pero en mi casa nadie ha notado la ausencia de mis palabras.  





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