miércoles, 17 de octubre de 2018

Lágrimas negras



-¡Levántate Ernesto! ¡Es la hora! -lo despertó la voz huraña de su padre.
Abre los ojos y por el ventanuco de la habitación entra la luz metálica de la luna de invierno. Tiene frío y hambre, pero es un frío y un hambre secular, el de los desheredados. Su padre lo apura. Salen y comienzan a caminar por el sendero de barro y escarcha. Tras una hora de caminata por la llanura desnuda y gélida llegan a la entrada de la mina. En la penumbra gris del amanecer ve niños, hombres y algunas mujeres. Ernesto y su padre se suben a una vagoneta de las que hay en los raíles de la vía y entran al interior de la mina.
Dentro, en las galerías, le enseñan a arrancar con las manos las piedras del túnel. Después las carga en una carretilla y cuando está llena la descarga en una vagoneta. Horas y horas, no sabe cuantas, porque allí no hay luz, sólo un polvillo negro que se mete por las narices, por la boca, por los ojos.
Cuando salen ya es de noche. De vuelta por la llanura seca y helada, mientras camina encorvado, con el peso de la luna de invierno sobre sus espaldas de niño, va llorando lágrimas negras.
-Te acostumbrarás hijo, te acostumbrarás... -le dice su padre y su voz ya no es huraña.