Los libros siempre habían sido inalcanzables para ella hasta el día en que aquella silla quedó colocada debajo de la estantería. Sin dudarlo, apoyó las manos en el respaldo y con decisión colocó una pierna encima del asiento, cogió impulso y subió la otra. Una vez arriba estiró su brazo y agarró un libro, lo abrió y metió la nariz entre sus páginas. Nunca había olido nada así. De las viejas entrañas de aquel volumen se desprendió el olor a cuero de sus tapas, la vetusta humedad de los años, el aterciopelado cosquilleo del polvo y la flamante promesa de un descubrimiento. Aspiró y aspiró con fruición, hasta que su madre la vio en el precario equilibro de sus piernas aún tímidas e inseguras y pegando un grito la bajó de allí. Pero ella, a escondidas, enganchada a los aromas que salieron de aquellas páginas continuó olfateando. Un día se le desveló la incógnita de aquellos caracteres apretujados y ya nunca pudo librarse del embrujo de las palabras.