jueves, 18 de abril de 2013

El sueño de Társila

Társila veíase en sus sueños alta, delgada y rubia, con los ojos azules enredados en unas pestañas largas y rizadas y con una sonrisa de dientes simétricos que brillaban nacarados. El rostro era un óvalo perfecto de tez alabastrina, el cuello grácil, los hombros delicados y los pechos, erguidos y desafiantes en su lozanía, volvían las miradas complacientemente lujuriosas de unos y descarnadamente envidiosas de otras. La cintura silueteaba fina y las caderas bien marcadas, cimbreantes, pero esbeltas en su rotunda armonía. Las piernas las imaginaba largas y el torso corto, porque le gustaba el porte y el andar de las garzas que veía en los documentales, con ese donaire que a ella le parecía elegancia natural. Y esta mujer se enfrentaba a la vida con una sonrisa de metáfora primaveral, que destilaba a su paso gotas de rocío con olor a vainilla. Porque Társila, inodora, insípida y átona, no tenía nada que ver con la otra Társila de sus sueños recurrentes. Era pequeña, regordeta, paticorta y zamba. Tenía una malformación en la cadera, heredada de un parto problemático, que al caminar la inclinaba hacia el lado derecho y mientras que el hombro izquierdo apuntaba enhiesto, el derecho permanecía alicaído. El pelo crespo y enmarañado no encontraba acomodo y se esparcía huraño y loco como una aureola de alambres. La cara redonda y pancha, de ojos pequeños y muy separados, que miraba el derecho hacia la nariz y el izquierdo hacia la oreja, y de ese espacio, que mediaba entre un ojo y otro, partía la nariz, chata y expandida, confundida y desorientada entre las mejillas carnosas. La boca grande, línea recta que tendía hacia la infinitud sino fuera por el límite que le marcaban los lóbulos auriculares, escondía en su oscura y un tanto fétida cavernosidad, unos dientes grises y carcomidos que pugnaban, osados y fieros, por buscar acomodo más allá del retraído labio inferior. La barbilla, apéndice piloso de aquel rostro lunar, pendía cual pedúnculo bulboso que vibraba con ligeros estremecimientos al ritmo de los sonidos que salían de la garganta de Társila. El cuello era una exigua línea fronteriza, que apoyaba, como una robusta basa, en la superficie levemente inclinada de los hombros asimétricos. El torso, otra espalda cuadrada y rolliza, de tal forma que si volteáramos la cabeza de Társila, sería uno y lo mismo la parte trasera que la delantera. Las caderas, anchas y quejumbrosas, las nalgas, planas y cuadradas, sin volumen, como una continuación partida en dos segmentos de la espalda. Las piernas, cortas y gruesas, coloreadas de añil desvaído por un enjambre de pequeñas varices que serpentean desde las tuberosas rodillas hasta los gruesos tobillos.
A Társila, poco de lo que vistiera sentaba bien a su achaparrado cuerpo. Si era ceñido, no hacía sino otra cosa que evidenciar las formas abruptas de su poca agraciada figura y si era holgada, caíale como un saco que colgaba más de un lado que de otro por la asimetría de sus hombros.
Austera en emociones consideraba que había muy pocas cosas que merecieran la exaltación de su ánimo, comedida en sentimientos tenía la firme convicción de que si se usaban mucho acabarían gastándose y parca en palabras enorgullecíase de decir, con lo mínimo y estrictamente necesario, lo mismo que con la excesiva verborrea de los que para ella eran charlatanes.
Su mundo era estrecho, limitado a las exiguas paredes de su casa, la tienda de ultramarinos que había dos calles más abajo de la suya y la distancia que mediaba entre esta y el colmado. Si se quedara ciega recorrería ese trayecto exactamente igual que lo hacía ahora, pues se sabía de memoria cada esquina con sus ángulos y recovecos, cada baldosa, porosa o lisa, cada bache del asfalto con el correspondiente diámetro de su hendidura, el olor que se escapaba por las puertas y ventanas a cada hora del día, el sabor de las humedades desconchadas de las paredes y las voces crudas, claras, sucias, malintencionadas o bienpensantes que el aire volteaba a su paso.
Y como remedio, como bálsamo bendito a su figura poliédrica reflejada en los escaparates sucios y astillados, la mujer de sus sueños, el contrapunto armonioso e intencionado de lo que ella nunca sería y hubiera deseado ser.

miércoles, 17 de abril de 2013

Cotidianidad

El sol comienza a hundirse en la línea que dibuja el horizonte cuando se une con el mar. En la playa, un perro juega con las pequeñas olas que rompen en la orilla. Dos niños hacen un castillo de arena. Su madre recostada en una pequeña hamaca lee un libro. Una pareja, sentada en una toalla, habla y mira el mar. 
A su izquierda y a pocos metros de ellos se halla el hombre muerto. Cada uno de los miembros de su cuerpo permanece en una postura inverosímil. En la difícil torsión de su cuello emerge, contrastando con la arena clara, un rostro negro de ojos enormes. Su brazo izquierdo está aplastado debajo de su cuerpo mientras que el brazo derecho se estira, volteado sobre la arena cálida, dejándonos ver la blanca palma de su mano abierta. Y de su cadera, colocada en un forzado escorzo, cuelgan las piernas desmadejadas que, embutidas en unos pantalones rotos, finalizan en unos pies desollados.
Nadie se acerca. Ni siquiera se fijan en él. Ha pasado a formar parte de la cotidianidad de la playa. Como esa brisa que roza la arena, como el perro que corre, como el reflujo de las olas y como ese sol que se hunde en la línea del horizonte...

sábado, 6 de abril de 2013

Después de la cena


El reloj de la cocina marca las 21.00 horas. Antonia friega los platos de la cena mientras Luis escucha las noticias en la pequeña radio colocada encima de la nevera. Una luna con olor a cebolla frita y tedio antiguo se asoma por la ventana.
 -¡Mañana por la mañana iremos al Carrefour para hacer la compra del mes.-
-Pero Antonia si es que yo quería…-
 -¡Tú querías! ¡Tú querías! ¡Tú siempre quieres…!
-Bueno, bueno… Vale. Por la mañana iremos al Carrefour.-
-Y por la tarde tiene partido Luisito y tienes que llevarlo hasta el campo.-
-Bueno, está bien, está bien… Lo dejaré para el domingo.-
-¿Para el domingo? ¿Qué dejarás para el domingo Luis?-
-Pues que este fin de semana había quedado con Alberto para ir a pescar y si no puedo ir el sábado... iré el domingo.-
 -¿Cómo? ¡Ah, no! El domingo vamos a comer a casa de mi madre. ¿Cómo se te ocurre hacer planes para el domingo si sabes que siempre vamos a comer a casa de mi madre?-
Luis mira a su mujer y vista así, de espaldas, le parece que tiene el tamaño del armario ropero de su habitación. Luego se levanta, se acerca a la ventana, la abre y mira las luces de la ciudad que se extienden centelleantes y acogedoras en la noche.
 -¡Luis! ¿Me estás oyendo? ¡Uy! Pero que frío hace. ¿Luis? ¿Por qué abriste la ventana? ¿Luis? ¿Luis? Pero... ¿dónde estás?-

viernes, 5 de abril de 2013

Flores para vuestras tumbas

Es domingo y el sol asoma de vez en cuando entre los grises nubarrones que flotan en un cielo azul desvaído. Las altas hierbas, que jalonan el camino de barro seco que lleva al cementerio, dibujan finas líneas de sombra en el borde del sendero. María Expósito ve a lo lejos la desvencijada verja y con decisión, a pesar de su lento caminar, va acortando la distancia. Tiene las piernas hinchadas y llenas de varices. En los pies, unas anchas y deformadas zapatillas de cuadros, pues los juanetes de sus dedos no le permiten otro calzado. Lleva un vestido de lana gris oscuro que le cae como un saco y no deja ver su cadera deformada, pero si nos fijamos, observamos que cojea un poco. Lo que el vestido no puede esconder es la incipiente joroba de su espalda encorvada. Colgado del cuello, un pequeño crucifijo de plata que se bambolea al vaivén de sus pasos. El cabello recogido en un maltrecho moño por donde se escapan mechones de pelo blanco con alguna hebra gris. Tiene la mirada limpia y azul, la boca pequeña y los labios aún rosados; su piel es blanca y las arrugas de su rostro, en la frente, al lado de los ojos y en las comisuras de su boca, son finas y delicadas. María huele a mañanas frías de invierno y a hierba recién cortada. Con sus rojizas e hinchadas manos de dedos cortos y artríticos, se afana por mantener sujeta en su mano izquierda, el asa de un bolso negro del que asoma un ramo de flores y en la derecha, la empuñadura de un paraguas que le sirve de bastón. María es risueña y si hablamos con ella, comprobaremos que es dulce y tierna. También es sencilla, confiada y generosa. Ahora vive sola, pero antes siempre tuvo gente a su alrededor. A María sólo hay una cosa que no le gusta, su apellido. Si pudiera se lo cambiaría, pero al no saber quiénes habían sido sus padres le dijeron que no puede hacerlo. María nunca se resignó a no tener padres. A veces sueña con una madre rubia y dulce, como las que salen en los anuncios de las revistas, que le peina las trenzas y no le da tirones al moverse como hacían las monjas.
Cuando vivía en el orfanato, las monjas le decían que era una hija de nadie, como todas las que estaban allí y que las hijas de nadie tenían por padre a Dios y por madre a la Virgen María. Ella nunca se sintió convencida con aquella explicación y siempre pensó que, más allá de aquellos muros, había un padre y una madre que eran suyos, tan reales y de carne y hueso como las monjas. Y esas ideas que rondaban por su cabeza se las confirmaba Sor Angustias cuando, en sus frecuentes estallidos de cólera, las llamaba hijas del demonio, herederas de la mala sangre y descendientes de los herejes.
El domingo era el día de visita para las internas que tenían familia. Después de la misa se sentaban en un banco de madera del vestíbulo a esperar. Un domingo ella también se sentó en aquel banco y continuó haciéndolo durante meses, hasta que Sor Martina la sorprendió y le dijo que no quería volver a verla allí, pues a ella nunca vendrían a visitarla.
Al cumplir catorce años las monjas le buscaron una casa para servir y comenzó a trabajar como asistenta para los señores de Solano. Allí conoció a Servanda, también asistenta, y con varios años de servicio en la casa, tan sola y huérfana como ella, pero que, a veces, entre las nieblas de la memoria le parecía recordar a su madre. Sabía por una de las monjas del hospicio donde la habían dejado, que a su madre se la habían llevado presa y que su padre había desaparecido.
La vida de María se consumió entre hijos ajenos, que los Solano eran una familia numerosa, seis niños y dos niñas, guisos para otras bocas, ropas de extraños para lavar, tender, coser y planchar, y platos y cacerolas, que nunca fueron suyas, para fregar. Los domingos por la mañana, misa de doce para rezar y los jueves, tarde de asueto, que sólo aprovechaba en primavera y en verano para dar un paseo y sentarse en un banco del parque que veía desde la ventana de la cocina; en otoño y en invierno tenía frío y miedo de la oscuridad y se quedaba en la cama de su minúsculo cuarto escuchando la radio. Y el tiempo pasó rápido y silencioso, pues los días, los meses y los años eran siempre iguales y los mismos.
Un día, cuando llevaba el café al salón, escuchó a uno de los amigos del señorito Jaime hablar sobre el cementerio de la Rosaleda.
-¿Sabías que también hubo fusilamientos en las tapias del viejo cementerio?-
-Pues no, no tenía ni idea. Siempre escuché a mi padre decir que los fusilaban en el pinar. -contestó el señorito Jaime.
-En el pinar y al lado de las tapias del cementerio viejo. Y esto es de buena tinta pues el que lo dijo, un viejo amigo de mi padre, estuvo presente.-
-¿Y cuándo fue? ¿Durante la guerra o al terminar? -preguntó el señorito Jaime.
-Algunos durante la guerra. Pero la mayoría al finalizar. Muchos estaban en la cárcel del Castillo. Los sacaban durante la noche, en camiones y los llevaban hasta el cementerio. Allí los fusilaban y después los enterraban en las fosas que ya estaban preparadas.-
María, muy asustada, le contó lo que había oído a Servanda y ésta, la miró muy triste y le dijo que sí, que las tierras del pinar y los muros del cementerio estaban llenas de muertos sin nombre. Y que ahora, ella sabía que sus padres habían estado presos en la cárcel del Castillo y que posiblemente, estarían enterrados en el pinar o al lado de las tapias del cementerio.
María, que nunca había ido al cementerio de la Rosaleda, decidió acercarse el domingo después de la misa. Situado en los extrarradios de la ciudad, donde comienza el campo amarillo y ralo, ya nadie se enterraba en él. Desde hacía años, los difuntos eran sepultados en el nuevo cementerio que se había construido a la entrada de la ciudad. Rodeó los desconchados muros del pequeño camposanto y miró la tierra reseca y agrietada que pisaba, y le pareció que profanaba con el ruido de sus pasos a los que allí descansaban. Recordó las palabras del amigo del señorito Jaime y donde ahora había un sol luminoso vio la noche más negra, porque la luna y las estrellas se esconderían para no ver aquel espanto de rostros mudos y gritos silenciosos. María sintió una pena muy honda, pues entendió que en aquella tierra había unos huesos que deberían haber sido suyos para llorarlos y honrarlos. En el silencio del mediodía estival sólo se oía el canto de las cigarras y por primera vez sintió rabia y dolor por esa otra vida desconocida que le habían usurpado.
Al domingo siguiente, María, acompañada de Servanda, volvió al cementerio de la Rosaleda. En el agostado terreno por donde corrían las lagartijas dejaron dos ramos de flores. Todos los domingos del año María y Servanda continuaron llevando flores frescas para los muertos sin nombre del cementerio de la Rosaleda.
Servanda hace cinco años que ya no acompaña a María. Una soñolienta tarde de julio se quedó dormida en una silla y no despertó más. A María le hubiera gustado que sus pobres huesos descansaran en el viejo cementerio, pero hubo que enterrarla en el nuevo.
María ya se jubiló y vive en un barrio del extrarradio, cerca del cementerio de la Rosaleda. Desde la ventana de su casa, en los días claros, ve las tapias grises y desconchadas y no se siente sola.
Hoy está cansada y tiene las piernas más hinchadas de lo habitual. Al llegar al muro retira los dos marchitos ramos de flores allí apoyados y los sustituye por otros de flores frescas. Con los ojos fijos en la tierra recita una pequeña oración y lo hace con sus palabras, las que le salen del corazón, que son las que a ella le gustan, aunque las monjas le dijeran que esas no servían.
Cuando María se aleja por el camino de tierra reseca, sonríe, pues imagina que su madre la llama desde la ventana de una casa de paredes blancas. Ella, sentada a la sombra de un árbol, está jugando con una muñeca de madera que le hizo su padre. En el cielo azul marchito los nubarrones grises se alejan.