La
mujer esconde sus ojos de acero gris tras unas gafas de lentes
ahumadas. Al fondo de la larga recta acotada por anónimas praderas
verdes divisa un punto minúsculo cuya forma imprecisa se convierte
finalmente en un hombre. Lleva una mochila y hace autostop. La mujer
se detiene y abre la puerta del copiloto. El hombre pronuncia el
nombre de una ciudad. Ella asiente.
Al
iniciar de nuevo la marcha el entrechocar de pequeños huesecillos
que cuelgan del retrovisor tritura el silencio. Tras el fin de las
praderías se halla el bosque de pinos. Una pista de tierra rojiza
los lleva hasta la penumbra verdinegra. El hombre mira el perfil
oscuro y el pecho agitado de la mujer y siente la mano osada que se
pierde en su entrepierna.
El
hombre agonizante oye el crepitar de las agujas de los pinos bajos
las pisadas leves de la mujer que se aleja y huele el olor de su
sangre fresca. La mujer llega al coche y cuelga otro huesecillo. Un
leve tintineo y el golpe seco de la puerta al cerrarse. En el bosque
de pinos el roce áspero de un cuerpo que se arrastra, una mano sin
un dedo que suplica y el alboroto del coche que se aleja.