El
viejo está sentado en un sofá situado a lado de una ventana. Le
dijeron que era la noche de Reyes, pero en su memoria astillada hace
tiempo que eso ya no significa nada. Mira por la ventana y dibujada
en el cielo cobalto hay una luna creciente teñida de ocre
por el crepúsculo. Alguien ha colocado sobre la manta de cuadros que
cubre su regazo
un plato con una
naranja. Al viejo le
sonríen los ojos y
vuelve a ser aquel niño que por primera vez comió una naranja.
Era
la noche de Reyes. En la cocina oscura el niño está sentado en una
silla, al lado de la mesa. Las piernas aún no le llegan al suelo,
delgadas y sucias se balancean inquietas. A su lado, el padre corta
en rebanadas un pan negro y duro. Se abre la puerta de la cocina y
tras el frio cruel de la helada entra su madre, prieta en su gastado
chal de lana negra y con ambas manos sujetando un puchero con leche.
Deja el cuenco encima del fuego y luego saca del bolso de su mandil
de cuadros una naranja que coloca en la mesa delante del niño.
-Es
para ti, te la han traído los Reyes.
El
niño la coge, la muerde y el sabor ácido de la corteza se le pega a
los dientes.
-No
hijo, así no. Esto no es una manzana, es una naranja.- le dice su
madre quitándosela de la mano. Luego desnuda de piel, la trocea en
gajos.
-Ya
puedes comerla.
Y
el niño coge un gajo, lo mete en la boca, la saliva se le vuelve
dulce y desea que ese sabor no se acabe nunca.