El
corazón se le aceleraba cuando sentía sus gritos, cada vez más
nítidos por la vereda del jardín. Entonces se asomaba al balcón y
los saludaba. Ellos entraban en tropel, directamente al gran salón,
saltaban sobre los sofás desvencijados y el polvo acumulado por años
de desidia se mezclaba con la luz incierta de la tarde; a veces algún
muelle que sobresalía del fieltro carcomido rasguñaba las pieles
blancas de los niños, pero no importaba, un poco de saliva en la
mano, frotaban y a saltar de nuevo. Se colgaban de los últimos
jirones de las cortinas de terciopelo y si finalmente cedían y caían
al suelo era celebrado con una catarata de risas. Su madre, sentada
al lado del gran ventanal, no levantaba los ojos de la labor y si
alguno la empujaba o cambiaba de sitio el sillón donde se hallaba,
ni siquiera pestañeaba.
Cuando
se cansaban de jugar en el salón, unos bajaban al entresuelo y se
mezclaban con la servidumbre que, indiferente al desorden y la
desolación de platos rotos, cacerolas oxidadas y ratones
entrometidos, celebraban en torno a la mesa el conciliábulo dirario
contra los amos, por lo que la presencia de los intrusos les pasaba
totalmente despercibida; otros invadían la biblioteca, donde su
padre, apoyado en la chimenea, miraba con nostalgia el cuadro, en
inestable equilibrio, de su abuelo vestido de mariscal en una mandorla
de humedad verde y ni un sólo músculo de su rostro se movía ante
tamaña invasión de su intimidad.
Luego
subían al primer piso y una alocada bandada recorría las
habitaciones en un juego de escondite que, al chocar en las entradas
y salidas de aquellas dependencias con cámaras y antecámaras, provocaban violentos gritos y salvajes carcajadas, hasta que una voz
estridente chillaba ¡a los espejos, a la sala de los espejos! Y esto
sucedía cuando el sol comenzaba a caer, pues en el tercer piso,
donde se hallaba la sala, las sombras y las luces se colaban por los
vanos redondos y se perdían y se encontraban entre el laberinto de
los espejos. Ellos corrían huidizos al encontrarse a sí mismos y al
final, cuando todos convergían en el último, aliviados por la
presencia de los otros, se miraban, ya sin miedo, duplicados,
mientras a su lado el fantasma deshuesado de Hilaria los miraba
sonriente.