El chico
entra
pegando un portazo que hace
retumbar los cristales de las ventanas. Con una mano se quita
la gorra que tira
encima del sofá y con la otra se sujeta
los pantalones de tiro hasta la rodilla que amenazan con llegar al
suelo cada cierto número de pasos. En el salón busca con la mirada
a su perro, Roko, y lo halla, relamiéndose satisfecho, en el centro
de la estancia. Desparramadas por el suelo una toquilla malva, una
zapatilla negra roída, los jirones de unas medias grises y una silla
de ruedas vacía.
Lo había
dicho desde el principio, desde el día que con tres meses llegó a
la casa y con la furia desatada de la infancia se tiró a morder una
de sus zapatillas y ella de un puntapié lo alejó. No me gusta cómo
me mira, ¿qué dices abuela? ¡tonterías!. Sí, pero cuando salgas
déjalo en la terraza con la puerta cerrada.
Hasta
luego abuela y la voz del chico se pierde en la penumbra de las
persianas semicerradas que acompañan la duermevela de la anciana
sentada en la silla de ruedas. En la terraza el pitbull Roko se afana
por abrir el resquicio de la puerta de la terraza que ha quedado sin
cerrar.