viernes, 29 de marzo de 2013

Desolación

Abrí la puerta y el sol gris tiñó de ceniza el páramo calcinado que se extendía ante mis ojos. Un árbol negro de ramas retorcidas y sin hojas proyectaba su sombra raquítica. Al fondo, en el horizonte, el humo denso y oscuro de todos los días. Miré con ansiedad la cabaña de cartones y chapas que se hallaba a unos diez metros de la mía. Daniel no estaba. Hacía una semana que no lo veía. Estaría postrado en su cama, tosiendo, retorciéndose por los dolores de estómago, pudriéndose entre sus inmundicias. O quizá ya muerto. Como había sucedido con Adela. Hacía tres meses que había fallecido. Cuando nos decidimos a entrar ya se la estaban comiendo los gusanos. Susana sigue ahí, esmerándose en su huerta. Me dice que así está entretenida. Aunque apenas consiga que crezca nada, ni las malas hierbas. Yo no me preocupo y a veces algo sale, pero el aire, la tierra, el agua están envenenados y todo lo que pueda brotar de este barro gris nos matará lentamente.
Como todas las mañanas me miré en el pequeño trozo de espejo que conservo. No puedo ver mi rostro entero y lo hago por partes. Mis escasos cabellos grises que dejan al aire las calveras con costras de mi cabeza. La frente arrugada. Mis cejas limpias de pelos y mis párpados sin pestañas. Los ojos enrojecidos y siempre lacrimosos con esas bolsas de piel amarillenta debajo. Mis mejillas flácidas y consumidas. La boca, en la que apenas se esbozan unos labios, con pocos dientes negros y maltrechos. Y mi cuello, un entramado de arrugas que se pierden en la piel enrojecida de mi escote. Tengo cuarenta y dos años y cada mañana, cuando me miro en este espejo, recuerdo como era el rostro de mi madre a la misma edad. Yo parezco su abuela.
A veces pasa alguien por aquí. Suele ser gente que huye. O que busca un lugar para quedarse∙ No lo sé muy bien. Un día se detuvo una mujer que llevaba apoyado en su costado un niño con un bulto muy grande que le salía de la frente y le pregunté que había más allá del humo negro. Me dijo que eran las ciudades que ardían sin cesar, en un fuego que no se acababa nunca y que estábamos mucho mejor aquí, en el campo. ¿En el campo? Pensé yo. ¿Esto es el campo ahora? Antes, en un tiempo que ahora me parece ya muy lejano, era húmedo, jugoso, verde, los árboles te refrescaban, la hierba te acariciaba y el aire te susurraba.
Otro día hablé con un hombre que tenía una barba muy larga que le llegaba ya hasta las rodillas. Con él venía un perro que tenía dos cabezas y seis patas. Me contó que vivía en un pueblo al lado del mar y que era pescador. Ahora ya no había mar, ni olas, ni playas. Sólo una masa negra y viscosa que se extendía en forma de lenguas que morían en lo que antes era la costa.
Ayer pasó una multitud de gentes vestidas con sucios harapos blancos. Delante iba un hombre con una túnica también blanca y una especie de corona hecha con ramas secas. Llevaba en sus manos una gran cruz de madera negra. El hombre recitaba una letanía que yo no entendí y de vez en cuándo decía “Aleluya” elevando la voz y levantando más alto la cruz. Entonces los que le seguían gritaban dolientes y algunos se laceraban a sí mismos con afiladas ramas llenas de espinas. Una mujer que tenía un ojo tapado con un parche negro se dirigió a mí y me dijo:
­-¡Hermana, hermana! ¡Síguenos! ¡Ven! ¡Este es el camino de la salvación!
Pero yo no le contesté. Seguí sentada mirando el horizonte porque sé que todos estamos condenados.
Me senté en la silla a esperar. Dentro de poco oscurecerá. Los días, ahora, son muy cortos. Pero antes comenzará a caer la lluvia plateada y no podemos dejar que nos moje pues, si lo hace, nos saldrán llagas de pus. Le digo adiós a Susana que sigue aún en su huerta, miro la cabaña de Daniel y cierro la puerta. 

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