Miradas

"Tormenta de nieve en alta mar" (William Turner 1775-1851)


Confusión
Los pequeños copos de nieve caen sobre su pelo cubriéndolo de blanco. También sobre su rostro pálido, para luego resbalar hasta su cuello desnudo y aquí, sobre las solapas de su chaquetón, permanecen hasta que lentamente se deshacen. Al hombre amarrado en lo alto del mástil no parece importarle esa nieve que, al derretirse, se cuela por su cuello. Sus ojos, enloquecidos y muy abiertos, miran y comprenden. Un embravecido mar de turbulentas aguas que juegan con el barco en el que se encuentran, un cielo agitado y tenebroso que se cierne amenazante sobre ellos y la nieve blanca e implacable. Por fin ha descubierto el secreto. El origen. La naturaleza en su lucha eterna por existir, donde todo empieza y todo acaba, siempre naciendo para morir y volver a resurgir. El torbellino de las olas del mar que junto con el cielo forman un embudo que parece tragarse el barco. Y ellos, seres inferiores, a merced de esa naturaleza que se revuelve y se transmuta. Reflejado en sus  pupilas los colores que lo rodean. Tonalidades metálicas, frías, sólo el fuego de las chimeneas del barco animan el brillo mortecino de su mirada y un pequeño retazo azul de ese cielo, que se funde con la nieve y con el humo gris, logra dar esperanza a su alma atormentada. Duda.  No sabe si esta visión apocalíptica es real o soñada y cuando ese torbellino de olas, humo y nieve se precipita sobre él, su cabeza cae inconsciente sobre el pecho.



"Nighthawks"  (Edward Hopper 1882-1976))

Autistas
El hombre sube, apoyándose en su bastón, las escaleras blancas que conducen hasta la entrada del museo. Una vez dentro recorre varias estancias sin detenerse, hasta que llega a la sala dedicada a la pintura americana del siglo XX.  Se sienta en el largo sillón de madera situado en el centro, se quita el sombrero y el chaquetón y colocando el bastón entre sus rodillas, apoya su cabeza en las manos que, una sobre otra, descansan en la empuñadura del báculo.
Sus ojos se posan en el cuadro que cuelga de la pared que tiene situada enfrente y su mente retrocede en el tiempo hasta ese momento, ese preciso y único instante, que la cámara fotográfica del hombre de la gabardina gris había retenido para que luego perviviera en el lienzo.
Sucedió cuando él vivía en Nueva York, en el Greenwich Village de Manhattan. Era la noche del 7 de diciembre de mil novecientos cuarenta y uno y como cada noche, después del trabajo, se detuvo a tomar una copa en aquella cafetería. A esa hora siempre eran los mismos clientes. La chica pelirroja, aún bella pero prematuramente ajada por las penurias y la mala vida, que venía todas las noches a ahogar en alcohol su soledad y tristeza de amante abandonada, el hombre de la cara perruna, siempre ensimismado mientras se tomaba su copa y que en el cuadro aparecía de espaldas y él, sentado al lado de la chica. Acababan de dar la noticia por la radio.
“Tras el ataque sorpresa de la Armada Imperial Japonesa contra la flota del Pacífico de la Armada de los EEUU en Pearl Harbor, el presidente, Franklin Delano Roosvelt declaraba la guerra a Japón”.
 Todos continuaron en silencio. El camarero dejó de lavar los vasos y su mirada se perdió en la noche. El hombre de la cara perruna, por primera vez levantó la vista de su copa y los miró asustado. Unos minutos más tarde se oyó la voz llorosa de la chica pelirroja.
-¡Oh! ¡Dios mío! ¡Pobre Paul! Tendrá que ir a la guerra…-
El cogió su mano en un vano intento de consolarla y en ese momento vio al hombre de la gabardina gris, solo, en la acera del otro lado de la calle. No pudo ver su rostro pues lo tapaba la cámara y cuando volvió a mirar ya no había nadie.

 Han pasado cuarenta años y se pregunta día tras día, sentado en aquel banco durante horas, si fue realmente así. La luz que se proyecta desde el bar hacia el exterior para iluminar la oscuridad que los rodea ¿era real? ¿Y la soledad de la calle? ¿ Y el desnudo escaparate de la tienda situado al otro lado donde sólo hay una caja registradora? Encima, en la primera planta, esas ventanas con persianas verdes a medio cerrar, como párpados de ojos muertos que sólo dejan ver un espacio de sombras. ¿Y el rostro del camarero con el que nunca había cruzado más de cuatro palabras? Y la chica pelirroja ¿cómo se llamaba? ¿O es que en realidad no se había molestado en saberlo? Su memoria, cada vez más selectiva, es capaz de recordar pequeñas anécdotas de su infancia, pero es incapaz de desmenuzar esos insignificantes detalles que un intruso pintó de un momento de su vida.  La puerta de entrada ¿se hallaba situada a la derecha y por eso no sale en el cuadro? ¿O quizá el autor, intencionadamente, no deseó hacerlo? La camisa, la corbata, la americana, el sombrero, la forma de colocar sus brazos encima de la barra, todo era suyo, pero no el rostro que aparecía deformado, tan morbosamente parecido con su ganchuda nariz al de la chica pelirroja.
 Después de un tiempo allí sentado, ese olor frio de la soledad, ese desasosiego claustrofóbico que lo invade, esa sensación de angustia que se apodera de él cuándo cree entender. Al salir a la calle, el viento del otoño le tira el sombrero que cae rodando por las escaleras.



"Cuidados maternos" (Pieter de Hooch 1629-1648)


Luces y sombras
 Jannnetje dedicaba ese momento del día, las primeras horas de la tarde, para despiojarlos. Uno a uno. Lo hacía con parsimonia, concienzudamente, cuidando no hacerles daño. Ese gesto cotidiano y simple me reconfortaba y escogí ese instante para pintarla. Ensimismada en su tarea formaba parte del interior, era una pieza más de la estancia; su ausencia dejaría sin sentido cualquiera de los elementos de aquel espacio, ella y su tarea eran la parte fundamental que daba sentido al devenir de la vida. La luminosidad de los últimos días de la primavera dibujaba una sombra en la parte superior de la puerta que permanecía abierta y reflejaba en las baldosas de la entrada el cuadrado de luz del batiente y de los cristales que había encima. A su alrededor el espacio de la antecámara se fragmentaba en sombras de distintas gradaciones que invadían las baldosas y la pared. Al fondo, enmarcado en el espacio visual que me dejaba el marco de la puerta, los árboles y el cielo claro, como foco de luz y punto de fuga, que establecía un paralelismo entre la progresión de luz y las líneas que convergían en él. En la cámara principal Jannetje, mi esposa, quitándole los piojos a nuestra hija más pequeña. El pelo negro, recogido en un austero moño, realzaba su tez sonrosada. Ese día llevaba una camisa roja que la luz irisada de la tarde hacía brillar mientras que la falda, de tonos oscuros, quedaba invadida por un espacio de sombra que la oscurecía y la mimetizaba un tanto con la silla sobre la que estaba sentada. Esta zona en semisombra era su espacio íntimo, Jannetje, la silla y nuestra hija, una atmósfera diferenciada del resto de espacios que componían la pieza que yo veía. Detrás de ellas el habitáculo para dormir donde el juego de luces y sombras me destacaba los almohadones y las mantas y me difuminaba el resto en oscuros perfiles. Delante la jofaina de madera con el agua para el aseo configuraba otra dimensión en penumbra. En el centro, el perro era el punto hacia el que se dirigía una línea de luz que vendría desde la claridad del cielo, continuaría en la luz dorada que se deslizaba por el interior de la puerta de madera, se reflejaba en el suelo de baldosas y entraba en la cámara donde nos hallábamos, pero ya matizada en su recorrido hasta tornarse suavemente ocre, para crear una atmósfera tranquila y recóndita. Detrás de la puerta de esta estancia principal, un nuevo espacio de sombra que absorbía en su interior al cuadro y a la pared. Del otro lado de la puerta un tabique, mitad pared, mitad cristalera, con una cortina retirada que permitía ver parte del paisaje exterior y dejaba entrar un pequeño foco de luz que creaba otro hueco lumínico diferente de los anteriores. Una vez que terminé pude comprobar que mis ojos habían captado la visión de diferentes atmósferas en un mismo espacio y que era esa luz, acariciadora y dulce, cuando penetraba en las estancias, en su juego sinuoso sobre las personas y los objetos, la que creaba esos mundos dentro de otro mundo. Y ni siquiera la austeridad geométrica de las líneas verticales y horizontales, que había trazado para delimitar los espacios, era capaz de romper la serenidad de aquella imagen. 




 "Muchachas en el puente" (Edvard Munch 1863-1944)

Introspección
En Asgardstrand, en verano, las noches tienen una luna amarilla porque los días son tan largos que tiene que comerse la luz. El pueblo se queda en una penumbra que ni es noche ni es día, en un nimbo levemente sombrío que delimita con nitidez los contornos. Las casas, perfiladas mediante trazos sintéticos, austeros, son formas esquemáticas, que parecen dormir o quizá soñar en la larga noche del verano nórdico. La atmósfera es limpia, pura, sin elementos accesorios que la enturbien. La gran copa de un árbol de color verde oscuro oculta una parte del pueblo y queda reflejada en el río. Pero no se trata de una representación fiel, su imagen en el agua es más oscura y se alarga hasta perderse más allá del cuadro; metáfora visual de la falsa apariencia de las cosas, lo que creemos ver no es tal, sino sólo un sucedáneo de esa realidad mutable que se transforma según el punto de vista del que la contempla. Y esta idea de la falsa apariencia se potencia mediante la subjetividad en el uso de los colores, en una visión no naturalista del paisaje y los objetos. La mancha oscura del árbol sirve como nexo entre el pueblo y el espacio formado por el río, el puente y la calle que lo continúa y se pierde más allá del lienzo, todos ellos, elementos simbólicos que trascienden su imagen como expresión de sensaciones, de ideas. El río que refleja los objetos, es un espejo, representación de la búsqueda interior, de la consciencia individual; el puente, resuelto mediante largas y esquemáticas líneas, cuya simbología corresponde a variadas interpretaciones, y que van desde la transitoriedad de la existencia hasta la unión y al mismo tiempo la separación, como una alegoría de la vida. La calle, contrapuesta mediante un sesgo ilusorio a las casas del pueblo, un espejismo que se extiende fuera del cuadro y que nos invita a seguirlo para ver lo que hay más allá. 
 Las muchachas, esbozos de pinceladas sumarias, colocadas de espaldas al espectador, parecen mirar el discurrir del agua en una actitud introspectiva, ese fluir donde nada se repite, un río del que no ven ni el principio ni el final, pero que existen, como el nacimiento y la muerte, en un paralelismo con la búsqueda del sentido de la vida, de la existencia.




"Tête de femme" (Picasso 1881-1973)

Belleza distraída
Bajo la frente huidiza unas cejas negras y distorsionadas daban cobijo a unos ojos negros, grandes, asimétricos y muy juntos. En su mirada desvariada, un ojo miraba hacia el arranque de una nariz que, vista de perfil, era triangular y de frente, se expandía estrecha en sus inicios, para, en su descenso hacia la boca, ensancharse poco a poco. El otro ojo contemplaba el mundo desde una altura inferior, pero con una frontalidad tan descarnada y profunda que dejaba una honda huella. Las mejillas, ausentes de carnosidad, le resbalaban óseas, la boca fruncida escondía unos dientes pequeños y grises, solitarios de luz y de aire; la barbilla puntiaguda, proa de un rostro cincelado a torpes golpes de buril. El cabello de hebras oscuras y duras permanecía recogido en una trenza a un lado del rostro, como si quisiera esconder la oreja, pero que no hacía sino acentuar la desproporcionalidad de aquel rostro poliédrico. Y fueron aquellas facciones cúbicas, plenas de diferentes perfiles, las que llamaron la atención del pintor.
-Buenos días señorita. ¿Podría pedirle un favor?
Y la humilde vendedora de fruta levantó la cabeza y posó el ojo que miraba al frente en el rostro del pintor.
-Dígame señor ¿Qué desea?
-Tiene usted un rostro cautivador y me gustaría pintarla.
-No se burle de mi señor. No soy una mujer bella, soy fea.
-No, no lo es. Su belleza es distraída, una herencia de múltiples realidades y formas que se conjugaron en su rostro.
Ella no entendió sus palabras, pero le permitió pintarla.
El plasmó en el lienzo la multiplicidad de las perspectivas del semblante de la vendedora, una metáfora de la realidad que intenta abarcar la heterogeneidad de diferentes puntos de vista en uno solo y la mujer se vio a misma de frente y de perfil, construida a base de líneas rectas, ángulos y quebrados planos que acentúan la dureza de sus rasgos, con un uso limitado de la tonalidad, colores neutros, gris, marrón, verde oscuro, en el que sólo los cuadros rojos y blancos de la camisa de la vendedora nos apartan de la dura geometría de su retrato. Y sin embargo el pintor no pudo desprenderse, o quizá no quiso hacerlo, de la dulce tristeza de sus ojos y de la melancolía que se desprende de su expresión.




       "El cambista y su mujer" (Quentin Massys 1466-1530)


Una escena cotidiana
El hombre pesa cuidadosamente las monedas en una balanza mientras su mujer, que pasa las hojas de un libro de oraciones, lo observa. En Flandes, a principios del siglo XVI, era usual que los cambistas procedieran a pesar las monedas, pues su valor variaba en función de la cantidad de oro que contenía. La prosperidad económica del momento es transmitida en el cuadro a través de una serie de elementos; por un lado los ropajes de nuestros protagonistas, cuyas telas son tratadas por la paleta del pintor con meticulosidad, los pliegues de los vestidos, las finas pieles que tanto en el hombre como en su esposa rodean los puños y los cuellos, el alfiler que sujeta el pañuelo blanco que la mujer lleva en la cabeza, y que nos hablan de una clase social acomodada y por otro, las joyas, las monedas, el jarrón de vidrio veneciano, el códice miniado que la mujer ojea, el espejo; toda una serie de elementos que, de forma independiente en el cuadro, forman un bodegón de naturalezas muertas y que nos es presentado como si lo viéramos desde una plano superior, quizá con la secreta intención de que analicemos su presencia y función. Y ¿dónde nos quiere llevar el autor del cuadro con esta representación de objetos materiales al lado de un libro de oraciones? Y la esposa del cambista, distraída en mirar las monedas, parece olvidar la misión del libro que tiene entre sus manos. ¿Estamos ante una escena de género, un acto cotidiano de la época? O iremos más allá, y si ahondamos en la biografía del pintor, Massys y comprobamos que era un fiel seguidor de Lutero ¿no podemos ver en todo ello cierta sátira social? Un significado de talante moral, el amor del hombre por lo material y su abandono de la oración.
En el fondo plano, una estantería sobre la que son colocados diversos objetos: libros y dietarios de contabilidad, una jarra, una manzana, un rosario que pende de una alcayata, un plato metálico chino, una caja con tapa, y detrás de la cabeza del hombre otra balanza. Todos estos objetos tienen una simbología en relación con el cuadro, riqueza, religión, virtud, lujo. A la derecha y tras una puerta semiabierta dos personajes secundarios que parecen charlar. Y entre la estantería y la mesa los dos protagonistas, el cambista y su esposa a una hora indeterminada del día ¿Y porqué del día? Pues porque la referencia temporal nos viene dada por el espejo convexo que se halla encima de la mesa y que sume al espectador en un juego de miradas con una doble función; una salida hacia el exterior, árboles, la alta aguja de una iglesia, el cielo azul y la claridad que ilumina las vidrieras de la ventana y la visión interior de otro punto de la estancia, donde un anciano con un sombrero rojo, otro personaje secundario, al lado de esa ventana lee un breviario.
Si observamos con detenimiento los rostros de los protagonistas apreciamos cierta similitud en sus rasgos faciales. El color de la piel es más oscuro en el hombre que en la mujer, de tintes nacarados, la nariz tiene una ligera curvatura a la altura del tabique nasal y la anchura de su rostro quizá sea mayor que la de su esposa pero ¿acaso no son muy semejantes la pesadez de esos párpados desnudos de pestañas, la boca escueta de labios finos, el mentón ligeramente puntiagudo y ese hoyuelo debajo del labio inferior? Y fijémonos en sus manos, en las del hombre unas marcadas venas azules las recorren y un fino cerco marrón bordea sus uñas, en las de su esposa, ocupadas en pasar la página del libro, el mismo surco marrón.
Y ahora pasemos a los personajes secundarios, los que se hallan tras la puerta semiabierta, a la espalda de nuestro protagonista ¿no parecen acaso caricaturas? ¿arquetipos grotescos un tanto inacabados? Y el hombre que se halla dentro del espejo ¿qué función tiene en la escena? ¿un testigo de lo que sucede en el interior pero que a su vez sirve para que nos asomemos al exterior? ¿una especie de juez del conflicto que parece insinuarse entre la ambición mundana y la vida espiritual? ¿Y si abandonáramos esta visión más moralizante y el pintor sólo pretende mostrarnos otra forma de vida producto de las nuevas circunstancias económicas? Un momento determinado del día, suponemos que al final de su jornada de trabajo, el cambista cuenta monedas y su mujer, que en un principio dedica este momento para hojear el libro de oraciones, mira lo que hace su esposo.


"Sin título"  (Carmen Viejo 2015)

Lienzos
La mujer de edad indefinida y pelo entrecano y alborotado merodea por la sala del museo de arte esperando a que alguien se detenga durante unos minutos delante de un cuadro. Un visitante madrugador se sitúa delante del lienzo y mira el nombre,“ Vida interior”. Ella, sigilosamente, se aproxima y se coloca a su lado.
-Un cuadro interesante. ¿No le parece?
Y sin esperar respuesta por parte del así interpelado le cuenta su particular historia.
-¿Sabe? Yo trabajé aquí durante treinta años y me hubiera jubilado en mi puesto de trabajo si no hubiera sido por culpa de ese cuadro que usted está mirando ahora mismo. Todas las mañanas, puntualmente, desde las ocho hasta las tres de la tarde, me sentaba en una silla que ya no está, pues ahora a los vigilantes los obligan a caminar de una sala para otra, situada entre los cuadros “Imperfección” y “Destino incierto”. Un día de verano apareció un individuo vestido con una ropa nada apropiada para la estación del año en la que nos hallábamos; una gabardina gris, larga y holgada, unos pantalones de franela a cuadros granates y negros con las perneras anchas, un jersey de lana de cuello subido color marengo y en la cabeza, un sombrero gris que dejaba en sombra la mayor parte de su rostro. Se colocó delante del cuadro y permaneció allí toda la mañana. Al día siguiente volvió y al siguiente y también, al siguiente, y así durante todo el mes. A veces sacaba una libretita de manoseadas tapas de cuero y apuntaba algo. Un día, muerta de curiosidad, le pregunté.
-Disculpe mi atrevimiento, pero ¿qué le llama la atención de ese cuadro para pasarse tantas horas contemplándolo?
Ni siquiera me miró, continuó con la vista fija en el cuadro y no podría decirle si en realidad me habló o soñé que lo hacía, pues aunque en la sala había otros visitantes, creo que nadie más que yo escuchó sus palabras.
-Por fin he descubierto donde se haya el infinito. Años y años buscándolo, a través de complicadas operaciones matemáticas, en sesudas teorías filosóficas, en el punto de fuga donde convergen las líneas paralelas, en la prolongación de la tierra a través de las estrellas, y no lo encontré. Aquí, en este lienzo, está el agujero negro que contiene al infinito, el círculo no cerrado del espacio tiempo y las sutiles líneas que empujan al universo hacia ese sublime abismo.
No entendí sus palabras y le di la espalda para volver a mi sitio. Cuando me senté en la silla el hombre ya no estaba. Su sombrero gris estaba tirado en el suelo, como si al marcharse precipitadamente le hubiera caído. Pero ¿ por dónde se había ido? ¿Porqué yo no lo había visto? Hasta que me fijé de nuevo en el cuadro y estaba allí, en la esquina superior izquierda, formando parte de ese infinito que buscaba.
El visitante volvió su rostro hacia la mujer para darle las gracias y le desagradó el color ceniciento de su rostro y la aviesa mirada de sus ojos saltones. Como si percibiera su repugnancia, ella se retiró hacia atrás unos pasos mientras que el eco de su voz, ahora más metálica y gutural, llenaba la estancia vacía.
-¿Desea que también le cuente la historia del cuadro que está a su espalda?
El visitante se giró para contestarle. Desconcertado comprobó que la mujer ya no estaba, pero desde el profundo azul oscuro del único lienzo situado en la pared, los vívidos ojos amarillos de una máscara con rostro de Medusa lo miraban fijamente.  



                                                           Room in New York [Hopper]                                       
  El drama del suicida desencantado

“…el drama del desencantado que se arrojó a la calle desde el décimo piso, y a medida que caía iba viendo a través de las ventanas la intimidad de sus vecinos, las pequeñas tragedias domésticas, los amores furtivos, los breves instantes de felicidad, cuyas noticias no habían llegado nunca hasta la escalera común, de modo que en el instante de reventarse contra el pavimento de la calle había cambiado por completo su concepción del mundo, y había llegado a la conclusión de que aquella vida que abandonaba para siempre por la puerta falsa valía la pena de ser vivida.”
 [Gabriel García Márquez]

Asomado a la ventana abierta de su salón, contempla las tupidas cortinas marrones que hoy ocultan el salón de sus vecinos, no queda nada de aquellas vidas, tampoco de la suya, abajo en la calle el tráfico continúa, ajeno al muro que aquellos desconocidos han puesto. Entiende que sólo tiene una salida y salta al vacío. Mientras cae, lamenta que la velocidad con la que desciende, le impida contemplar las vidas intuidas en sombras, detrás de las ventanas de los siete pisos, antes de llegar al suelo.
A los seis años vio a su padre y a la criada entrar en el cuarto de invitados, primero a Adelfa, que así se llamaba la sirvienta, con el plumero en la mano y detrás a su padre, con un gesto extraño que le recordó a los perros cuando olfatean algo excitante y se ponen cada vez más nerviosos. Al poco rato unos grititos, supuso que de Adelfa, llamaron su atención y sigiloso se acercó a la puerta, pegó el ojo a la cerradura y sobre la cama, la criada, amazona sonrosada y jadeante, cabalgaba sobre los muslos de su padre que apretujaba sus pechos como si quisiera arrancárselos. Después de Adelfa vinieron otras y cuando llegó a cierta edad, descubrió el placer solitario y onanista mientras observaba por el ojo de la cerradura. Se acostumbró a vigilar a sus padres al anochecer, cuando se retiraban a su dormitorio, y fue testigo de los desencuentros, disputas, avenencias, secretos y todo tipo de actos íntimos de sus progenitores.
A través del patio interior, al que daba la cocina de su vivienda, las voces de los vecinos formaron conversaciones que le mostraron las pequeñas vidas de los moradores de aquel microcosmos, estructurado en torno a aquel hueco húmedo y fueron muchas las horas que pasó durante su adolescencia y juventud, escuchando y conociendo la evolución de aquellos seres que eran como los personajes de una novela.
Con los años, al igual que su vida fue cambiando con la muerte de sus padres, también se transformó la vida interior del patio de vecinos y fallecidos muchos de los antiguos moradores, los recién llegados conformaron una nueva especie que se marchaba a trabajar a una hora temprana y no llegaba hasta muy entrada la tarde. Ahítos de trabajo apenas hablaban, pasaban las horas que restaban del día ante el ordenador y luego el hueco húmedo se convertía en un pozo negro, sin vida, sin aliento.
El se fue consumiendo lentamente, entre las altas paredes de aquel piso antiguo carcomido por la polilla, encaneciendo y encogiéndose, hasta que un día, desde la ventana del salón, vio en el edificio de enfrente como se abría una ventana y ante sus ojos apareció lo que parecía un salón y unos obreros colocando los muebles. Al día siguiente la ventanas estaban cerradas pero no había cortinas y una pareja colgaba unos cuadros de la pared. A partir de ese día compartió sus tardes con aquella pareja de desconocidos. Los primeros años el hombre solía sentarse en el sofá a leer y la mujer tocaba el piano, cuando terminaba el se levantaba, ponía sus manos sobre los hombros de la mujer y la besaba, después ambos desparecían por la puerta y él retomó de nuevo aquel placer onanista y solitario. Con los años las tardes en el salón se fueron acortando y en los últimos tiempos el hombre parecía traerse el trabajo a casa, folios que parecían documentos, o el periódico, que comprendió no eran sino muros que lo separaban de la mujer, el gesto adusto y a veces malhumorado, la mujer que apenas tocaba el piano, como si molestara, o quizá en una suerte de ensimismamiento, mientras deslizaba un dedo sobre las teclas y los rostros, antes diáfanos, se van convirtiendo en máscaras anodinas.
Hasta que aparecieron las cortinas marrones como el telón que desciende tras el final del último acto de la obra de teatro. 


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