Se llamaba Consuelo. Tenía setenta años, la risa fácil, el cuerpo obeso, las piernas hinchadas y las manos ajadas. Se había casado ya mayor y no tenía hijos. Caminaba ayudándose de un bastón pues tenía artrosis de cadera y cojeaba un poco. Había trabajado durante cuarenta años como limpiadora en una fábrica y se había jubilado hacía cinco. Le gustaba viajar y a menudo me hablaba de los lugares que había visitado durante aquellos últimos años de retiro; a China, a India, a Rusia, a Vietnam, a Chile, a Argentina...
Un día le pregunté:
-¿Y París? ¿Qué te pareció? ¿Te gustó?-
-Pues no sé, no lo conozco.-
-¿No?-
-Pues no, es que eso lo dejo para más adelante, cuando me desenvuelva peor. Ya sabes...-
Y se alejó arrastrando los pies.
Un día le pregunté:
-¿Y París? ¿Qué te pareció? ¿Te gustó?-
-Pues no sé, no lo conozco.-
-¿No?-
-Pues no, es que eso lo dejo para más adelante, cuando me desenvuelva peor. Ya sabes...-
Y se alejó arrastrando los pies.
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