Rosa
no volvió la cabeza para mirar a su madre sentada en el tocón de
madera a la puerta de la casa de paredes encaladas en un gris sucio y
comidas a desconchones de pobreza. No la vio con la mirada perdida en
el infinito de aquella mansedumbre inmemorial, con las manos nervudas
y morenas apoyadas en las rodillas huesudas, que un vestido
harapiento y roto apenas tapaba. No pudo ver a los perros famélicos
peleando por un trozo de hueso roído, ni a a los cuervos
revoloteando en círculo, en el cielo inclemente y sudoroso, sobre
los restos despellejados de un esqueleto, ni a los niños de rostros
sucios, piernas torcidas y barrigas morenas que espantaban las moscas
en la pesadumbre inquieta de la tarde. Sólo podía ver la pista de
barro que se extendía ante su vista, con el cerro ocre al fondo
cortando la llanura inmisericorde y los espejismos de la canícula
en el páramo alejándose de sus pasos.
Recorrió
sendas y carreteras, unas arboladas, otras áridas, solitarias, pobladas por
coches o por otros como ella. De día caminaba y nunca miraba hacia
atrás, la vista fija en lo que divisaba más lejos, presta a
alcanzarlo, para no decaer, para no rendirse al calor, a la sed, a la
desesperanza, al miedo. De noche, escondida en los matorrales de las
cunetas, dormía sueños inquietos apretando contra su pecho el
escueto hatillo de unas pocas monedas, un vestido, una chaqueta y un
par de mudas de ropa interior.
Al quinceavo día llegó a Chiapas y
preguntando aquí y allá encontró la estación y al llegar al
lugar, se apoyó en el estrecho hueco de la pared maloliente entre otros que, como ella, esperaban la llegada de “La Bestia”. El
cansancio se le metió en la piel y en los huesos y se quedó sentada
en el suelo polvoriento, con las piernas extendidas, sucias y
rasguñadas, el pecho hundido y triste, apenas palpitante y las
palmas encallecidas y blancas de sus manos morenas, abandonadas sobre
su mísera falda de diminutas flores azules. La máquina entró en la
estación, poderosa y terrorífica, hiriendo el murmullo lastimero
del atardecer con el chirrido de sus ruedas sobre los raíles
ardientes. Peleó y trepó por las ventanas hasta encaramarse al
techo y cuando el tren arrancó con un bramido de bestia enfurecida,
tuvo que agarrarse fuerte a las traviesas de hierro para no caer. A
las pocas horas los manos y los brazos se le entumecieron por
el esfuerzo de la postura, pero el temor a caer en los vaivenes o en
las curvas le impedían soltarse, hasta que poco después, ya no
sintió nada; no tenía brazos, ni manos y las piernas se le
hormigueaban. A la salida de una curva el tren se detuvo y hombres
que salían de la maleza subieron al tren. Dinero, pedían dinero y
ella les dio un poco y como era poco y viajaba sola, la desnudaron, y
la palparon, como a los caballos y varios de ellos, uno detrás de
otro, la violaron, pero ella, acostumbrada al forzamiento desde que
un tío suyo se fijara en aquellos pezones que despuntaban lentos en
su camiseta, cerró los ojos y sintió como su cuerpo, de cintura para
abajo, se le iba quedando dormido. Cuando los abrió, el cielo azul oscuro,
preludiando una noche sin estrellas, le pareció tan bello que deseó
quedarse allí para siempre.
Y así se sucedieron los días
interminables, las noches de gritos agónicos, los asaltos, la
violencia, el miedo, hasta que se quedó sin dinero y un día, como
ya no tenía nada que darles, ni que ofrecerles, la apalearon y como
pudo, volvió a subirse al tren, pero sus manos ya no podían
agarrarse y cuando se aproximaban a la boca negra de un túnel le
dolían tanto que se soltó y al salir el tren a la claridad,
sobre el techo sólo quedaba el hatillo de Rosa.
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