En la pequeña aula de
paredes amarillas y pupitres de madera clara sólo se oye el respirar
afanoso de las alumnas que, inclinadas sobre sus cuadernos, escriben
la frase que su profesora ha dejado escrita en el encerado, “La
campesina llevaba al mercado una cesta con verduras”.
Irene, sigilosa,
vigila, desde las espaldas de sus pupilas, la labor. Al llegar a
Antonia se detiene.
-Muy bien Antonia. Está perfecto. Ahora tienes
que escribir la historia que nos contaste la semana pasada.
-Ay no señorita. Eso
me llevaría mucho tiempo.
-Es igual Antonia. Eso
no es problema. Todos los días un ratito aquí y otro en casa,
escribes tres o cuatro líneas. Mira, si quieres puedes empezar ya.
Y Antonia vuelve a
coger con fuerza el lápiz porque tiene miedo de que se le escape,
como le pasaba al principio, cuando aprendió a trazar aquellas
letras toscas y grandes entre las rayas de la página blanca, y
empieza a escribir el relato de esa vida suya que una tarde les contó
a sus compañeras de taller.
“Corrían los años
cincuenta, no recuerdo muy bien si fue el cincuenta y dos o el
cincuenta y tres, los números no me los sé muy bien y se mezclan en
mi cabeza. Vivíamos en una aldea cerca de Monforte de Lemos, en
Orense. Allí nací yo, según decía mi madre, una noche de tormenta
en la que parecía que el mundo se iba a acabar, y mis cinco
hermanos. Eramos tres mujeres y tres hombres,(pongo primero a las
mujeres porque me lo dice la señorita Irene, pero a mi me enseñaron
que los hombres siempre estaban antes). Yo soy la tercera de los
hermanos pero la primera de las mujeres. El primogénito fue Arcadio,
luego Benito, Antonia, que soy yo, Engracia, la otra hembra, Estevo y
la última y un poco a destiempo, pues vino al mundo diez años
después que mi hermano, Adela. Cuando nació, después de un parto
largo y difícil que dejó a mi madre agotada durante meses, mi
padre, al enterarse que había tenido otra hija, ni siquiera fue a
verla y sólo dijo de muy mal humor, otra mujer que no sirve para
nada, sólo una boca más para alimentar. Yo creo que no tenía
razón, pues nosotras desde muy pequeñitas trabajábamos, porque si
no era así nos moriríamos de hambre. Recuerdo que, cuando aún no
podíamos casi sostenernos sobre las piernas, nos enseñaban a
recoger leña en el bosque, pequeños trozos que íbamos echando a un
saco que llevaba mi madre, y poco después, cuando todavía nuestra
cabeza era tierna, nos colocaban un rodete en la cabeza, encima un
caldero con ropa sucia y al río a lavar la ropa y a la vuelta, el
mismo caldero con la ropa mojada. A veces pienso que por eso yo no
crecí hacia arriba y me quedé así, achaparrada, pues lo que no fue
de alto fue de ancho. Las manos se nos quedaban moradas del frío y
arrugadas de tanto remojo en el agua, luego se hinchaban y se ponían
coloradas y a veces nos dolían como si nos traspasaran con agujas
finas. También nos pusieron bien pronto a sacar patatas de la tierra
negra, con los pies desnudos en el barro seco unas veces y otras
húmedo y frío. Adela fue la única que se libró, pero nunca la
envidié. Siempre fue una niña enfermiza que se fatigaba mucho,
hasta que un día escupió sangre y meses más tarde se murió, según
dijeron de tuberculosis y mi padre que no se alegró con su
nacimiento tampoco lloró con su muerte. Para mi hermana y para mí,
aunque nos dio pena, fue un hueco más en la cama que compartíamos y
para mis hermanos, que se pasaban casi todo el día en el monte, fue
lo mismo su presencia que su ausencia. Nunca fuimos a la escuela, ni
los hombres ni las mujeres, pues padre decía que las letras y los
números no servían para darnos de comer en aquellos montes, pero
aunque mi padre nos lo hubiera permitido, quedaba lejos y para
llegar, debíamos recorrer un camino que subía dando curvas hasta lo
alto de una loma, atravesar un bosque y bajar al valle. Cuando era
pequeña teníamos tres vacas, gallinas y conejos. Una de las vacas,
un día de verano, se despeñó por un barranco, decían que asustada
por un trueno, pues ese día hubo tormenta. Otra enfermó, dejó de
comer y de dar leche y a los pocos días se murió. La tercera nos
duró unos pocos años más, hasta que padre decidió matarla para
comer su carne un año de mala cosecha. Ese mismo año un zorro nos
mató a casi todas las gallinas y sólo nos quedaron los conejos. Al
año siguiente llovió y nevó mucho y las torrenteras que bajaban de
las montañas destruyeron los bancales de la aldea. Los pocos que
quedaban se fueron marchando y mi padre decidió hacer lo mismo. Un
vecino de la aldea le había dicho que tenía un primo trabajando por
Asturias, en un pueblo llamado Avilés, donde estaban construyendo
una fábrica. Y así vinimos para acá, mis padres, mis hermanos y yo
con unas maletas de cartón y unos hatos de trapos y dejamos en
aquella tierra húmeda y fría los pobres restos de Adela. Los
primeros días vivíamos debajo de un puente compartiendo fríos,
hambres y hogueras con otros como nosotros. Al poco tiempo mi padre y
mis hermanos encontraron trabajo en la construcción de las cimientos
de la fábrica y pasamos a vivir debajo de un hórreo. Benito murió
meses después en un accidente, según supimos años mas tarde
sepultado por una de las campanas utilizadas para la cimentación, mi
padre padeció hasta su muerte fuertes dolores de huesos y Arcadio y
Estevo, como eran jóvenes, lograron salir con mejor salud de
aquellas difíciles condiciones de trabajo y cuando “La Fabricona”
estuvo terminada se quedaron a trabajar en ella. Yo me casé con un
extremeño que vino un par de años después, cuando la fábrica ya
había empezado a funcionar. Dormía en los barracones y lo conocí
cuando iba a llevarles la comida a mis hermanos. Como nunca había
tenido otro novio me emocionó que se fijará en mi y aunque un poco
rudo me pareció guapo. Nos casamos pronto y nos fuimos a vivir a una
casa que alquilamos cerca de la empresa. Los niños llegaron rápido,
cuatro, dos chicos y dos chicas, uno detrás de otro y mi vida no fue
buena, ni fácil, pero como antes tampoco lo fuera, no creía que se
pudiera vivir de otra forma. Mi marido, Salvador, no era un hombre de
muchas palabras, él con la mirada lo decía todo, pero nunca era un
mirar dulce, ni tierno, ni amable, no, era una mirada dura, esquiva
y, cuando quería decirle algo lo hacía con la cabeza baja, sin
mirarle a esos ojos que me daban tanto miedo. Cuando bebía me pegaba
y a veces, cuando no bebía también, sólo porque como trabajaba a
turnos y a veces durante la mañana no dormía, se levantaba de mal
humor y lo pagaba conmigo. Yo no me quejaba, a mí me parecía algo
normal, pues mi padre pegaba a mi madre y ella no se quejaba, ni
siquiera la vi llorar nunca y pensaba que si alguien no se lamenta
de esa suerte, es que es algo natural. Hasta que mis hijos se
hicieron mayores y aunque ellos recibieron también de niños alguna
que otra paliza, mi hijo mayor, un día que llegó borracho y empezó
a pegarme, lo echó fuera de casa y de un empellón lo tiró por la
escalera. Se quedó sentado en el descansillo con una cortadura en la
mejilla y un buen golpe en la cabeza. Los vecinos llamaron a la
ambulancia y se lo llevaron al hospital. Vino la policía, mis hijos
me convencieron para que lo denunciara por malos tratos y me
divorciara. Así lo hice y la vida fue diferente. Ahora tengo sesenta
y tres años y cuatro nietos de los que disfruto como nunca pude
hacer con mis hijos. Aprendí a leer y escribir en el taller de
adultos de la señorita Irene, voy a clases de pintura, que siempre
me gustó dibujar copiando estampas de los libros y hace un mes
hicimos una exposición y un señor que vino a verla dijo que le
gustaban mis cuadros, que eran “naif”, según me dijo la señorita
Irene es un tipo de pintura ingenua y espontánea. También voy a
clases de baile y allí tengo un amigo de mi edad, que me
invita a café y pasteles después de las clases. Mis hijas me
preguntan si es bueno y yo les digo que me parece que sí porque es
educado, todo un caballero y sobre todo, tiene la mirada dulce y
cuando me habla, me gusta mirar sus ojos.