El zaguán estaba oscuro y olía a
humedad y vejez. Era una tarde de verano del mes de julio y el calor
neblinoso del día se hallaba aún escondido entre las sombras. Mi
madre y yo subimos la escalera de madera que llevaba al primer y
único piso y que, sin transición, nos introducía directamente en
la cocina de suelo de madera clara sin barnizar, limpio y aún
oliendo a lejía. En una esquina, en la
silla de mimbre, estaba Luisa, con las manos grandes y rojizas
entrelazadas sobre el regazo cubierto por un mandil de cuadros. Era
la segunda de las tres hermanas, parientes lejanas, primas en tercer
o cuarto grado de mi abuela y vecinas, pared con pared de la casa de
esta. Era una mujer afable y servicial que se había pasado la vida
entre aquellas paredes, cosiendo, fregando y cuidando de sus padres
cuando se hicieron mayores. Al vernos aparecer se levantó y sin
mediar palabra, como si supiera a lo que veníamos, nos precedió y
nosotras seguimos sus pasos cortos y morosos y su cuerpo encorvado y
enjuto, hasta la sala de donde partían las habitaciones. Antes de
entrar al dormitorio de la moribunda, en voz muy baja, nos previno.
-Está muy malina. Ya no conoce a
nadie. El médico dijo que no pasaría de esta noche.
Mi madre no dijo nada y entró en la
habitación. Yo la seguí, curiosa y asustada por aquel silencio
pesaroso y las miradas cómplices que no entendía.
El cuarto era pequeño y se hallaba en
penumbra. Al entrar, la pequeñez se convirtió en una angostura
desasosegante por el color verde de las paredes, el tono oscuro de la madera de los muebles y la profusión y tamaño de los mismos para un espacio reducido; una cama grande pegada a
la pared, un armario de tres cuerpos con espejo, la mesita alta con
tapa de mármol y la alfombra de flores desvaídas. A los pies de
la cama estaba María, la hermana pequeña, también soltera y a
decir de mi abuela, la única que había tenido un pretendiente, pero
que no llegó a casarse porque aquel novio la abandonó por otra más
rica. De resultas de aquella historia le quedaron un ajuar mohoso
guardado en los cajones de la cómoda de la sala, una amargura que le
agrió el carácter y una apatía que la sentaba en la silla de la
galería, al caer la tarde, a mirar muy quedo la calle. En aquella
época aún conservaba carne en las mejillas, la piel blanca y
sonrosada, el pelo entrecano, pero ya con más mechones blancos que
negros y los ojos muy azules.
En la cama, hundida en el colchón de
lana y tapada hasta el cuello por una colcha granate de la que
asomaba el embozo de una blanquísima sábana blanca, estaba Elvira.
Más muerta que viva, con el rostro ceniciento, las mejillas
ausentes, pues sólo piel apergaminada se pegaba a las encías
desdentadas, los ojos cerrados y el cuerpo mísero, me costó
reconocer en aquella máscara gris y descarnada a la mujer alegre del
moño blanco y delantal de flores que trajinaba entre las ollas, la
cocinera de aquella casa, la hacedora de las mantecadas. Supe que ya
no subiría más corriendo las escaleras, atraída por el olor que
llenaba el aire cuando se cocían en el horno, ni ella me recibiría
con regocijo, ni volvería a ver su rostro burlón y risueño ante mi
impaciencia para que se enfriaran rápido, ni en mi boca volvería a
fundirse la masa dulce y pastosa, aún templada, ni nos sentaríamos
luego juntas para acariciar al gato negro que dormía holgazán en el
peldaño del hórreo, ni me tocarían más esas manos aún
fragantes a manteca, harina y azúcar. En aquella casa sólo me
quedaba el olor a lejía de las manos de Luisa y la resentida
melancolía de María. Salí del cuarto y atravesando la cocina
llegué al paso de piedra que llevaba al hórreo. En los peldaños de
madera aún daban los últimos rayos del sol, pero el gato no estaba
allí. A la derecha y desde aquella altura podía ver el prado de la
casa de mi abuela y pensé que quizá estuviera escondido entre las
hierbas altas, o tal vez, a mi izquierda, en el jardín de la casa del
otro lado, la de la señora Dolores, debajo del banco de madera o
entre los arbustos floridos. Volví a la cocina donde ya se hallaba
mi madre despidiéndose de Luisa y María. Bajamos las escaleras y en
el zaguán en penumbra, debajo del hueco de la escalera, me pareció
ver la sombra de un gato. No volvería a verlo a nunca más.
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