En
la inmensa nave de paredes sucias cientos de mujeres con la espalda
encorvada no levantan sus ojos de los trozos de tela que unas viejas
máquinas de coser recorren, ora en sentido vertical, ora en sentido
horizontal, hasta conformar unos cuadrados que, en la sala de al
lado, otras operarias rellenarán con algodón.
Por
el pasillo un hombre vociferante corre de un extremo a otro, controlando el trabajo de las obreras para que ni un solo ojo se
levante de la labor, ni una sola palabra se escape de sus bocas
selladas, ni un suspiro de cansancio impida continuar el ritmo
productivo del número de cojines asignado por jornada. La voz
estridente del encargado no logra alzarse sobre el ruido
martilleante de las máquinas de coser y para hacer más efectiva su
arenga, de vez en cuando, se acerca a alguna de aquellas mujeres
encorvadas y les grita al oído, más rápido, no te detengas, como
no espabiles daré parte de ello y te despedirán, no, no es hora de
ir al baño, continúa, sólo se puede ir una vez y tú ya has ido,
acompañado de una pequeña colleja en una nuca indefensa, un golpe
en una espalda desvalida.
El
traqueteo que oxida los oídos y entumece los huesos en la misma
postura durante doce horas se detiene a las seis de la tarde y las
mujeres se levantan a la vez, algunas cojean hasta que sus piernas
tumefactas recuerdan los pasos, otras estiran la espalda y recobran
la postura erguida que las hace aún humanas pero, las más, salen
encorvadas, con los brazos colgando y la mirada perdida en el suelo
de cemento.
Hoy
llueve y en la inmensa explanada que se extiende ante el portón de
entrada de la fábrica se han formado charcos de barro. El encargado
sale el primero y corre entre los charcos, un resbalón y cae
sentado, intenta levantarse y vuelve a resbalar entre el lodo mojado
hasta quedar tendido de espaldas y cuando de rodillas lucha por
recuperar el equilibrio, sus ojos quedan a la altura de cientos de
piernas que lo rodean.
Las
mujeres, ahora erguidas, ahora olvidadas de sus silencios, miran al
hombre chapoteando en el barro y al unísono golpean con su pierna
derecha el suelo enlodado y el hombre escucha, mezclado con el ruido
de la lluvia, el mismo sonido monótono de las cientos de máquinas
de coser y siente el barro húmedo resbalar por sus cara y meterse en
sus ojos, en su nariz, en su boca.