Al despertar Gregorio Samsa una
mañana, tras un sueño intranquilo, encontróse en su cama
convertido en un monstruoso insecto. Franz Kafka
Águeda
escuchó el ruido de la primera paletada de tierra que el enterrador
lanzó al ataúd de su madre, a continuación la siguiente y otra más
y otra, hasta que cubrió el féretro y ya sólo se oyó el rumor de
las ramas de los árboles agitadas por el aire de las castañas.
Hacía muchos años que su madre se
había quedado postrada en la cama. Un día no se levantó, ya no
quiero moverme de aquí, dijo, tú me cuidarás. Ella
la atendió, día tras día, mes tras mes, año tras año. Su voz
invadió
todos los rincones de la casa, Águeda ráscame la espalda, Águeda
la bacinilla, Águeda hoy tienes que cortarme las uñas de los pies,
Águeda tráeme agua, Águeda apúrate y dame un golpe que me
atraganté con el pollo, Águeda ¿qué día hace hoy? Aún no has
descubierto las cortinas. ¡Águedaaaaaa! Ella, solícita y
resignada, se olvidó de sí misma, y se conformó con las
telenovelas de cuatro a cinco cuando su madre dormía la siesta.
Días antes de su fallecimiento, una tarde, en medio de la novela,
oyó un grito extraño y a continuación, unos sonidos que le
recordaron al parloteo del loro de Anselmo el del estanco. Cuando
entró en la habitación halló a su madre semisentada en la cama ,
la espalda encorvada, el cráneo casi sin pelos, solo una pequeña
mata gris en la punta, la nariz curvada en
un arco que tocaba los casi
inexistentes labios y aferrando con sus manos garras el embozo de
la cama.
No hay comentarios:
Publicar un comentario