Las
ranuras de las persianas metálicos dibujaban sombras horizontales en
el suelo de la habitación. La tarde se arrastraba pegajosa entre el
olor a orines y la letanía monocorde de una televisión que nadie
escuchaba. En la gran sala, los residentes, diseminados, olvidados
unos de otros, dejan pasar un día más o un día menos. Engracia
llama todas las tardes a su marido muerto hace ya diez años, Antonio
golpea el suelo con el bastón reclamando la atención de Marina, que
duerme con la cabeza colgándole sobre el pecho, Hilario hace
equilibrios en el borde de la silla y se balancea, hacia adelante y
hacia atrás, mientras repite, “lunes, martes, miércoles”, dos,
tres, cuatro, cinco veces, ni se sabe, pero en realidad no importa,
pues nadie lo escucha; Carlota, con su flácida humanidad repantigada
en el sillón y sujetando con su mano derecha el tembleque de su mano
izquierda, intenta conversar con su vecina de asiento, Menchu,
concentrada en enrollar, para luego desenrollar una madeja de lana
rosa; Silvina, coqueta y menuda, acaricia con sus manos finas y
traslúcidas el pelo de la muñeca que tiene en su regazo; Manolo
recorre a trompicones el corto espacio que va desde la puerta de entrada a su
sillón favorito, pues su medio cuerpo vivo
arrastra a su otro medio cuerpo muerto. Y los demás, unos sentados,
otros en sillas de ruedas y los menos, en el precario equilibrio de
un bastón, un par de muletas o un andador, repiten gestos, sonrisas
babeantes, miradas perdidas, bostezos soñolientos, rictus
incontrolados y soledades.
Lucía
entra en la sala y busca con la mirada a Delia. En una esquina, entre
el aparador y el ventanal, se halla la anciana de cabellos níveos
recogidos en un pequeño moño a la altura de la nuca. Está sujeta a
la silla de ruedas con una cincha y aún así, su cuerpo desmadejado
se bambolea hacia delante. Cuando ve a Lucía, sus ojos, hasta ese
momento yertos, brillan, la mano derecha tiembla y su boca se pierde
en un sonido mudo. Lucía saca del bolsillo de su bata dos terrones
de azúcar. Los parte en pequeños trozos y de uno en uno los va
colocando en la boca sin dientes. Delia cierra los ojos y
pega la lengua con fuerza al paladar para que se derrita rápido.
Estimulada por el dulce que se cuela en sus papilas gustativas, es
transportada a un pasado con sabor a golosina, donde es su madre la
que abre la mano y le enseña el terrón de azúcar, el de todos los
domingos, el postre ganado para su hija con el sudor ágil de sus dedos de
costurera y luego, es ella la que pone, entre los dedos sedientos y
sonrosados de su hijo, el trozo de azúcar que él desmenuza, para
luego chuparse los dedos pegajosos y dulces y la tarde se le inunda
con la sonrisa congelada en sepia de aquel bebe que nunca llegó a
ser adulto.
-Pero
Lucía ¿para qué le das terrones de azúcar? ¿No ves cómo se está
poniendo?
-Déjala,
pobrecilla. ¡Qué más da como se ponga! Mira la sonrisa que tiene.
Un
reguero de saliva azucarada se desliza por su toquilla malva mientras
abre su boca llena de recuerdos para que Lucía le introduzca otro
terrón.
No hay comentarios:
Publicar un comentario