De
las dos acepciones con las que se define el vocablo felicidad en el
diccionario, “estado de ánimo del que disfruta de lo que desea”
y “satisfacción, alegría, contento”
pudiera desprenderse que la felicidad no es un estado vital
permanente para el ser humano.
Desde que nacemos, e incluso antes, cuando flotamos en el líquido
amniótico del útero materno, ya disfrutamos de esos pequeños
instantes placenteros. Una felicidad inconsciente rota cuando el
sujeto nace y su primer gesto es el llanto.
El bebé comienza a caminar buscando el equilibrio inestable de sus
piernas endebles, un ligero traspiés, un mal paso y la sonrisa
blanda de su rostro se transforma, primero en un rictus doloroso y
después en un agudo grito de dolor, cuando sus rodillas y la palma
de sus manos chocan contra el suelo.
El niño, que tendrá unos cinco años, está sentado en el banco y
sus rodillas cuelgan mientras se balancea, primero una y luego la
otra. Está comiendo un helado, una enorme bola de nata y fresa
encaramada en un cucurucho de galleta. Su pequeña lengua da rápidos
lametazos a la bola y esta, en un precario equilibrio, cae y queda,
ya perdida su forma redonda, como una triste mancha blanca y rosa a
los pies del niño.
El adolescente de la gorra calada hasta las orejas y los pantalones
colgantes sonríe, mientras la chica de la camiseta corta y piercing
en el ombligo lo mira con dulzura, pero esa sonrisa queda congelada
cuando la chica se funde en un apretado beso con el chico que estaba
a su espalda.
La novia baja las escaleras de la iglesia con la mano delicadamente
apoyada en el brazo del que ya es su marido. En su rostro percibimos
la satisfacción de la excelencia conseguida hasta en los más
mínimos detalles, cuando un inoportuno enredo de su fino tacón en
la cola del vestido, la deja sentada en el último peldaño de la
escalinata.
El hombre de mediana edad mira orgulloso desde la entrada de la casa
las mesas del jardín, con los blancos manteles y la cristalería
iluminada por los farolillos de colores que cuelgan de los árboles.
Los invitados van y vienen con las copas en sus manos, se detienen,
charlan, se sientan, pasean y algunos se pierden en la oscuridad de
los setos para aparecer un rato después. Busca con los ojos a su
joven esposa que, colocándose los tirantes de su vestido de verano,
sale de los matorrales seguida muy de cerca por su socio.
La anciana está sentada con la silla muy pegada a la mesa, para que
las gotas que caen del trozo de pan que moja en el café no la
manchen y se derramen sobre el mantel. Come presta y ansiosa y el pan
reblandecido se desliza, sin detenerse apenas en su boca desdentada,
por su garganta. Cuando, tras repetidas veces, vuelve a remojar el
trozo que va quedando del pan en el café, este se desprende de sus
dedos y pasa a formar parte del líquido marrón de la taza, pero
ella, sin percatarse, introduce los dedos en su boca de nuevo y sus
encías sin dientes aprisionan sus dedos en busca del pan con sabor a
café.
Los arboles, frondosos y añejos, sombrean con delicadeza las tumbas
y los rayos del sol de primavera se cuelan tímidos entre sus ramas.
En el silencio se oye el canto de algunos pájaros, y de nuevo la
paz. Este es un cementerio sin flores, las pocas que quedan, de
plástico, aparecen roídas por el sol y la intemperie de los años.
Los familiares de los que aún se hallan aquí enterrados, hace
meses que no vienen, pues los difuntos, desahuciados de sus tumbas por
la especulación, esperan el desalojo definitivo de un día para
otro. A las nueve de la mañana atrona el sonido de una máquina
excavadora y los pájaros salen huyendo.
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