“Desde
tu muerte no ceso de escuchar ese clamor de pájaros tristes que me
acompaña siempre. A veces pienso que voy a volverme loco, aunque
quizá ya esté loco y es que esta locura comenzó el día que te
conocí. Fuiste a la librería a pedirme que te firmara el libro,
envuelta en la bruma del otoño que se colaba por las cristaleras del
escaparate. Y del color del otoño eran tus ojos y de la urdimbre de
la bruma tu piel. Me diste las gracias y te fuiste. Te seguí por
calles invadidas de hojas secas y durante días fui a esperarte hasta
que una tarde me viste en el café, delante de tu portal; una
sonrisa, unas palabras de sorpresa, una cita para otro día. Cuando
no estabas conmigo te seguía sin que me vieras, me convertí en tu
sombra y comencé a maldecir a todo aquel que te hablaba, que te
miraba. Por ti y para ti compré la casa del acantilado, lejos de
todo y de todos. Aquí fuimos felices, solos, tú y yo. Fuera las
olas del mar que subían y bajaban por las piedras del acantilado y
los pájaros mirándonos desde las ramas del árbol. Un día me
dijiste que te aburrías, que estabas harta de aquella vida, que te
angustiaba el sonido del faro, que te asustaban los ojos de los
pájaros del árbol. Cuando te vi preparando la maleta no quise
dejarte marchar y ahora estás ahí, debajo del árbol de los
pájaros, acompañándome.
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