Abre
los ojos y por el ventanuco de la habitación entra la luz metálica
de la luna de invierno. Tiene frío y hambre, pero es un frío y un
hambre secular, el de los desheredados. Su padre lo apura. Salen y
comienzan a caminar por el sendero de barro y escarcha. Tras una hora
de caminata por la llanura desnuda y gélida llegan a la entrada de
la mina. En la penumbra gris del amanecer ve niños, hombres y
algunas mujeres. Ernesto y su padre se suben a una vagoneta de las
que hay en los raíles de la vía y entran al interior de la mina.
Dentro,
en las galerías, le enseñan a arrancar con las manos las piedras
del túnel. Después las carga en una carretilla y cuando está llena
la descarga en una vagoneta. Horas y horas, no sabe cuantas, porque
allí no hay luz, sólo un polvillo negro que se mete por las
narices, por la boca, por los ojos.
Cuando
salen ya es de noche. De vuelta por la llanura seca y helada,
mientras camina encorvado, con el peso de la luna de invierno sobre
sus espaldas de niño, va llorando lágrimas negras.
-Te
acostumbrarás hijo, te acostumbrarás... -le dice su padre y su voz
ya no es huraña.
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