Sobre
un poema de Juan Gelman
“María
la sirvienta”
Se
llamaba María todo el tiempo de sus 17 años,
era
capaz de tener alma y sonreír con pajaritos,
pero
lo importante fue que en la valija le encontraron
un
niño muerto de tres días envuelto en diarios de la casa.
Qué
manera era esa de pecar de pecar,
decían
las señoras acostumbradas a la discreción
y
en señal de horror levantaban las cejas
con
un breve vuelo no desprovisto de encanto.
Los
señores meditaron rápidamente sobre los peligros
de
la prostitución o de la falta de prostitución,
rememoraban
sus hazañas con chirusas diversas
y
decían severos: desde luego querida.
En
la comisaría fueron decentes con ella,
sólo
la manosearon de sargento para arriba,
pero
María se ocupaba de llorar,
los
pajaritos se le despintaron bajo la lluvia de lágrimas.
Había
mucha gente desagradada con María
por
su manera de empaquetar los resultados del amor
y
opinaban que la cárcel le devolvería la decencia
o
por lo menos francamente la haría menos bruta.
Aquella
noche las señoras y señores se perfumaban con
ardor
por
el niño que decía la verdad,
por
el niño que era puro,
por
el que era tierno,
por
el bueno,
en
fin, por todos los niños muertos que cargaban en las valijas
del
alma
y
empezaron a heder súbitamente
mientras
la gran ciudad cerraba sus ventanas.
De: Gotán
De: Gotán
Esta
vez fue en la España de los años setenta, pero la historia puede
ser la misma o parecida.
Para
nosotros y para todo el que la conocía era Mari, la lechera, aunque
quizá su nombre fuera María a secas, o lo más probable era que
María acompañase a otro nombre, quizá María Encarnación, María
Virtudes, María del Consuelo o María de lo que fuera, pues en
aquella época todas las niñas, al ser bautizadas, eran registradas
con María como primer nombre y a continuación otro nombre o nombres. Mari repartía leche por las casas de aquella
villa costera próxima a su pueblo. Ella vivía en el alto, en la
aldea que se encaramaba desafiante desde la cumbre del monte y se
desparramaba en pequeños caseríos por su falda, dejando un tramo de
praderías verdes en su quebrado descenso, antes de llegar a la
villa. Bajaba todos los días, sin respetar domingos ni festivos, en
un seiscientos destartalado y que ella conducía a trompicones, desde
las nueve de la mañana a la una de la tarde, pues muchas eran las
casas en las que Mari la lechera iba dejando la leche. Por la casa de
mis padres pasaba sobre las nueve de la mañana y yo la veía los
sábados y los domingos, los días que no tenía escuela. Entraba por
la puerta de la cocina, sin llamar y daba un “buenos
días”
rotundo, tan rotundo como ella. Mari tenía las carnes prietas y
abundantes, con la grandiosidad y la textura rubenianas, pero el
color, aunque vivía en el norte, era aceitunado, propio de las
mujeres del mediterráneo. Cuando sucedió lo que sucedió, hubo
quién dijo que un antepasado suyo había conocido a su bisabuela,
una malagueña traída por un marinero de un burdel de la ciudad.
Tenía los ojos castaños, ardientes y dulces, un poco ocultos por
unas cejas pobladas y negras que ella no se molestaba en recortar, la
boca indómita y los labios gruesos, las mejillas angulosas y la
barbilla redonda. No era especialmente hermosa, pero tenía un algo
salvaje en su forma de moverse que hacía que no pasara desapercibida
y había también en ella cierta pureza atávica, ancestral, aún no
pervertida, que la hacía diferente. Y es que Mari sí era distinta y
desde luego, no actuaba ni llevaba el tipo de vida que se esperaba en
las mujeres de aquella España, en la que convivían de una forma
inconsecuente un catolicismo trasnochado y obsoleto y el
desarrollismo económico iniciado en los años sesenta. Tenía tres
hijos de padres diferentes y al decir de las gentes, de padres
desconocidos, por aquello de que ella y sólo ella era conocedora de
la progenitura. Su nombre y su vida corrían de boca en boca y es que
la libertad y la pobreza eran conceptos que no casaban para las
personas de buen vivir, acostumbradas a ser permisivas con ciertos
vicios, siempre que fueran a escondidas y convenientemente
purificados por aquella religión salvadora de las buenas costumbres
y la perfecta moral.
A
mí me gustaba verla entrar por la puerta de la cocina, siempre
alegre y expresiva, con la cántara de la leche apoyada en la cadera.
En ese momento yo demoraba el desayuno, el tazón de Cola Cao y las
galletas María, para verla desencajar la lechera del hueco de su
cadera, inclinarla con soltura y ligereza, como si gozara de una
liviandad que no era tal, y ver aquel chorro blanco y aún caliente
que vertía en el medidor de loza que traía consigo, cuatro medidas
que luego depositaba en el hervidor de mi madre. Y en sentido
inverso, en un gesto aprehendido, vuelta a colocar la lechera en el
recodo tibio de la cadera; a veces una breve conversación con mi
madre, unas palabras dirigidas a nosotros, a mi hermano y a mí, y
siempre, un “hasta
mañana”
prometedor de la leche aún caliente y olorosa. Y luego su figura
escorzada en el marco de la puerta, con su bata de flores menudas,
fuera verano o invierno, si acaso, una gruesa chaqueta de lana gris
oscuro que no alcanzaba apenas a cubrir el canalillo de sus pechos,
sus piernas siempre desnudas, morenas y fuertes, y en los pies unas
alpargatas que, cuando llovía, eran introducidas en unos chanclos
de goma.
Una
mañana de verano Mari apareció un poco más tarde de lo habitual y
apenas escuchamos los buenos días en sus labios tistes. Ese día
Mari no sonreía e incluso me pareció que la lechera le pesaba más
que otros días y que sus movimientos eran lentos y sin gracia.
Estaba pálida y bajo sus ojos unas profundas ojeras moradas
ensombrecían aún más su semblante.
-Mari
¡qué mala cara tienes hoy! ¡Trabajas demasiado!-le dijo mi madre.
-No,
no es el trabajo. Es el pensar que me llega otra boca más para
alimentar.-contestó ella.
-Pero
Mari si ya tienes tres niños y tú sola, sin un hombre que te
ayude-insistió mi madre escandalizada.
-Sí,
sí… pero es que la fame del culo ye tan difícil de aguantar... -
le respondió ella con un suspiro de resignación.
Mari
continuó trayéndonos la leche durante toda la semana hasta que una
mañana no apareció y a la tarde ya todos sabían la noticia de que
Mari, la lechera, había muerto. Se desangró entre coágulos de
sangre fresca y joven, retortijones de útero y gritos de dolor un
atardecer de verano, cuando una aficionada le metió unas agujas de
tejer para sacarle aquella nueva boca, a la que ella quizá ya no se
veía con fuerzas para traer al mundo.
La
enterraron un día de semana, a las siete de la tarde, con mucha
vergüenza y como una obligación y en la esquela vimos que se
llamaba sólo María. Al funeral acudieron los padres de Mari, dos
ancianos de rostros atezados y rugosos, manos fuertes y miradas
tristes. Apoyados uno en el otro, dignos y melancólicos, atravesaron
el pasillo central de la iglesia para sentarse en el primer banco.
Detrás suyo los hijos de Mari, primero el mayor, a continuación el
segundo y cogido de su mano y caminando aún con dificultad, el
último. Los asistentes, vieron y luego contaron como el hijo mayor,
un adolescente de unos catorce años, tenía el mismo rostro afilado
y anguloso, la tez cetrina, los ojos castaños y dulces y el porte
esbelto del Cristo crucificado que había en el altar mayor, el
segundo, un niño de cinco años, era idéntico al pequeño San Juan
Bautista del cuadro que colgaba en un pasillo lateral y el último,
que no llegaría aún a los tres años, rubio, sonrosado y con unos
rizos que le llegaban al cuello, les hizo mirar al angelote sentado a
los pies de la Virgen, en el retablo central, para ver si seguía allí.
Días
más tarde se organizó una postulación para ayudar a los padres de
Mari en la crianza de aquellos nietos y ellos, que siempre habían
vivido con su hija, se vieron ahora solos, ancianos y con tres niños.
No se volvieron a organizar más colectas y debieron arreglárselas
como pudieron con sus exiguas pensiones, pero, por supuesto, hubo
personas que pagaron varias misas y rosarios por la salvación del
alma de Mari.
Y
para que la pesadumbre no venza quiero recordar a Mari, mayúscula
hembra hecha de leche y miel, puta para los maldicientes, gozadora y
carnal para otros, siempre libre y poderosa y que tristemente murió
por hacer lo que le dio la gana.
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