Todo comenzó una mañana, hace tres años, al volver del
supermercado. Estaba cansada y me senté en un banco y de repente las
palabras comenzaron a salir de mi boca, como un torrente
incontenible. Ahora me detengo todos los días. A la mujer de la
túnica y el pecho desnudo le hablo sobre mi marido, sobre su
desamor, las sospechas de infidelidad y el amargor de la certidumbre
; al hombre de la barba y el manto le cuento cosas de mis hijos, el
tiempo muerto de mi hija enganchada al ordenador, una desconocida que
se encierra con llave en su habitación y que sólo sale por la
noche, el despotismo con el que me trata mi hijo, un huésped
malencarado con derecho a tres comidas, ropa lavada y planchada. Con
el niño del aro sólo me salen frases bonitas, como me pasaba con
mis hijos cuando eran pequeños. Me despido y se quedan ahí,
hiératicas sobre sus pedestales, esperándome hasta la mañana
siguiente. El resto del día estoy muda, pero en mi casa nadie ha
notado la ausencia de mis palabras.
"Y aún me atrevo a amar el sonido de la luz en una hora muerta, el color del tiempo en un muro abandonado". Alejandra Pizarnik
martes, 21 de febrero de 2017
miércoles, 15 de febrero de 2017
Caramelos
El
hombre está sentado en un banco del parque. Delante suyo una niña
de pelo rubio y falda corta salta a la comba.
-Ven
bonita, mira que caramelos más ricos tengo- le dice el hombre a la
niña.
La
niña duda, pero se acerca. Sobre la mano del hombre tres caramelos
envueltos en celofán de color amarillo, verde y azul. Cuando
extiende su mano para coger uno la voz de su madre la llama. La niña
corre y su figura se aleja en los ojos del hombre.
Un
poco después otra niña se acerca en un patinete rosa. El hombre
repite la frase. No se esmera.
-Ven
bonita, mira que caramelos más ricos tengo.
La
niña se detiene y coge uno de los caramelos, lo mete en la boca y a
los pocos minutos se le nubla la vista.
El
hombre la coge en el cuello y le susura al oído, mi niña bonita…
mientras se pierde por la alameda.
Al
lado del banco queda el patinete rosa.
viernes, 3 de febrero de 2017
El último verano
Aquel
fue el último verano en la casa de la palmera, la casa de mis
abuelos. Íbamos allí todos los veranos, los meses de julio y
agosto. Era una casa de tres plantas, con las paredes pintadas de
azul claro y las ventanas y las galerías blancas. A ambos lados,
rematando el tejado, dos torreones con una escalera de caracol en el
interior. Un capricho de mi abuelo a quien en el pueblo conocían
como Antonio el Indiano. Rodeándola un enorme jardín con muchos
árboles, fuentes y setos para perderse y delante de la puerta
principal la palmera, alta y enorme, como mi abuelo, que se murió un
día, así de repente, cuando aún era un hombre muy largo que nos
miraba desde aquella altitud inalcanzable, nos asustaba con su
vozarrón, su bigote negro terminado en punta y su dedo índice
amenazador. Para que no nos viera nos escondíamos por los vericuetos
del jardín o subíamos a los torreones y eso era lo que maś nos
gustaba, aunque lo tuviéramos prohibido, pues nos decían que
podíamos caernos por las escaleras. Desde allí veíamos el mar, y
la playa, larga, tostada y con forma de concha y también veiamos el
faro blanco, en el extremo del acantilado, al final de la pradería
verde donde pastaban las vacas. A veces, al abrir la ventana el
viento nos traía el bramido de las olas cuando había marejada y
siempre que había niebla escuchábamos el mugido del faro.
El
abuelo se cayó un día desde su altura, no se volvió a levantar y
lo enterraron al día siguiente y la abuela, que era pequeña y
regordeta, comenzó a encogerse más y más, hasta casi dar con la
nariz en las rodillas cuando estaba sentada. Después de la muerte
del abuelo continuanos pasando los veranos en la casa de la palmera,
hasta el verano que me encontré a papá y a la tía Aurora en uno de
los torreones. La tía era la esposa del hermano de papá, el tio
Luis y la madre de mis primos, Luisito y Amelia. Mi hermano pequeño
Alfredo, mis primos y yo subimos corriendo la escalera de caracol,
abrimos la puerta y los encontramos, a papa y la tía, sobre la mesa,
en una extraña postura, desde la que sólo vimos las piernas blancas
de la tía Aurora rodeando la cintura de papá y el culo de nuestro
padre que iba y venía y su rostro de medio lado perdido entre los
pechos de la tía. Gritaban en un idioma indescifrable y mi hermano
Alfredo comenzó a llorar. Mi tía nos vio y apartando sobresaltada a
mi padre nos dijo que nos fuéramos. Dos días mas tarde mamá nos
llevó a la casa de la otra abuela, una casa pequeña y humeda en un
barrio de las afueras de una ciudad. Nos dijo que a partir de ese día
viviríamos allí, en aquella casita que, aunque pobre, honrada y
decente. No volvimos a ver a los primos, ni a la tía Aurora, ni al tío
Luis y a nuestro padre sólo los domingos de cuatro a ocho.
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