Todo comenzó una mañana, hace tres años, al volver del
supermercado. Estaba cansada y me senté en un banco y de repente las
palabras comenzaron a salir de mi boca, como un torrente
incontenible. Ahora me detengo todos los días. A la mujer de la
túnica y el pecho desnudo le hablo sobre mi marido, sobre su
desamor, las sospechas de infidelidad y el amargor de la certidumbre
; al hombre de la barba y el manto le cuento cosas de mis hijos, el
tiempo muerto de mi hija enganchada al ordenador, una desconocida que
se encierra con llave en su habitación y que sólo sale por la
noche, el despotismo con el que me trata mi hijo, un huésped
malencarado con derecho a tres comidas, ropa lavada y planchada. Con
el niño del aro sólo me salen frases bonitas, como me pasaba con
mis hijos cuando eran pequeños. Me despido y se quedan ahí,
hiératicas sobre sus pedestales, esperándome hasta la mañana
siguiente. El resto del día estoy muda, pero en mi casa nadie ha
notado la ausencia de mis palabras.
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