Aquel
fue el último verano en la casa de la palmera, la casa de mis
abuelos. Íbamos allí todos los veranos, los meses de julio y
agosto. Era una casa de tres plantas, con las paredes pintadas de
azul claro y las ventanas y las galerías blancas. A ambos lados,
rematando el tejado, dos torreones con una escalera de caracol en el
interior. Un capricho de mi abuelo a quien en el pueblo conocían
como Antonio el Indiano. Rodeándola un enorme jardín con muchos
árboles, fuentes y setos para perderse y delante de la puerta
principal la palmera, alta y enorme, como mi abuelo, que se murió un
día, así de repente, cuando aún era un hombre muy largo que nos
miraba desde aquella altitud inalcanzable, nos asustaba con su
vozarrón, su bigote negro terminado en punta y su dedo índice
amenazador. Para que no nos viera nos escondíamos por los vericuetos
del jardín o subíamos a los torreones y eso era lo que maś nos
gustaba, aunque lo tuviéramos prohibido, pues nos decían que
podíamos caernos por las escaleras. Desde allí veíamos el mar, y
la playa, larga, tostada y con forma de concha y también veiamos el
faro blanco, en el extremo del acantilado, al final de la pradería
verde donde pastaban las vacas. A veces, al abrir la ventana el
viento nos traía el bramido de las olas cuando había marejada y
siempre que había niebla escuchábamos el mugido del faro.
El
abuelo se cayó un día desde su altura, no se volvió a levantar y
lo enterraron al día siguiente y la abuela, que era pequeña y
regordeta, comenzó a encogerse más y más, hasta casi dar con la
nariz en las rodillas cuando estaba sentada. Después de la muerte
del abuelo continuanos pasando los veranos en la casa de la palmera,
hasta el verano que me encontré a papá y a la tía Aurora en uno de
los torreones. La tía era la esposa del hermano de papá, el tio
Luis y la madre de mis primos, Luisito y Amelia. Mi hermano pequeño
Alfredo, mis primos y yo subimos corriendo la escalera de caracol,
abrimos la puerta y los encontramos, a papa y la tía, sobre la mesa,
en una extraña postura, desde la que sólo vimos las piernas blancas
de la tía Aurora rodeando la cintura de papá y el culo de nuestro
padre que iba y venía y su rostro de medio lado perdido entre los
pechos de la tía. Gritaban en un idioma indescifrable y mi hermano
Alfredo comenzó a llorar. Mi tía nos vio y apartando sobresaltada a
mi padre nos dijo que nos fuéramos. Dos días mas tarde mamá nos
llevó a la casa de la otra abuela, una casa pequeña y humeda en un
barrio de las afueras de una ciudad. Nos dijo que a partir de ese día
viviríamos allí, en aquella casita que, aunque pobre, honrada y
decente. No volvimos a ver a los primos, ni a la tía Aurora, ni al tío
Luis y a nuestro padre sólo los domingos de cuatro a ocho.
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