Pasó a su lado como
todas las tardes y como todas las
tardes a lo largo de las semanas, los meses y los años fue la misma
presencia transparente y anodina que se deslizaba con la fregona, limpiando los suelos que ellos pisaban con sus zapatos de piel y
ellas con sus finos zapatos de tacón. Se había acostumbrado a tener
la misma textura que los cristales de las ventanas, la madera de las
mesas o el acero de los ascensores. Sin una específica corporeidad
cuando se interponía entre la ventana del piso catorce de aquel
edificio con oficinas de abogados y sus ojos, seguían
viendo lo que había detrás del cristal; al otro lado de la calle
más edificios de oficinas, un poco más allá el parque y al fondo,
el cielo que se unía con un horizonte irregular de urbanizaciones a
diferentes alturas.
Pero
esa tarde sucedió algo. Tenían una reunión tardía y la luz
naranja del ocaso se colaba por las rendijas de las cortinas de
lamas. Oyó las sillas al correrse y cuando giró la cabeza los vio
de espaldas, levantándose, y sus culos, sólo sus culos, estaban
desnudos, y había culos que eran tersos como la piel de los bebes,
culos prietos, en tensión, culos fofos y macilentos, culos peludos,
culos granujientos, culos con forma de embudo, culos escurridos,
culos de luna llena, culos fondones, culos glamurosos, culos
vergonzantes pero también culos altaneros, culos en pompa, culos
graciosos pero también culos tristes…
Ella,
agarrada a la fregona, se reía sin parar y de tanta risa que le daba
tuvo que apoyarse en la pared mientras los veía de espaldas,
caminando serios y circunspectos con sus culos desnudos hacia el
ascensor.