“Desde
tu muerte no ceso de escuchar ese clamor de pájaros tristes que me
acompaña siempre. A veces pienso que voy a volverme loco, aunque
quizá ya esté loco y es que esta locura comenzó el día que te
conocí. Fuiste a la librería a pedirme que te firmara el libro,
envuelta en la bruma del otoño que se colaba por las cristaleras del
escaparate. Y del color del otoño eran tus ojos y de la urdimbre de
la bruma tu piel. Me diste las gracias y te fuiste. Te seguí por
calles invadidas de hojas secas y durante días fui a esperarte hasta
que una tarde me viste en el café, delante de tu portal; una
sonrisa, unas palabras de sorpresa, una cita para otro día. Cuando
no estabas conmigo te seguía sin que me vieras, me convertí en tu
sombra y comencé a maldecir a todo aquel que te hablaba, que te
miraba. Por ti y para ti compré la casa del acantilado, lejos de
todo y de todos. Aquí fuimos felices, solos, tú y yo. Fuera las
olas del mar que subían y bajaban por las piedras del acantilado y
los pájaros mirándonos desde las ramas del árbol. Un día me
dijiste que te aburrías, que estabas harta de aquella vida, que te
angustiaba el sonido del faro, que te asustaban los ojos de los
pájaros del árbol. Cuando te vi preparando la maleta no quise
dejarte marchar y ahora estás ahí, debajo del árbol de los
pájaros, acompañándome.
"Y aún me atrevo a amar el sonido de la luz en una hora muerta, el color del tiempo en un muro abandonado". Alejandra Pizarnik
martes, 24 de noviembre de 2015
lunes, 3 de agosto de 2015
Que no la pesadumbre no venza
Sobre
un poema de Juan Gelman
“María
la sirvienta”
Se
llamaba María todo el tiempo de sus 17 años,
era
capaz de tener alma y sonreír con pajaritos,
pero
lo importante fue que en la valija le encontraron
un
niño muerto de tres días envuelto en diarios de la casa.
Qué
manera era esa de pecar de pecar,
decían
las señoras acostumbradas a la discreción
y
en señal de horror levantaban las cejas
con
un breve vuelo no desprovisto de encanto.
Los
señores meditaron rápidamente sobre los peligros
de
la prostitución o de la falta de prostitución,
rememoraban
sus hazañas con chirusas diversas
y
decían severos: desde luego querida.
En
la comisaría fueron decentes con ella,
sólo
la manosearon de sargento para arriba,
pero
María se ocupaba de llorar,
los
pajaritos se le despintaron bajo la lluvia de lágrimas.
Había
mucha gente desagradada con María
por
su manera de empaquetar los resultados del amor
y
opinaban que la cárcel le devolvería la decencia
o
por lo menos francamente la haría menos bruta.
Aquella
noche las señoras y señores se perfumaban con
ardor
por
el niño que decía la verdad,
por
el niño que era puro,
por
el que era tierno,
por
el bueno,
en
fin, por todos los niños muertos que cargaban en las valijas
del
alma
y
empezaron a heder súbitamente
mientras
la gran ciudad cerraba sus ventanas.
De: Gotán
De: Gotán
Esta
vez fue en la España de los años setenta, pero la historia puede
ser la misma o parecida.
Para
nosotros y para todo el que la conocía era Mari, la lechera, aunque
quizá su nombre fuera María a secas, o lo más probable era que
María acompañase a otro nombre, quizá María Encarnación, María
Virtudes, María del Consuelo o María de lo que fuera, pues en
aquella época todas las niñas, al ser bautizadas, eran registradas
con María como primer nombre y a continuación otro nombre o nombres. Mari repartía leche por las casas de aquella
villa costera próxima a su pueblo. Ella vivía en el alto, en la
aldea que se encaramaba desafiante desde la cumbre del monte y se
desparramaba en pequeños caseríos por su falda, dejando un tramo de
praderías verdes en su quebrado descenso, antes de llegar a la
villa. Bajaba todos los días, sin respetar domingos ni festivos, en
un seiscientos destartalado y que ella conducía a trompicones, desde
las nueve de la mañana a la una de la tarde, pues muchas eran las
casas en las que Mari la lechera iba dejando la leche. Por la casa de
mis padres pasaba sobre las nueve de la mañana y yo la veía los
sábados y los domingos, los días que no tenía escuela. Entraba por
la puerta de la cocina, sin llamar y daba un “buenos
días”
rotundo, tan rotundo como ella. Mari tenía las carnes prietas y
abundantes, con la grandiosidad y la textura rubenianas, pero el
color, aunque vivía en el norte, era aceitunado, propio de las
mujeres del mediterráneo. Cuando sucedió lo que sucedió, hubo
quién dijo que un antepasado suyo había conocido a su bisabuela,
una malagueña traída por un marinero de un burdel de la ciudad.
Tenía los ojos castaños, ardientes y dulces, un poco ocultos por
unas cejas pobladas y negras que ella no se molestaba en recortar, la
boca indómita y los labios gruesos, las mejillas angulosas y la
barbilla redonda. No era especialmente hermosa, pero tenía un algo
salvaje en su forma de moverse que hacía que no pasara desapercibida
y había también en ella cierta pureza atávica, ancestral, aún no
pervertida, que la hacía diferente. Y es que Mari sí era distinta y
desde luego, no actuaba ni llevaba el tipo de vida que se esperaba en
las mujeres de aquella España, en la que convivían de una forma
inconsecuente un catolicismo trasnochado y obsoleto y el
desarrollismo económico iniciado en los años sesenta. Tenía tres
hijos de padres diferentes y al decir de las gentes, de padres
desconocidos, por aquello de que ella y sólo ella era conocedora de
la progenitura. Su nombre y su vida corrían de boca en boca y es que
la libertad y la pobreza eran conceptos que no casaban para las
personas de buen vivir, acostumbradas a ser permisivas con ciertos
vicios, siempre que fueran a escondidas y convenientemente
purificados por aquella religión salvadora de las buenas costumbres
y la perfecta moral.
A
mí me gustaba verla entrar por la puerta de la cocina, siempre
alegre y expresiva, con la cántara de la leche apoyada en la cadera.
En ese momento yo demoraba el desayuno, el tazón de Cola Cao y las
galletas María, para verla desencajar la lechera del hueco de su
cadera, inclinarla con soltura y ligereza, como si gozara de una
liviandad que no era tal, y ver aquel chorro blanco y aún caliente
que vertía en el medidor de loza que traía consigo, cuatro medidas
que luego depositaba en el hervidor de mi madre. Y en sentido
inverso, en un gesto aprehendido, vuelta a colocar la lechera en el
recodo tibio de la cadera; a veces una breve conversación con mi
madre, unas palabras dirigidas a nosotros, a mi hermano y a mí, y
siempre, un “hasta
mañana”
prometedor de la leche aún caliente y olorosa. Y luego su figura
escorzada en el marco de la puerta, con su bata de flores menudas,
fuera verano o invierno, si acaso, una gruesa chaqueta de lana gris
oscuro que no alcanzaba apenas a cubrir el canalillo de sus pechos,
sus piernas siempre desnudas, morenas y fuertes, y en los pies unas
alpargatas que, cuando llovía, eran introducidas en unos chanclos
de goma.
Una
mañana de verano Mari apareció un poco más tarde de lo habitual y
apenas escuchamos los buenos días en sus labios tistes. Ese día
Mari no sonreía e incluso me pareció que la lechera le pesaba más
que otros días y que sus movimientos eran lentos y sin gracia.
Estaba pálida y bajo sus ojos unas profundas ojeras moradas
ensombrecían aún más su semblante.
-Mari
¡qué mala cara tienes hoy! ¡Trabajas demasiado!-le dijo mi madre.
-No,
no es el trabajo. Es el pensar que me llega otra boca más para
alimentar.-contestó ella.
-Pero
Mari si ya tienes tres niños y tú sola, sin un hombre que te
ayude-insistió mi madre escandalizada.
-Sí,
sí… pero es que la fame del culo ye tan difícil de aguantar... -
le respondió ella con un suspiro de resignación.
Mari
continuó trayéndonos la leche durante toda la semana hasta que una
mañana no apareció y a la tarde ya todos sabían la noticia de que
Mari, la lechera, había muerto. Se desangró entre coágulos de
sangre fresca y joven, retortijones de útero y gritos de dolor un
atardecer de verano, cuando una aficionada le metió unas agujas de
tejer para sacarle aquella nueva boca, a la que ella quizá ya no se
veía con fuerzas para traer al mundo.
La
enterraron un día de semana, a las siete de la tarde, con mucha
vergüenza y como una obligación y en la esquela vimos que se
llamaba sólo María. Al funeral acudieron los padres de Mari, dos
ancianos de rostros atezados y rugosos, manos fuertes y miradas
tristes. Apoyados uno en el otro, dignos y melancólicos, atravesaron
el pasillo central de la iglesia para sentarse en el primer banco.
Detrás suyo los hijos de Mari, primero el mayor, a continuación el
segundo y cogido de su mano y caminando aún con dificultad, el
último. Los asistentes, vieron y luego contaron como el hijo mayor,
un adolescente de unos catorce años, tenía el mismo rostro afilado
y anguloso, la tez cetrina, los ojos castaños y dulces y el porte
esbelto del Cristo crucificado que había en el altar mayor, el
segundo, un niño de cinco años, era idéntico al pequeño San Juan
Bautista del cuadro que colgaba en un pasillo lateral y el último,
que no llegaría aún a los tres años, rubio, sonrosado y con unos
rizos que le llegaban al cuello, les hizo mirar al angelote sentado a
los pies de la Virgen, en el retablo central, para ver si seguía allí.
Días
más tarde se organizó una postulación para ayudar a los padres de
Mari en la crianza de aquellos nietos y ellos, que siempre habían
vivido con su hija, se vieron ahora solos, ancianos y con tres niños.
No se volvieron a organizar más colectas y debieron arreglárselas
como pudieron con sus exiguas pensiones, pero, por supuesto, hubo
personas que pagaron varias misas y rosarios por la salvación del
alma de Mari.
Y
para que la pesadumbre no venza quiero recordar a Mari, mayúscula
hembra hecha de leche y miel, puta para los maldicientes, gozadora y
carnal para otros, siempre libre y poderosa y que tristemente murió
por hacer lo que le dio la gana.
lunes, 15 de junio de 2015
Seis dedos
Era la
última de los siete hermanos. Todos tenían los ojos negros y el
pelo oscuro; ella era rubia, con ojos azules y había nacido con seis dedos en la mano derecha. Desde que supo que sus hermanos tenían uno menos, cogió la costumbre de llevar siempre el meñique
doblado para que parecieran cinco. Una tarde llegó el hombre que
afilaba cuchillos y durante el tiempo que el hombre estuvo allí, no se apartó de su lado, mirando asombrada la pericia de aquella mano de seis
dedos, con el meñique encogido, que acercaba los cuchillos a la rueda
de afilar.
lunes, 18 de mayo de 2015
La duda
- ¿Usted cree en fantasmas?
- Yo no -respondió el otro-. ¿Y usted?
-Yo... ¿Sabe? Tengo dudas.
- ¿Dudas? ¿Cómo puede ser eso? O se cree o no se cree.
- Es que... Yo me miro en el espejo y no me veo
- ¿Qué no se ve? Pues yo lo veo perfectamente.
- Pruebe, pruebe a tocarme y así saldremos de dudas.
- ¡Pues así sea! Y no sólo lo tocaré sino que también lo pellizcaré -le dijo el otro con un mohín de enfado.
- ¡Venga! ¡Venga! ¡Acérquese y toque!
- Pero... ¿Qué es esto? -gritó el otro mientras se precipitaba en el vacío que se abrió a sus pies.
jueves, 14 de mayo de 2015
Olor a mantecadas
El zaguán estaba oscuro y olía a
humedad y vejez. Era una tarde de verano del mes de julio y el calor
neblinoso del día se hallaba aún escondido entre las sombras. Mi
madre y yo subimos la escalera de madera que llevaba al primer y
único piso y que, sin transición, nos introducía directamente en
la cocina de suelo de madera clara sin barnizar, limpio y aún
oliendo a lejía. En una esquina, en la
silla de mimbre, estaba Luisa, con las manos grandes y rojizas
entrelazadas sobre el regazo cubierto por un mandil de cuadros. Era
la segunda de las tres hermanas, parientes lejanas, primas en tercer
o cuarto grado de mi abuela y vecinas, pared con pared de la casa de
esta. Era una mujer afable y servicial que se había pasado la vida
entre aquellas paredes, cosiendo, fregando y cuidando de sus padres
cuando se hicieron mayores. Al vernos aparecer se levantó y sin
mediar palabra, como si supiera a lo que veníamos, nos precedió y
nosotras seguimos sus pasos cortos y morosos y su cuerpo encorvado y
enjuto, hasta la sala de donde partían las habitaciones. Antes de
entrar al dormitorio de la moribunda, en voz muy baja, nos previno.
-Está muy malina. Ya no conoce a
nadie. El médico dijo que no pasaría de esta noche.
Mi madre no dijo nada y entró en la
habitación. Yo la seguí, curiosa y asustada por aquel silencio
pesaroso y las miradas cómplices que no entendía.
El cuarto era pequeño y se hallaba en
penumbra. Al entrar, la pequeñez se convirtió en una angostura
desasosegante por el color verde de las paredes, el tono oscuro de la madera de los muebles y la profusión y tamaño de los mismos para un espacio reducido; una cama grande pegada a
la pared, un armario de tres cuerpos con espejo, la mesita alta con
tapa de mármol y la alfombra de flores desvaídas. A los pies de
la cama estaba María, la hermana pequeña, también soltera y a
decir de mi abuela, la única que había tenido un pretendiente, pero
que no llegó a casarse porque aquel novio la abandonó por otra más
rica. De resultas de aquella historia le quedaron un ajuar mohoso
guardado en los cajones de la cómoda de la sala, una amargura que le
agrió el carácter y una apatía que la sentaba en la silla de la
galería, al caer la tarde, a mirar muy quedo la calle. En aquella
época aún conservaba carne en las mejillas, la piel blanca y
sonrosada, el pelo entrecano, pero ya con más mechones blancos que
negros y los ojos muy azules.
En la cama, hundida en el colchón de
lana y tapada hasta el cuello por una colcha granate de la que
asomaba el embozo de una blanquísima sábana blanca, estaba Elvira.
Más muerta que viva, con el rostro ceniciento, las mejillas
ausentes, pues sólo piel apergaminada se pegaba a las encías
desdentadas, los ojos cerrados y el cuerpo mísero, me costó
reconocer en aquella máscara gris y descarnada a la mujer alegre del
moño blanco y delantal de flores que trajinaba entre las ollas, la
cocinera de aquella casa, la hacedora de las mantecadas. Supe que ya
no subiría más corriendo las escaleras, atraída por el olor que
llenaba el aire cuando se cocían en el horno, ni ella me recibiría
con regocijo, ni volvería a ver su rostro burlón y risueño ante mi
impaciencia para que se enfriaran rápido, ni en mi boca volvería a
fundirse la masa dulce y pastosa, aún templada, ni nos sentaríamos
luego juntas para acariciar al gato negro que dormía holgazán en el
peldaño del hórreo, ni me tocarían más esas manos aún
fragantes a manteca, harina y azúcar. En aquella casa sólo me
quedaba el olor a lejía de las manos de Luisa y la resentida
melancolía de María. Salí del cuarto y atravesando la cocina
llegué al paso de piedra que llevaba al hórreo. En los peldaños de
madera aún daban los últimos rayos del sol, pero el gato no estaba
allí. A la derecha y desde aquella altura podía ver el prado de la
casa de mi abuela y pensé que quizá estuviera escondido entre las
hierbas altas, o tal vez, a mi izquierda, en el jardín de la casa del
otro lado, la de la señora Dolores, debajo del banco de madera o
entre los arbustos floridos. Volví a la cocina donde ya se hallaba
mi madre despidiéndose de Luisa y María. Bajamos las escaleras y en
el zaguán en penumbra, debajo del hueco de la escalera, me pareció
ver la sombra de un gato. No volvería a verlo a nunca más.
martes, 5 de mayo de 2015
Antonia y las letras
En la pequeña aula de
paredes amarillas y pupitres de madera clara sólo se oye el respirar
afanoso de las alumnas que, inclinadas sobre sus cuadernos, escriben
la frase que su profesora ha dejado escrita en el encerado, “La
campesina llevaba al mercado una cesta con verduras”.
Irene, sigilosa,
vigila, desde las espaldas de sus pupilas, la labor. Al llegar a
Antonia se detiene.
-Muy bien Antonia. Está perfecto. Ahora tienes
que escribir la historia que nos contaste la semana pasada.
-Ay no señorita. Eso
me llevaría mucho tiempo.
-Es igual Antonia. Eso
no es problema. Todos los días un ratito aquí y otro en casa,
escribes tres o cuatro líneas. Mira, si quieres puedes empezar ya.
Y Antonia vuelve a
coger con fuerza el lápiz porque tiene miedo de que se le escape,
como le pasaba al principio, cuando aprendió a trazar aquellas
letras toscas y grandes entre las rayas de la página blanca, y
empieza a escribir el relato de esa vida suya que una tarde les contó
a sus compañeras de taller.
“Corrían los años
cincuenta, no recuerdo muy bien si fue el cincuenta y dos o el
cincuenta y tres, los números no me los sé muy bien y se mezclan en
mi cabeza. Vivíamos en una aldea cerca de Monforte de Lemos, en
Orense. Allí nací yo, según decía mi madre, una noche de tormenta
en la que parecía que el mundo se iba a acabar, y mis cinco
hermanos. Eramos tres mujeres y tres hombres,(pongo primero a las
mujeres porque me lo dice la señorita Irene, pero a mi me enseñaron
que los hombres siempre estaban antes). Yo soy la tercera de los
hermanos pero la primera de las mujeres. El primogénito fue Arcadio,
luego Benito, Antonia, que soy yo, Engracia, la otra hembra, Estevo y
la última y un poco a destiempo, pues vino al mundo diez años
después que mi hermano, Adela. Cuando nació, después de un parto
largo y difícil que dejó a mi madre agotada durante meses, mi
padre, al enterarse que había tenido otra hija, ni siquiera fue a
verla y sólo dijo de muy mal humor, otra mujer que no sirve para
nada, sólo una boca más para alimentar. Yo creo que no tenía
razón, pues nosotras desde muy pequeñitas trabajábamos, porque si
no era así nos moriríamos de hambre. Recuerdo que, cuando aún no
podíamos casi sostenernos sobre las piernas, nos enseñaban a
recoger leña en el bosque, pequeños trozos que íbamos echando a un
saco que llevaba mi madre, y poco después, cuando todavía nuestra
cabeza era tierna, nos colocaban un rodete en la cabeza, encima un
caldero con ropa sucia y al río a lavar la ropa y a la vuelta, el
mismo caldero con la ropa mojada. A veces pienso que por eso yo no
crecí hacia arriba y me quedé así, achaparrada, pues lo que no fue
de alto fue de ancho. Las manos se nos quedaban moradas del frío y
arrugadas de tanto remojo en el agua, luego se hinchaban y se ponían
coloradas y a veces nos dolían como si nos traspasaran con agujas
finas. También nos pusieron bien pronto a sacar patatas de la tierra
negra, con los pies desnudos en el barro seco unas veces y otras
húmedo y frío. Adela fue la única que se libró, pero nunca la
envidié. Siempre fue una niña enfermiza que se fatigaba mucho,
hasta que un día escupió sangre y meses más tarde se murió, según
dijeron de tuberculosis y mi padre que no se alegró con su
nacimiento tampoco lloró con su muerte. Para mi hermana y para mí,
aunque nos dio pena, fue un hueco más en la cama que compartíamos y
para mis hermanos, que se pasaban casi todo el día en el monte, fue
lo mismo su presencia que su ausencia. Nunca fuimos a la escuela, ni
los hombres ni las mujeres, pues padre decía que las letras y los
números no servían para darnos de comer en aquellos montes, pero
aunque mi padre nos lo hubiera permitido, quedaba lejos y para
llegar, debíamos recorrer un camino que subía dando curvas hasta lo
alto de una loma, atravesar un bosque y bajar al valle. Cuando era
pequeña teníamos tres vacas, gallinas y conejos. Una de las vacas,
un día de verano, se despeñó por un barranco, decían que asustada
por un trueno, pues ese día hubo tormenta. Otra enfermó, dejó de
comer y de dar leche y a los pocos días se murió. La tercera nos
duró unos pocos años más, hasta que padre decidió matarla para
comer su carne un año de mala cosecha. Ese mismo año un zorro nos
mató a casi todas las gallinas y sólo nos quedaron los conejos. Al
año siguiente llovió y nevó mucho y las torrenteras que bajaban de
las montañas destruyeron los bancales de la aldea. Los pocos que
quedaban se fueron marchando y mi padre decidió hacer lo mismo. Un
vecino de la aldea le había dicho que tenía un primo trabajando por
Asturias, en un pueblo llamado Avilés, donde estaban construyendo
una fábrica. Y así vinimos para acá, mis padres, mis hermanos y yo
con unas maletas de cartón y unos hatos de trapos y dejamos en
aquella tierra húmeda y fría los pobres restos de Adela. Los
primeros días vivíamos debajo de un puente compartiendo fríos,
hambres y hogueras con otros como nosotros. Al poco tiempo mi padre y
mis hermanos encontraron trabajo en la construcción de las cimientos
de la fábrica y pasamos a vivir debajo de un hórreo. Benito murió
meses después en un accidente, según supimos años mas tarde
sepultado por una de las campanas utilizadas para la cimentación, mi
padre padeció hasta su muerte fuertes dolores de huesos y Arcadio y
Estevo, como eran jóvenes, lograron salir con mejor salud de
aquellas difíciles condiciones de trabajo y cuando “La Fabricona”
estuvo terminada se quedaron a trabajar en ella. Yo me casé con un
extremeño que vino un par de años después, cuando la fábrica ya
había empezado a funcionar. Dormía en los barracones y lo conocí
cuando iba a llevarles la comida a mis hermanos. Como nunca había
tenido otro novio me emocionó que se fijará en mi y aunque un poco
rudo me pareció guapo. Nos casamos pronto y nos fuimos a vivir a una
casa que alquilamos cerca de la empresa. Los niños llegaron rápido,
cuatro, dos chicos y dos chicas, uno detrás de otro y mi vida no fue
buena, ni fácil, pero como antes tampoco lo fuera, no creía que se
pudiera vivir de otra forma. Mi marido, Salvador, no era un hombre de
muchas palabras, él con la mirada lo decía todo, pero nunca era un
mirar dulce, ni tierno, ni amable, no, era una mirada dura, esquiva
y, cuando quería decirle algo lo hacía con la cabeza baja, sin
mirarle a esos ojos que me daban tanto miedo. Cuando bebía me pegaba
y a veces, cuando no bebía también, sólo porque como trabajaba a
turnos y a veces durante la mañana no dormía, se levantaba de mal
humor y lo pagaba conmigo. Yo no me quejaba, a mí me parecía algo
normal, pues mi padre pegaba a mi madre y ella no se quejaba, ni
siquiera la vi llorar nunca y pensaba que si alguien no se lamenta
de esa suerte, es que es algo natural. Hasta que mis hijos se
hicieron mayores y aunque ellos recibieron también de niños alguna
que otra paliza, mi hijo mayor, un día que llegó borracho y empezó
a pegarme, lo echó fuera de casa y de un empellón lo tiró por la
escalera. Se quedó sentado en el descansillo con una cortadura en la
mejilla y un buen golpe en la cabeza. Los vecinos llamaron a la
ambulancia y se lo llevaron al hospital. Vino la policía, mis hijos
me convencieron para que lo denunciara por malos tratos y me
divorciara. Así lo hice y la vida fue diferente. Ahora tengo sesenta
y tres años y cuatro nietos de los que disfruto como nunca pude
hacer con mis hijos. Aprendí a leer y escribir en el taller de
adultos de la señorita Irene, voy a clases de pintura, que siempre
me gustó dibujar copiando estampas de los libros y hace un mes
hicimos una exposición y un señor que vino a verla dijo que le
gustaban mis cuadros, que eran “naif”, según me dijo la señorita
Irene es un tipo de pintura ingenua y espontánea. También voy a
clases de baile y allí tengo un amigo de mi edad, que me
invita a café y pasteles después de las clases. Mis hijas me
preguntan si es bueno y yo les digo que me parece que sí porque es
educado, todo un caballero y sobre todo, tiene la mirada dulce y
cuando me habla, me gusta mirar sus ojos.
jueves, 9 de abril de 2015
No mires atrás
Rosa
no volvió la cabeza para mirar a su madre sentada en el tocón de
madera a la puerta de la casa de paredes encaladas en un gris sucio y
comidas a desconchones de pobreza. No la vio con la mirada perdida en
el infinito de aquella mansedumbre inmemorial, con las manos nervudas
y morenas apoyadas en las rodillas huesudas, que un vestido
harapiento y roto apenas tapaba. No pudo ver a los perros famélicos
peleando por un trozo de hueso roído, ni a a los cuervos
revoloteando en círculo, en el cielo inclemente y sudoroso, sobre
los restos despellejados de un esqueleto, ni a los niños de rostros
sucios, piernas torcidas y barrigas morenas que espantaban las moscas
en la pesadumbre inquieta de la tarde. Sólo podía ver la pista de
barro que se extendía ante su vista, con el cerro ocre al fondo
cortando la llanura inmisericorde y los espejismos de la canícula
en el páramo alejándose de sus pasos.
Recorrió
sendas y carreteras, unas arboladas, otras áridas, solitarias, pobladas por
coches o por otros como ella. De día caminaba y nunca miraba hacia
atrás, la vista fija en lo que divisaba más lejos, presta a
alcanzarlo, para no decaer, para no rendirse al calor, a la sed, a la
desesperanza, al miedo. De noche, escondida en los matorrales de las
cunetas, dormía sueños inquietos apretando contra su pecho el
escueto hatillo de unas pocas monedas, un vestido, una chaqueta y un
par de mudas de ropa interior.
Al quinceavo día llegó a Chiapas y
preguntando aquí y allá encontró la estación y al llegar al
lugar, se apoyó en el estrecho hueco de la pared maloliente entre otros que, como ella, esperaban la llegada de “La Bestia”. El
cansancio se le metió en la piel y en los huesos y se quedó sentada
en el suelo polvoriento, con las piernas extendidas, sucias y
rasguñadas, el pecho hundido y triste, apenas palpitante y las
palmas encallecidas y blancas de sus manos morenas, abandonadas sobre
su mísera falda de diminutas flores azules. La máquina entró en la
estación, poderosa y terrorífica, hiriendo el murmullo lastimero
del atardecer con el chirrido de sus ruedas sobre los raíles
ardientes. Peleó y trepó por las ventanas hasta encaramarse al
techo y cuando el tren arrancó con un bramido de bestia enfurecida,
tuvo que agarrarse fuerte a las traviesas de hierro para no caer. A
las pocas horas los manos y los brazos se le entumecieron por
el esfuerzo de la postura, pero el temor a caer en los vaivenes o en
las curvas le impedían soltarse, hasta que poco después, ya no
sintió nada; no tenía brazos, ni manos y las piernas se le
hormigueaban. A la salida de una curva el tren se detuvo y hombres
que salían de la maleza subieron al tren. Dinero, pedían dinero y
ella les dio un poco y como era poco y viajaba sola, la desnudaron, y
la palparon, como a los caballos y varios de ellos, uno detrás de
otro, la violaron, pero ella, acostumbrada al forzamiento desde que
un tío suyo se fijara en aquellos pezones que despuntaban lentos en
su camiseta, cerró los ojos y sintió como su cuerpo, de cintura para
abajo, se le iba quedando dormido. Cuando los abrió, el cielo azul oscuro,
preludiando una noche sin estrellas, le pareció tan bello que deseó
quedarse allí para siempre.
Y así se sucedieron los días
interminables, las noches de gritos agónicos, los asaltos, la
violencia, el miedo, hasta que se quedó sin dinero y un día, como
ya no tenía nada que darles, ni que ofrecerles, la apalearon y como
pudo, volvió a subirse al tren, pero sus manos ya no podían
agarrarse y cuando se aproximaban a la boca negra de un túnel le
dolían tanto que se soltó y al salir el tren a la claridad,
sobre el techo sólo quedaba el hatillo de Rosa.
martes, 24 de marzo de 2015
Colores
En las urgencias del hospital son las cuatro de la
mañana. El médico entrega un sobre a la enfermera:
-Dele este sobre con el informe de alta al
hombre de color que está en la sala.
La enfermera se dirige hacia allí y se encuentra
a tres hombres. Uno de mediana edad y tez amarillenta que la mira con
ojos cirróticos, otro joven y negro que da cabezadas de sueño y un
tercero, un viejo borracho de rostro rojizo y granujiento que
sentando en una silla de ruedas balbucea frases incoherentes.
-Doctor -pregunta la enfermera- ¿a quién entrego
el informe? ¿Al amarillo, al negro o al rojo?
sábado, 21 de marzo de 2015
Terrones de azúcar
Las
ranuras de las persianas metálicos dibujaban sombras horizontales en
el suelo de la habitación. La tarde se arrastraba pegajosa entre el
olor a orines y la letanía monocorde de una televisión que nadie
escuchaba. En la gran sala, los residentes, diseminados, olvidados
unos de otros, dejan pasar un día más o un día menos. Engracia
llama todas las tardes a su marido muerto hace ya diez años, Antonio
golpea el suelo con el bastón reclamando la atención de Marina, que
duerme con la cabeza colgándole sobre el pecho, Hilario hace
equilibrios en el borde de la silla y se balancea, hacia adelante y
hacia atrás, mientras repite, “lunes, martes, miércoles”, dos,
tres, cuatro, cinco veces, ni se sabe, pero en realidad no importa,
pues nadie lo escucha; Carlota, con su flácida humanidad repantigada
en el sillón y sujetando con su mano derecha el tembleque de su mano
izquierda, intenta conversar con su vecina de asiento, Menchu,
concentrada en enrollar, para luego desenrollar una madeja de lana
rosa; Silvina, coqueta y menuda, acaricia con sus manos finas y
traslúcidas el pelo de la muñeca que tiene en su regazo; Manolo
recorre a trompicones el corto espacio que va desde la puerta de entrada a su
sillón favorito, pues su medio cuerpo vivo
arrastra a su otro medio cuerpo muerto. Y los demás, unos sentados,
otros en sillas de ruedas y los menos, en el precario equilibrio de
un bastón, un par de muletas o un andador, repiten gestos, sonrisas
babeantes, miradas perdidas, bostezos soñolientos, rictus
incontrolados y soledades.
Lucía
entra en la sala y busca con la mirada a Delia. En una esquina, entre
el aparador y el ventanal, se halla la anciana de cabellos níveos
recogidos en un pequeño moño a la altura de la nuca. Está sujeta a
la silla de ruedas con una cincha y aún así, su cuerpo desmadejado
se bambolea hacia delante. Cuando ve a Lucía, sus ojos, hasta ese
momento yertos, brillan, la mano derecha tiembla y su boca se pierde
en un sonido mudo. Lucía saca del bolsillo de su bata dos terrones
de azúcar. Los parte en pequeños trozos y de uno en uno los va
colocando en la boca sin dientes. Delia cierra los ojos y
pega la lengua con fuerza al paladar para que se derrita rápido.
Estimulada por el dulce que se cuela en sus papilas gustativas, es
transportada a un pasado con sabor a golosina, donde es su madre la
que abre la mano y le enseña el terrón de azúcar, el de todos los
domingos, el postre ganado para su hija con el sudor ágil de sus dedos de
costurera y luego, es ella la que pone, entre los dedos sedientos y
sonrosados de su hijo, el trozo de azúcar que él desmenuza, para
luego chuparse los dedos pegajosos y dulces y la tarde se le inunda
con la sonrisa congelada en sepia de aquel bebe que nunca llegó a
ser adulto.
-Pero
Lucía ¿para qué le das terrones de azúcar? ¿No ves cómo se está
poniendo?
-Déjala,
pobrecilla. ¡Qué más da como se ponga! Mira la sonrisa que tiene.
Un
reguero de saliva azucarada se desliza por su toquilla malva mientras
abre su boca llena de recuerdos para que Lucía le introduzca otro
terrón.
miércoles, 18 de marzo de 2015
Extraños en un tren
La mujer, joven y
ceñida por unos vaqueros y una camiseta, estaba sentada en el
asiento pegado a la ventana. Un hombre de mediana edad y traje de
chaqueta se subió al tren y se sentó enfrente. La miró con
detenimiento, desde la raíz del pelo hasta las uñas de sus pies
pintadas de rojo sanguinolento. Ella se fijó en el turbio bulto que
había entre sus piernas. Cuando la mujer se levantó, el hombre la
siguió. Ahora, en el pasillo, un pasajero espera impaciente para
entrar al WC.
lunes, 16 de marzo de 2015
Secuencias
"A partir de cierta edad toda modificación que uno descubre en el entorno adquiere un carácter de agravio, una dolorosa mutilación personal." (Sergio Pitol)
Pasas
todos los días delante de la casa, sin detenerte, siempre por la
acera de enfrente y de reojo miras hacia la ventana del balcón,
intentando encontrar a la mujer detrás de los visillos grises.
Porque en el gesto que busca esa ausencia del rostro ajado y enjuto,
enmarcado por unos desconcertados cabellos grises y canos, no hay
sino la añoranza de un pasado que no fue ni mejor, ni peor, sólo
pretérito irrepetible y por eso te resulta tan doloroso. La
desaparición de las cortinas aprisionadas tras las contraventanas,
el patio pegado a la casa invadido por las hierbas y donde ya no
ladra ningún perro, el rótulo del comercio que había en la planta
baja y que hace años fue borrado de la fachada con una mano de
pintura, están ya en el olvido; y en su interior, presientes la
humedad y el frío de las habitaciones, el moho comiéndose a
dentelladas los rincones sombríos, la oscuridad invasora de
vivencias y la inexistencia del latido que tienen las casas vividas.
Hoy
estás delante de la casa con tu cámara de fotos y enfocas el
objetivo para captarla en su totalidad, con los árboles del invierno
que te recuerdan a muñones descarnados. Y en ese momento fugaz, en
el que tu dedo aprieta el botón del disparador, ves que el visillo
gris de la ventana se abre y la mitad del rostro de Amelia, la menor
de las tres hermanas, la que se quedó viuda con una hija cuando
apenas llevaba un año de casada, aparece y luego es su mano la que
corre la cortina, y ella, aún tiene la mirada dulce y el pelo
recogido en un moño y no aquellas greñas entrecanas y la mirada
perdida de los tiempos en que se quedó sola en la casa. Tú no estás
de buen humor porque tu madre, como todas las mañanas del verano
desde que estás de vacaciones, te envía a la compra. Son las doce
del mediodía de un jueves de julio mustio y pegajoso y con un
pequeño palo escarbas, en la tierra del jardín, el agujero por
donde unas hormigas corren prestas a esconderse. Oyes la voz de tu
madre que grita desde la cocina.
-Tienes
que ir a la tienda. Necesito azafrán en hebra, un tubo de hilo
blanco y un kilo de azúcar.
-¿Otra
vez? Si ya fui ayer.
-Ya,
pero hoy no es ayer.
-Es
que son unas pesadas, siempre tardan mucho y yo quiero jugar y...
-¡Deja
de protestar y vete de una vez que necesito el azafrán para el
arroz!
Y
desde la acera de enfrente, en el balcón, Amelia te mira risueña
porque ve tu cara enfadada y tus puños cerrados golpeándote las
caderas en un gesto de fastidio. Cruzas la calle y subes los tres
escalones, pero antes de entrar, pegas tu nariz en el cristal del
batiente de la puerta que permanece cerrada, a la altura del anuncio
de “La Casera”, para mirar la gente que hay dentro. Entras y te
apoyas en el mostrador de madera pulida y brillante por el roce.
Julia, la hermana mediana,
soltera y que aún no ha cumplido los cincuenta años, pero que para ti ya es vieja,
te ve y se dirige hacia ti.
-¿Qué quieres?
-¿Qué quieres?
-Azafrán
en hebra, un tubo de hilo blanco y un kilo de azúcar.
Diligente
te da el azafrán en hebra, pero ya sabes que, respondiendo a una
peculiar técnica comercial, el resto de los productos que has pedido
no te serán entregados hasta más tarde y como no puedes marcharte,
porque el pedido de tu madre no está completo, te sientas en el
banco de madera verde descolorido, a la derecha de la entrada y haces
compañía a la señora gorda del vestido de tirantes azul, a la
anciana de la bata de cuadros, a la chica de la minifalda y al obrero
del mono azul que ya hicieron su primer pedido. En el mostrador un
albañil joven es atendido de forma intermitente por Julia y por la
hermana mayor, Margarita, que con casi sesenta años, a tus ojos, es
ya es una anciana decrépita. Ambas corren azoradas de un lado a otro
del mostrador en busca de no se sabe qué y cómo te aburres, te
fijas en lo que te rodea. La máquina registradora de latón labrado
con el cajón de madera, los botes de cristal con caramelos, los
estantes pintados de color verde, en el frente, con comestibles y a
la derecha con hilos, lazos de colores, cajas de botones, de medias,
bragas, enaguas, sábanas, toallas y la gran escalera de madera
apoyada en los estantes; en el techo, colgados de cuerdas, cubos de
plástico, cestas de mimbre, escobas, fregonas. A la izquierda, estaba el
biombo que separa el habitáculo de la contabilidad, pues ahí se
sentaba el hermano menor, todos los días, a la una y escuchabas el
teclear de la máquina, y a veces aparecía detrás del mostrador
aquel hombre de pelos ralos y rubios, con gafas redondas y siempre
muy atildado, para preguntar a las hermanas por esto o por aquello y
de nuevo el teclear de la máquina, y también el retrato de Franco,
que un día presidió el lugar más alto del estante frontal, estaba
ahora tras la mampara, pero aún se podía ver el torso barrigudo de
aquel general pequeño y moreno. De vez en cuando, Julia y Margarita
te preguntan que si quieres algo más, y poco a poco, con una media
de diez minutos o un cuarto de hora que demoran en dártelo, logras
completar tu encargo. Y entonces sales con una sonrisa a la calle, la
misma que tienes ahora, pero que desaparece cuando, a medida que tu
dedo va soltando el botón del disparador, aparece el rostro triste y
ajado de Amelia tras los visillos sucios del balcón y finalmente, al
despegar tu ojo del visor, sólo está la casa con las contraventanas
cerradas, el patio vencido por la maleza y el silencio despojado de
la tarde de invierno.
jueves, 26 de febrero de 2015
Olfato
Los libros siempre habían sido inalcanzables para ella hasta el día en que aquella silla quedó colocada debajo de la estantería. Sin dudarlo, apoyó las manos en el respaldo y con decisión colocó una pierna encima del asiento, cogió impulso y subió la otra. Una vez arriba estiró su brazo y agarró un libro, lo abrió y metió la nariz entre sus páginas. Nunca había olido nada así. De las viejas entrañas de aquel volumen se desprendió el olor a cuero de sus tapas, la vetusta humedad de los años, el aterciopelado cosquilleo del polvo y la flamante promesa de un descubrimiento. Aspiró y aspiró con fruición, hasta que su madre la vio en el precario equilibro de sus piernas aún tímidas e inseguras y pegando un grito la bajó de allí. Pero ella, a escondidas, enganchada a los aromas que salieron de aquellas páginas continuó olfateando. Un día se le desveló la incógnita de aquellos caracteres apretujados y ya nunca pudo librarse del embrujo de las palabras.
jueves, 15 de enero de 2015
"Salvación"
Cuando el juez le preguntó por el motivo que le había llevado a actuar así, contestó:
-Porque ella me lo pidió.
Salomón Castillejo Medialuna era hijo de Silverio Castillejo y Engracia Medialuna. Había nacido una tarde de noviembre de aire caliente y brumoso que se metía entre los dientes como una papilla y estiraba las ramas de los árboles hasta que gritaban agónicos y los lugareños recuerdan que tenían que taparse los oídos para no escuchar aquellos lamentos. Decían, que este aire sofocante, poco propio de aquel mes, era el que había hecho que Salomón fuera como era. Nada más nacer tuvo a todos los que habían asistido al parto, a la partera local, su abuela, dos hermanas de su abuela y dos mujeres vecinas de la casa familiar que estaban en la habitación, y tras la puerta, a su padre, su abuelo y y algunos vecinos en el patio exterior de la casa, esperando a que diera su primer grito, llanto o quejido. Pero Salomón tardó diez minutos en proferir el ansiado chillido con el que celebraba o lamentaba su venida a este mundo. Y con la misma tardanza con la que ejecutó el primer acto de su recién estrenada vida continúo el resto de su existencia. Cuando todos los niños de su entorno comenzaban a gatear, el continuaba en su cuna, boca abajo, con la cabeza escondida en la almohada y cuando su madre lo ponía boca arriba, estiraba los brazos y las piernas y como una araña a la que volteas y menea desesperada sus patitas para volver a su posición, así estaba Salomón. Cuando otros comenzaban a caminar el se deslizaba como un reptil, incapaz de levantar su cuerpo gordezuelo sobre las rodillas y cuando los demás trepaban a los árboles, daba sus primeros pasos agarrándose a todo lo que encontraba. No habló hasta que tenía cinco años y su primera palabra fue “salvación” pues los padres de Salomón, evangelista convencida su madre y por necesidad su padre, llevaron al niño desde su nacimiento a los sermones que daba este, pastor evangelista, a la reducida comunidad que subsistía en un enclave católico. Porque el progenitor de Salomón, católico por nacimiento, asumió la nueva fe como requisito para su boda con Engracia, hija de un pastor evangelista sin hijos varones y que, a falta de descendiente heredero de la tradición, depositó su legado en aquel pobre de espíritu y de peculio que un día llegó al pueblo buscando trabajo. Silverio, seducido por las carnes jóvenes y arrogantes de Engracia que actuaron como reclamo para continuar la tradición paterna, que a su vez ya provenía del padre de su padre y se perdía en los vericuetos de la genealogía, aprendió pronto el oficio y cómo no daba para el mantenimiento de la familia, pues el número de fieles era escaso, era compartido con la venta de Biblias a domicilio.
Y así, entre sermones y acompañando a su padre a vender biblias cuando pudo caminar con cierta soltura, llegó Salomón a la adolescencia. Era un joven pusilánime y sumiso, de cuerpo pequeño y regordete, ligeramente paticorto, de carnes rosadas y mantecosas como su madre, cuello ancho y corto, cabeza redonda y ojos saltones de un azul desvaído. Con los años el acné purulento de la pubertad fue sustituido por los agujeros que le quedaron después una viruela tardía. A los veinticinco años y tras la repentina muerte de su padre de un cáncer de páncreas se hizo cargo del negocio de la venta de Biblias y no así del oficio de pastor, pues entre la desgana paterna para hacer proselitismo de las enseñanzas evangélicas y la avanzada edad de los escasos fieles, la comunidad prácticamente había desaparecido.
Y lo que debería haber seguido el curso normal de los hechos, bajo la férrea mano de su madre y el natural carácter dócil y apocado de Salomón, siempre acostumbrado a la obediencia, se torció una lluviosa mañana de invierno, cuando tocó el timbre de una puerta del sexto piso de un edificio situado en un barrio de calles con esquinas que hedían a meados, tendales de ventana a ventana, escaleras que olían a moho y verduras y gritos de mujeres ahítas de hastío y mugre. Le abrió una mulata culona y grande que le sacaba una cabeza, vestida con una enagua de encajes negros, los pies descalzos y el pelo rizado y negrísimo cayéndole sobre los hombros desnudos. Salomón, acostumbrado al placer solitario y culpable, cuando por primera vez se miró en otros ojos mientras era llevado a mundos desconocidos, decidió, a partir de ese día, hacer todo lo que Proserpina, que era el nombre de la mulata, una congoleña que había dejado cuatro hijos en su país y que alternaba los oficios de limpiadora y puta, le pidiera. Abandonó el negocio de la venta de biblias y se pasaba los días esperando en el portal maloliente de la mulata, a que ésta terminara sus citas. Su madre, al conocer la relación y la quiebra del justo destino de su único hijo, lo amenazó con las penas del infierno y el castigo eterno, pero Salomón, dispuesto a seguir los pasos de Proserpina, decidida a volver al Congo con sus cuatro hijos, le pidió la parte correspondiente a su herencia. Engracia le dijo que antes muerta que ver su dinero invertido en aquella puta y Salomón, obediente y dócil, como ella le había enseñado, actuó en consecuencia y cogiendo una biblia la golpeó concienzudamente en la cabeza, hasta que las manos de su madre, prendidas como garras a su cuello, se soltaron.
-Porque ella me lo pidió.
Salomón Castillejo Medialuna era hijo de Silverio Castillejo y Engracia Medialuna. Había nacido una tarde de noviembre de aire caliente y brumoso que se metía entre los dientes como una papilla y estiraba las ramas de los árboles hasta que gritaban agónicos y los lugareños recuerdan que tenían que taparse los oídos para no escuchar aquellos lamentos. Decían, que este aire sofocante, poco propio de aquel mes, era el que había hecho que Salomón fuera como era. Nada más nacer tuvo a todos los que habían asistido al parto, a la partera local, su abuela, dos hermanas de su abuela y dos mujeres vecinas de la casa familiar que estaban en la habitación, y tras la puerta, a su padre, su abuelo y y algunos vecinos en el patio exterior de la casa, esperando a que diera su primer grito, llanto o quejido. Pero Salomón tardó diez minutos en proferir el ansiado chillido con el que celebraba o lamentaba su venida a este mundo. Y con la misma tardanza con la que ejecutó el primer acto de su recién estrenada vida continúo el resto de su existencia. Cuando todos los niños de su entorno comenzaban a gatear, el continuaba en su cuna, boca abajo, con la cabeza escondida en la almohada y cuando su madre lo ponía boca arriba, estiraba los brazos y las piernas y como una araña a la que volteas y menea desesperada sus patitas para volver a su posición, así estaba Salomón. Cuando otros comenzaban a caminar el se deslizaba como un reptil, incapaz de levantar su cuerpo gordezuelo sobre las rodillas y cuando los demás trepaban a los árboles, daba sus primeros pasos agarrándose a todo lo que encontraba. No habló hasta que tenía cinco años y su primera palabra fue “salvación” pues los padres de Salomón, evangelista convencida su madre y por necesidad su padre, llevaron al niño desde su nacimiento a los sermones que daba este, pastor evangelista, a la reducida comunidad que subsistía en un enclave católico. Porque el progenitor de Salomón, católico por nacimiento, asumió la nueva fe como requisito para su boda con Engracia, hija de un pastor evangelista sin hijos varones y que, a falta de descendiente heredero de la tradición, depositó su legado en aquel pobre de espíritu y de peculio que un día llegó al pueblo buscando trabajo. Silverio, seducido por las carnes jóvenes y arrogantes de Engracia que actuaron como reclamo para continuar la tradición paterna, que a su vez ya provenía del padre de su padre y se perdía en los vericuetos de la genealogía, aprendió pronto el oficio y cómo no daba para el mantenimiento de la familia, pues el número de fieles era escaso, era compartido con la venta de Biblias a domicilio.
Y así, entre sermones y acompañando a su padre a vender biblias cuando pudo caminar con cierta soltura, llegó Salomón a la adolescencia. Era un joven pusilánime y sumiso, de cuerpo pequeño y regordete, ligeramente paticorto, de carnes rosadas y mantecosas como su madre, cuello ancho y corto, cabeza redonda y ojos saltones de un azul desvaído. Con los años el acné purulento de la pubertad fue sustituido por los agujeros que le quedaron después una viruela tardía. A los veinticinco años y tras la repentina muerte de su padre de un cáncer de páncreas se hizo cargo del negocio de la venta de Biblias y no así del oficio de pastor, pues entre la desgana paterna para hacer proselitismo de las enseñanzas evangélicas y la avanzada edad de los escasos fieles, la comunidad prácticamente había desaparecido.
Y lo que debería haber seguido el curso normal de los hechos, bajo la férrea mano de su madre y el natural carácter dócil y apocado de Salomón, siempre acostumbrado a la obediencia, se torció una lluviosa mañana de invierno, cuando tocó el timbre de una puerta del sexto piso de un edificio situado en un barrio de calles con esquinas que hedían a meados, tendales de ventana a ventana, escaleras que olían a moho y verduras y gritos de mujeres ahítas de hastío y mugre. Le abrió una mulata culona y grande que le sacaba una cabeza, vestida con una enagua de encajes negros, los pies descalzos y el pelo rizado y negrísimo cayéndole sobre los hombros desnudos. Salomón, acostumbrado al placer solitario y culpable, cuando por primera vez se miró en otros ojos mientras era llevado a mundos desconocidos, decidió, a partir de ese día, hacer todo lo que Proserpina, que era el nombre de la mulata, una congoleña que había dejado cuatro hijos en su país y que alternaba los oficios de limpiadora y puta, le pidiera. Abandonó el negocio de la venta de biblias y se pasaba los días esperando en el portal maloliente de la mulata, a que ésta terminara sus citas. Su madre, al conocer la relación y la quiebra del justo destino de su único hijo, lo amenazó con las penas del infierno y el castigo eterno, pero Salomón, dispuesto a seguir los pasos de Proserpina, decidida a volver al Congo con sus cuatro hijos, le pidió la parte correspondiente a su herencia. Engracia le dijo que antes muerta que ver su dinero invertido en aquella puta y Salomón, obediente y dócil, como ella le había enseñado, actuó en consecuencia y cogiendo una biblia la golpeó concienzudamente en la cabeza, hasta que las manos de su madre, prendidas como garras a su cuello, se soltaron.
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