miércoles, 9 de marzo de 2016

Un día de charcos en la fábrica de cojines



En la inmensa nave de paredes sucias cientos de mujeres con la espalda encorvada no levantan sus ojos de los trozos de tela que unas viejas máquinas de coser recorren, ora en sentido vertical, ora en sentido horizontal, hasta conformar unos cuadrados que, en la sala de al lado, otras operarias rellenarán con algodón.
Por el pasillo un hombre vociferante corre de un extremo a otro, controlando el trabajo de las obreras para que ni un solo ojo se levante de la labor, ni una sola palabra se escape de sus bocas selladas, ni un suspiro de cansancio impida continuar el ritmo productivo del número de cojines asignado por jornada. La voz estridente del encargado no logra alzarse sobre el ruido martilleante de las máquinas de coser y para hacer más efectiva su arenga, de vez en cuando, se acerca a alguna de aquellas mujeres encorvadas y les grita al oído, más rápido, no te detengas, como no espabiles daré parte de ello y te despedirán, no, no es hora de ir al baño, continúa, sólo se puede ir una vez y tú ya has ido, acompañado de una pequeña colleja en una nuca indefensa, un golpe en una espalda desvalida.
El traqueteo que oxida los oídos y entumece los huesos en la misma postura durante doce horas se detiene a las seis de la tarde y las mujeres se levantan a la vez, algunas cojean hasta que sus piernas tumefactas recuerdan los pasos, otras estiran la espalda y recobran la postura erguida que las hace aún humanas pero, las más, salen encorvadas, con los brazos colgando y la mirada perdida en el suelo de cemento.
Hoy llueve y en la inmensa explanada que se extiende ante el portón de entrada de la fábrica se han formado charcos de barro. El encargado sale el primero y corre entre los charcos, un resbalón y cae sentado, intenta levantarse y vuelve a resbalar entre el lodo mojado hasta quedar tendido de espaldas y cuando de rodillas lucha por recuperar el equilibrio, sus ojos quedan a la altura de cientos de piernas que lo rodean.
Las mujeres, ahora erguidas, ahora olvidadas de sus silencios, miran al hombre chapoteando en el barro y al unísono golpean con su pierna derecha el suelo enlodado y el hombre escucha, mezclado con el ruido de la lluvia, el mismo sonido monótono de las cientos de máquinas de coser y siente el barro húmedo resbalar por sus cara y meterse en sus ojos, en su nariz, en su boca.