domingo, 8 de enero de 2017

El viejo y la naranja



El viejo está sentado en un sofá situado a lado de una ventana. Le dijeron que era la noche de Reyes, pero en su memoria astillada hace tiempo que eso ya no significa nada. Mira por la ventana y dibujada en el cielo cobalto hay una luna creciente teñida de ocre por el crepúsculo. Alguien ha colocado sobre la manta de cuadros que cubre su regazo un plato con una naranja. Al viejo le sonríen los ojos y vuelve a ser aquel niño que por primera vez comió una naranja.
Era la noche de Reyes. En la cocina oscura el niño está sentado en una silla, al lado de la mesa. Las piernas aún no le llegan al suelo, delgadas y sucias se balancean inquietas. A su lado, el padre corta en rebanadas un pan negro y duro. Se abre la puerta de la cocina y tras el frio cruel de la helada entra su madre, prieta en su gastado chal de lana negra y con ambas manos sujetando un puchero con leche. Deja el cuenco encima del fuego y luego saca del bolso de su mandil de cuadros una naranja que coloca en la mesa delante del niño.
-Es para ti, te la han traído los Reyes.
El niño la coge, la muerde y el sabor ácido de la corteza se le pega a los dientes.
-No hijo, así no. Esto no es una manzana, es una naranja.- le dice su madre quitándosela de la mano. Luego desnuda de piel, la trocea en gajos.
-Ya puedes comerla.
Y el niño coge un gajo, lo mete en la boca, la saliva se le vuelve dulce y desea que ese sabor no se acabe nunca.