jueves, 19 de diciembre de 2013

No es nada


El lunes por la mañana mientras cortaba el pan para el desayuno se seccionó parte de la yema del dedo anular. Sangraba mucho y su marido le recomendó que fuera el médico. No te preocupes, no es nada, le dijo ella. Al día siguiente, al despertarse, comprobó que las sábanas estaban húmedas por la sangre que había perdido. El dedo no paraba de sangrar y se encontraba muy débil. Cuando su marido llegó del trabajo la encontró muy descolorida y le dijo, cariño, ¿qué tienes? Estás muy pálida. No te preocupes, no es nada, le contestó ella. El miércoles la herida de su dedo seguía manando sangre y estaba tan mareada que le parecía que flotaba. Su marido insistía. Creo que debería llamar al médico. No te molestes, no es nada, musitó. A la mañana del siguiente día ya no pudo levantarse de la cama y la mano del dedo herido colgaba inerte sobre un caldero, colocado debajo para recoger la sangre que seguía fluyendo. El jueves se sintió incorpórea y a su marido, cuando volvió a casa, le costó trabajo encontrarla entre las sábanas. De la herida de sus dedo sólo caían pequeñas gotas que estallaban en el cubo. Al atardecer de un viernes neblinoso la enterraron.  

miércoles, 18 de diciembre de 2013

La línea del mar


Era uno de enero. Tenía seis años y estaba desayunando. Recuerdo el sabor del chocolate caliente y su textura ondulante cuando yo lo revolvía con la cuchara y los churros humeantes, recién salidos de la sartén, que recibían una lluvia de azúcar de la mano de mi madre. Mi padre, como todos los años, quitó el almanaque que había colgado detrás de la puerta de la cocina y puso uno nuevo. La foto de una gata con sus gatitos en un cesto de mimbre y el anexo del mes de diciembre del año mil novecientos setenta fue tirado a la basura. En su lugar colocó un nuevo calendario. Este era diferente al anterior pues se trataba de un gran póster dividido en dos secciones. En la parte superior, una foto de un paisaje y en la inferior, todos los meses del año. Así pues teníamos a la vista todos los meses, desde enero a diciembre, del año en curso sin tener que arrancar ninguna hoja para ver el siguiente. Pero lo que llamó mi atención, aparte de este nuevo formato, fue la foto. Una estrecha franja de arena, un mar calmo y azul que se perdía hasta enlazar en la línea del horizonte con un cielo también azul, pero en este caso de un azul desvaído, sin la luminosidad y la nitidez que tenía el azul del mar. Y fue la visión de esa línea donde se juntaban los dos tonos, ese confín ilusorio del que yo intuía que tenía que terminar en algún lugar, el que me hizo preguntar.
-Papá ¿qué hay después del mar?
-Tierra, hijo, después del mar hay tierra.
-Ya, pero es que ahí no se ve.
-Es que eso es una foto.
-Y que mas da que sea una foto, si después del mar hay tierra tendría que verse y...
-Bueno hijo, ya está bien, en la escuela se lo preguntas al maestro y el te lo va a explicar mejor que yo.
Pero el maestro tampoco logró convencerme, aún mostrándome en el globo terráqueo la distribución de los mares y las tierras, los hemisferios, los polos y el ecuador. En mi cabeza sólo había aquella línea que partía la superficie del mar en su unión con el cielo y al otro lado, al asomarnos, veríamos un abismo sin fin y yo quería conocer lo que había en aquella sima. Ante mis argumentaciones las respuestas eran siempre las mismas. No había nada que conocer, ya que no eran sino quimeras sin fundamento científico alguno lo que yo pretendía, pues el mar no estaba cortado en ningún punto del orbe terrestre. Me dediqué a viajar y recorrí todos los mares y océanos buscando el final de aquella recta divisoria hasta que un día, por fin, encontré el abismo que había tras la línea del mar. Sin dudarlo me lancé hacia aquella fosa de la que brotaban luminiscencias rojizas. Mientras descendía, pude ver en sus paredes de roca purpúrea ojos sin pestañas de diferentes colores, que se abrían y se cerraban, manos que rotaban sobre la muñeca adosada a la roca mientras sus dedos largos y filiformes adoptaban posturas inverosímiles, y orejas de diferentes tamaños, las más grandes surcadas en su zona carnosa por un entramado de venas rojizas y azuladas y las más pequeñas con una telaraña de pelos que crecía y las iba cubriendo casi por completo. En mi descenso a veces podía sujetarme a unas lianas de textura viscosa y color verde claro, que salían de unos bulbos negros que estaban adheridos a la roca. Cuando por fin llegué al final, mi cuerpo fue recibido por una arena de consistencia líquida en la que me fui hundiendo lentamente. Tras un tiempo que no puedo calcular y en el que parecía gravitar en una sustancia gelatinosa, aparecí en una llanura de tierra marrón oscuro. Unas zonas aparecían horadadas por cráteres de cuyas bocas de diferentes diámetros salían múltiples lenguas parduzcas que, tras depositar en el aire un olor pestilente, volvían a introducirse en las fauces de las que habían salido; otras estaban pobladas por túmulos de distintas alturas, unos troncónicos, otros tubulares, pero de todos ellos y a través de unos agujeros abiertos en su base a modo de anillos concéntricos, salía un humo negro. El cielo no existía pues lo que veían mis ojos era una maraña de tentáculos pulposos que desprendían un líquido amarillentos y pegajoso, que al entrar en contacto con las lenguas parduzcas que salían de los cráteres se convertían en enormes huevos estriados, antes de estallar y quedar diseminados como migas sanguinolentas sobre la tierra marrón oscura. Oleadas de moscas negras con rabos grises recorrían el aire y emitían un zumbido afilado que perforaba mis oídos y sentía el mismo dolor que estoy sintiendo ahora, como si de un momento a otro mi cabeza fuera a estallar. Ellos saben lo que necesito para que esta tortura termine y pueda de nuevo continuar mi viaje, pero lo único que me ofrecen es al hombre de la bata blanca que viene a escucharme todas las semanas.

miércoles, 11 de diciembre de 2013

Extras


No me vendrá nada mal el dinero. Con esto y la limpieza de los portales los fines de semana le pago la ortodoncia a Sara. Y con un poco de suerte, si su padre me envía la mensualidad me llega para las clases de inglés. Aunque si le pago la ortodoncia tendré que olvidarme del gimnasio durante un par de meses. ¡Uf qué frío! A ver si esto se termina pronto y nos marchamos. ¿Y el tipo ese de la cazadora de cuero? Me está poniendo nerviosa. Qué forma de mirarme. Me siento como si estuviera desnuda, hasta el hígado, creo, que ya se imagina. Pues hoy, dadas las circunstancias, voy discreta. Con esta faldita negra entallada y la camisa de rayas blancas y negras abrochada hasta el penúltimo botón no se pone ni Robinson Crusoe. Aunque quizá estas medias de encaje sobraran y los tacones de aguja puede que no sean los más acertados, pero es que de color negro no tenía otros y pensándolo bien la falda quizá sea un poco corta...
Vaya buena que está la tía esa y lo está pidiendo a gritos. ¿Qué será del difunto? ¿La hija? ¿La nieta? ¿La esposa? Aunque ahora que recuerdo en la esquela no aparecían ni hija, ni nieta ni esposa. ¿Y ese de la gabardina gris? Pinta de matón si que tiene o de policía camuflado, de la secreta. Me está agobiando, tanto mirar alrededor, como si de un momento a otro fuera a salir alguien de detrás de una lápida. Bueno y a mí que coño me importa. Al fin y al cabo yo estoy aquí por lo que estoy. Con esto y lo que saque de la donación de semen me compro la Kawasaki de segunda mano del taller de Manolo. Y a esa la entro nada más terminar el velorio, que ya me mira encelada, que la veo yo...
Estoy seguro, a ese lo enviaron para cobrar. Y si no pago ya sé lo que me espera. Hace una semana que se me terminó el plazo. La pistola seguro que la tiene en el bolsillo interior de la cazadora, por eso mete la mano ahí dentro cada poco. Si ya me lo decía mi difunta madre, hijo, deja de jugar, que eso sólo te traerá problemas. Pero no puedo, es algo que se te mete en la sangre, te la emponzoña y ya no vives nada más que para eso. Y con esto ¿qué soluciono? Ni la cuarta parte de lo que debo. ¡Ay! Lo que yo daría por volver a tener los años de esa chiquita rubia. ¿Será la nieta del finado? Porque triste parece que lo está...
Si sumo lo de hoy, las tardes cuidando al vejete y un par de polvos en el club de Chus, me pago la matrícula. ¡Puta vida esta! Sin beca, sin trabajo, porque ya ni de camarera, desde que llegaron los sudacas y reventaron al mercado, nada de nada, que por cuatro cuartos se desloman. ¿Y estos tres? ¿Serán familia? O ¿estarán como yo? Quién me iba a decir a mi que para sacarme unas pelas iba a trabajar de extra en un entierro... Tipo raro este que después de muerto paga por la compañía.

domingo, 8 de diciembre de 2013

Mala suerte

La primera vez intentó ahorcarse, pero la cuerda se rompió en el momento que pegó la patada a la silla y su cuerpo quedó suspendido en el aire. Otro día tomó pastillas y un violento e inoportuno ataque de tos le hizo vomitarlas. Una semana más tarde metió la cabeza en el horno de la cocina y abrió el gas. Cuando despertó, comprobó desolado que sólo consiguió quedarse dormido, pues la bombona estaba terminándose. En el cuarto intento se tiró por la escalera, se rompió un brazo, la cadera, la pelvis y varias costillas. Tras varios meses en el hospital lo devolvieron a la residencia. Dos días más tarde, por la noche, le dio un ataque cardiaco. Su vecino de habitación llamó a la cuidadora que avisó a los servicios de emergencia. Lo sometieron a una reanimación cardiopulmonar durante media hora y le salvaron la vida. Hoy vegeta en una silla de ruedas. No habla, no se mueve, no saben si oye, si ve, pero de su ojo derecho mana constantemente una lágrima que, a lo largo del día, forma un pequeño charco. 

miércoles, 20 de noviembre de 2013

Una luna de cebolla



Durante la noche soñé con una luna de cebolla. Me desperté, me asomé a la ventana y comenzaron a llorarme los ojos.

miércoles, 13 de noviembre de 2013

Pereza




Llovía y por la pared del salón se deslizaba el agua. Desde lo alto del armario, que era dónde me hallaba situado por ser mi lugar favorito para la observación y el control de todo tipo de situaciones, vi como levantó los ojos legañosos al sentir un nuevo ruido, una gota mínima que en pocos minutos se convirtió en un goteo continuo y torrencial. Estaba sentada en el sofá mirando la pantalla de rayas blancas y grises del televisor. Giró la cabeza y como el agua aún no llegaba a la altura de sus pies, subidos encima del sofá, no se movió. Luego apartó con desgana una fina telaraña que se había formado entre sus grasientos cabellos grises y el cabecero de una silla. Se durmió y a los pocos minutos unos sonoros ronquidos sirvieron de contrapunto al sonido monocorde del agua chocando contra la charca que se había formado. Me enrosqué de nuevo y decidí echar un sueño. Cuando desperté ella estaba flotando en el centro de la habitación con la falda abierta a modo de un inmenso flotador de color rojo. De aquella especie de amapola gigante salían sus piernas blancas, estiradas y con los dedos de sus pies girados hacia abajo. El tronco, la cabeza y los brazos permanecían sumergidos en el agua. Las diversas corrientes que se habían formado la llevaban de un lado para otro de la habitación, chocando contra los muebles, bamboleándose, hasta que el curso natural del agua buscando una salida rompió la puerta y la precipitó con ella por el hueco abierto. Antes se quedó atascada en la abertura. Una tromba de agua le dio la vuelta y la liberó. Lo último que vi de ella fue su grueso tronco tubular, de brazos blancos y regordetes, saliendo de una enorme burbuja roja y un penacho de pelos grises pegados a su cabeza puntiaguda. 

miércoles, 6 de noviembre de 2013

Huye, luna

El hombre caminaba despacio sorteando las piedras del camino. En la oscuridad, iluminada ahora por la luna, vio al fondo los pinares, pero de nuevo otra nube lo volvió todo negro y sólo sus manos, pálidas y frías, caminaban en la noche. El hombre llevaba ropas negras, su pelo era negro y en la cabeza un sombrero negro. Un rumor de olas que rompían cerca llegó hasta sus oídos y supo que iba por el camino que lo llevaría hasta la Pinareda. La brisa caliente le revolvía los cabellos y por momentos sentía en su rostro pequeñas gotas, salpicaduras saladas que le resbalaban por la piel y se le perdían en la barba. Un fuerte olor a romero llegó hasta su nariz, unos pocos metros más y la entrada a los pinares. Las nubes se apartaron y dejaron a la luna llena un largo trecho de cielo. El hombre la miró con desconfianza. Sus pies ya se hundían en la arena de la cuesta de los pinares y en la claridad metálica los pinos eran sombras silentes que se agolpaban ante él. Apuró el paso, ya distinguía al fondo la atalaya de la Pinareda, allí donde los pinos no crecían, pero formaban un corro alrededor con parte de sus troncos y sus copas torcidas, como melenas sueltas hacia el acantilado que cortaba la ladera para perderse en el mar. Buscó en la oscuridad plateada la figura de Manuel, pero no lo vio. De repente, a su espalda, el rumor de los minúsculos granos de arena que se movían, el leve crujido de las agujas de pino que se quebraban, el sinuoso movimiento de una sombra le dijo que su hermano ya estaba allí. Se dio la vuelta y en ese momento la luna se ocultó y sólo vio el resplandor brillante del acero de la navaja.
-¿Porqué volviste? Ella ya te había olvidado.
-No volví por ella. Madre se está muriendo y quería verla.
-No mientas. Desde que volviste sus ojos te buscan, sus manos se pierden y su cuerpo me rehuye. No come, no duerme, no atiende a nuestros hijos ni cuida de madre...
El aire les trae el humo de una hoguera y el murmullo de unas voces que cantan. Antonio, en el recuerdo, escucha el crepitar de unos trozos de pino quemándose en la lumbre. Fue en una noche como esta. La luna jugaba también a esconderse, ahora me asomo, ahora no. Esa tarde Manuel la había traído a casa por primera vez. Hacía sólo una semana que se conocían, pero su matrimonio había sido preparado ya desde que eran niños. Sus ojos negros, tizones fulgentes en la noche más turbia, se posaron en los suyos y la envidia cainita ensombreció su entendimiento. Al anochecer se fue a la playa de los pinares y al descuido de las llamas de la hoguera, que inventaban siluetas en la arena, la vio aparecer. Era una figura blanca en la orilla del mar, pero cuando la tuvo cerca su vestido mojado se había pegado a su cuerpo y sólo vio unos contornos morenos y húmedos que temblaban de frío y de calor, que se abrían y se cerraban mostrándole todos los secretos de la tierra y él la tomó a la orilla del agua y sentía que sus caderas se le escurrían, como niebla que huía para volver de nuevo y así durante un tiempo que debió ser mucho, pero que cuando terminó le pareció sólo el vacío dejado por un resplandor. Los deslumbró el brillo de la luna y cuando sus ojos se separaron y sus cuerpos se soltaron, sintieron el aire de un sollozo, el crujido de un lamento y vieron una figura que se alejaba corriendo entre las dunas. Le echaron el mal de ojo a aquella luna taimada y él se fue por un lado de la playa y ella por el otro.
Antonio, perdido en sus recuerdos, no ve la sombra que cae sobre él y cuando la luna asoma de nuevo hay un hombre sentado en el suelo que apoya su espalda en el tronco de un pino. De su costado, un reguero de sangre se confunde con la camisa negra y se pierde entre la arena y las agujas de pino. Una sombra oscura, encorvada en un grito agónico, corre por el sendero que lleva al acantilado. El aire trae la canción sonámbula de los que ya duermen junto a las brasas de la hoguera.
“Huye luna, luna, luna.
Si vinieran los gitanos,
harían con tu corazón
collares y anillos blancos...”

Y la luna, cuando la oye, corre a esconderse tras una nube, pero antes ilumina con un fulgor de cristales rotos la navaja de ondas plateadas y carmesí.

viernes, 18 de octubre de 2013

Zapatos




-¡Clara hija! ¡Deja esos zapatos! ¿No ves que no son tuyos? Son de ese señor. Y se va a enfadar mucho cuando se los devolvamos. ¡Ya no sé cómo te lo voy a decir! ¡No te pongas los zapatos de la gente! ¡Como lo vuelvas a hacer te castigo sin venir a la playa!
Y Clara, con un mohín triste, se sienta en la toalla mientras sus pies pequeños y gordezuelos se mueven inquietos en la arena. Al poco rato, sus ojos se fijan en las sandalias rojas de una señora que acaba de llegar a la playa. Cuando la señora de las sandalias se está bañando y su madre está distraída pelándole un plátano a su hermano, se calza las sandalias rojas y subida en ellas siente que está en otro mundo, un mundo de princesas, de vestidos color rosa, de collares de cuentas blancas y doradas… hasta que siente que su madre le hace daño al agarrarla por el brazo.
 -¡Pero otra vez! Pero hija, ¡qué fijación tienes con los zapatos! ¡No te voy a traer más a la playa!
El rostro de Clara se contrae en una mueca de dolor que desaparece cuando su mirada se detiene en unas chanclas azules…

jueves, 17 de octubre de 2013

Una carta



Te escribo al atardecer, como todos los días. Hoy el árbol del patio ha comenzado a perder sus hojas. El viento de otoño las arrancó y después de voltearlas durante unos minutos las dejó caer al suelo. Me asomo a la ventana pero no puedo ver más allá de la mitad del árbol. Ha dejado de venir el pájaro, el que tenía la pechera naranja y el pico amarillo. ¿Recuerdas que te hablé de él al principio de la primavera? Un día que llovía se posó en el alféizar de la ventana. Qué bello, pensé, entre estos muros grises y anodinos. Al día siguiente dejé unas migas y volvió, y así durante todo el verano. Hace ya una semana que no viene, quizá haya emigrado o también puede que haya muerto. Me gustaba verlo allí, enmarcado entre los barrotes, rompiendo con sus colores la monotonía de mi vida. Un día me dejó tocarlo, había llovido pero sus plumas no estaban mojadas y la punta de mis dedos parecían resbalar sobres ellas. Ahora sólo tengo la mitad de este árbol que se está quedando desnudo. El color de sus hojas fue cambiando, todo un prodigio, hasta convertirse en cartón quebradizo y volátil. También tengo el desconchón de la pared, justo enfrente de la cama. Por las tardes me acuesto con la espalda apoyada en la almohada y me dedico a mirarlo. Ha crecido y en cuanto llegue el invierno se oscurecerá, supongo que por la humedad y crecerá aún más y al cabo de unos años se convertirá en un enorme cráter. Algunas noches tengo pesadillas y siento que caigo por el abismo de ese inmensa boca sulfurosa o que me hundo en el líquido amargo de tus ojos extrañados.
 Ha llegado el momento, dentro de unos minutos apagarán las luces, romperé la carta en pequeños trozos y los dejaré sobre el alféizar, como las migas del pájaro, para que tú, convertida en aire, los recojas durante la noche.

jueves, 4 de julio de 2013

La lluvia

Llovió durante quince días seguidos. Se acostumbraron a su monótono repiqueteo sobre los tejados de pizarra negra, a los regatos que serpenteaban en las orillas de los caminos, a las piedras cubiertas de verdín, al horizonte triste y mohíno empañado por aquella veladura gris; a la humedad que mojaba las sábanas, al pan mohoso, a la herrumbre de las celosías, a la ropa empapada puesta a secar encima de la lumbre, al dolor de sus huesos roídos por el óxido y a aquella niebla opaca que se iba formando en sus corazones.
 Antonio sentía que la lluvia resbalaba por su rostro, que se colaba por los surcos de su piel. Era la segunda vez en aquellos quince días que sacaban el santo para que dejara de llover. Los pies se hundían en el barro mojado mezclado con los excrementos de los animales. Los ojos miraban al cielo, las manos rogaban suplicantes y la plegaria se perdía en el ruido implacable y metálico de la lluvia. Los había que dudaban, otros ya habían perdido toda esperanza. Antonio no, Antonio era un hombre de fe. Si llovía era porque Dios tenía sus motivos para que fuera así, aunque a veces él no los entendiera. Recorrieron todas las calles del pueblo hasta que comenzó a oscurecer y cuando llegaron a sus casas continuaron rezando porque todos sabían lo que pasaría sino paraba de llover. Llegaría aquel hambre amarga que hacía más largo el invierno, que mataba los niños y debilitaba los cuerpos de los mayores. El hambre mezquina que encogía las almas, endurecía los corazones y secaba las lágrimas. Un hambre huidiza que se escondía tras las puertas y espiaba detrás de los postigos.
A la mañana siguiente Antonio se levantó temprano y tomó el camino del río. Seguía lloviendo y el agua que caía de las hojas de los árboles repicaba en los charcos del sendero. Tenía frío y miedo. Poco antes de llegar ya lo vio. El río desbordado inundaba la vega. Era una mancha negra que se extendía lentamente cubriendo de lodo y agua las cosechas.
 El cuerpo de Antonio se encogió de angustia y comenzó a llorar. Más vecinos que se irían del pueblo. Cargarían sus trastos en el carro y enfilarían el camino sin mirar hacia atrás, encorvados y confundidos con la niebla gris . El
no podía marcharse pues pertenecía a la tierra donde estaban enterrados sus antepasados, era ya parte de ese barro en el que se hundían sus pies. 

viernes, 14 de junio de 2013

Ruidos



Leía el periódico con hambrienta avidez, en una carrera contrarreloj para terminarlo en su media hora del café. El ruido de un vaso al romperse lo sacó de su ensimismamiento y volvió la vista hacia la mesa de enfrente. Entonces la vio. Estaba sentada con las piernas cruzadas y parecía absorta escribiendo algo en una agenda que tenía colocada encima de la mesa. De vez en cuando se detenía para tomar un sorbo de la taza de café que aún humeaba. Sintió que los latidos de su corazón aumentaban. ¿Cuánto tiempo había pasado? ¿Dieciocho? ¿Veinte años?
Miró sus piernas enfundadas en unas transparentes medias negras, sus tobillos finos y todo lo que podía ver hasta el comienzo de su falda. Llevaba un jersey de cachemir gris claro que marcaba el contorno de sus pechos y la recta línea de su abdomen. Seguía teniendo el pelo castaño, pero ahora matizado por unas finas mechas rubias y cuidadosamente cortado a la altura de su cuello. En el rostro cierta angulosidad en sus rasgos que no le quitaban atractivo. Cruzaba y descruzaba las piernas con languidez y los ojos se le iban por los huecos que intuía.
De pronto le pasó por la cabeza la idea de intentar reconquistarla, de acabar lo que quedara inacabado o de retomar lo que nunca debería haber dejado que terminara.
Otro ruido hizo que volteara la cabeza hacia la derecha. El espejo colocado detrás de la barra le envió la imagen de un hombre con la coronilla calva y reluciente, rodeada de pelos ralos y casposos, con el rostro abotargado, la barriga que colgaba prominente y un enorme culo encajado en los brazos de la silla en la que estaba sentado. Levantó el periódico y, colocándolo como un parapeto entre el resto del mundo y él, deseó fervientemente que ella no lo hubiera reconocido.
Unos minutos más tarde el ruido de una silla, un taconeo, el ligero temblor de las páginas del periódico cuando pasó a su lado y unas palabras, “adiós Eduardo”.

jueves, 13 de junio de 2013

Optimismo

Se llamaba Consuelo. Tenía setenta años, la risa fácil, el cuerpo obeso, las piernas hinchadas y las manos ajadas. Se había casado ya mayor y no tenía hijos. Caminaba ayudándose de un bastón pues tenía artrosis de cadera y cojeaba un poco. Había trabajado durante cuarenta años como limpiadora en una fábrica y se había jubilado hacía cinco. Le gustaba viajar y a menudo me hablaba de los lugares que había visitado durante aquellos últimos años de retiro; a China, a India, a Rusia, a Vietnam, a Chile, a Argentina...
Un día le pregunté:
 -¿Y París? ¿Qué te pareció? ¿Te gustó?-
-Pues no sé, no lo conozco.-
-¿No?-
-Pues no, es que eso lo dejo para más adelante, cuando me desenvuelva peor. Ya sabes...-

Y se alejó arrastrando los pies. 

miércoles, 12 de junio de 2013

El tractor

La carretera se extendía larga y recta. A los lados los campos amarillos y ralos. Los coches, veloces, levantaban en pequeñas ráfagas el polvo ocre de la cuneta y movían con una ligera tembladera los hierbajos agostados que nacían al lado de la calzada. Al fondo, el reverbero del sol dibujaba un espejo dorado en el asfalto de la carretera. El conductor, confundido por ese espejismo, no llega a ver aún el punto rojo al final del horizonte. Cuando la distancia se acorta distingue un vehículo de gran tamaño que avanza lentamente y acelera la velocidad. Sabe que, después de esa larga y agónica recta comienzan las curvas, diez kilómetros sinuosos que preceden a otra larga recta.  El vehículo de gran tamaño es ya un pesado y lento tractor que avanza renqueante. Acelera pero, cuando pega el morro del coche a la trasera del tractor y se asoma, la primera curva sinuosa y amenazante hace su aparición. Las curvas, cerradas sobre sí mismas, ondulantes, se suceden una detrás de otra. Nervioso, asoma la cabeza por la ventanilla intentando ver más allá de la mole roja del tractor. Sus ojos sólo encuentran la enorme rueda, negra y sucia de barro, que se abre para tomar la curva invadiendo el carril contrario.
 - ¡Jodido cabrón! Necesita toda la carretera para él solo.-
 La mujer, sentada a su lado, con el rostro escondido tras unas enormes gafas de sol negras, asiente.
 El hombre del coche, que se halla ahora ante una nueva curva que se abre en sentido contrario a la anterior y le permite una pequeña visibilidad, avanza la delantera del coche. La rueda del tractor vuelve a invadir la carretera y le cierra el paso.
 - ¡Hijo de puta! -grita asomando la cabeza por la ventanilla.
El grito se pierde en el calor asfixiante y pegajoso del mediodía.
 -¿Viste al hijo de puta? Lo hace a propósito.-
La mujer de las gafas negras le responde con un silencioso mohín de sus escuálidos labios.
 El conductor, acosando al lento vehículo, se fija por primera vez en la espalda del hombre que está sentado en el asiento negro del tractor. Una espalda cuadrada y recia, cubierta por una sucia camiseta gris sin mangas, con los brazos doblados sobre el volante. Desde su posición, sólo ve aquella parte que desde el codo hasta el hombro asoma morena y velluda. La coronilla calva y brillante y la nuca, de ralos pelos negros pegados a la piel, que descansa en un cuello ancho y poderoso.
 El hombre vuelve a asomar el morro del coche. Ante él la última curva, que ya se abre para enfilar una recta que se pierde en el horizonte amarillo. Adelanta el coche y se sitúa, invadiendo el carril contrario, en paralelo al tractor. Desde aquí  sólo ve las enormes ruedas negras y parte de la carcasa roja de la cabina. Abre la ventanilla del lado de la mujer y sus gritos vuelven a perderse en el calor asfixiante del mediodía.
-¡Cabrón! ¡Hijoputa! ¡Así te estrelles con el primer árbol que encuentres!-
 Luego acelera bruscamente y se coloca delante del tractor. El bramido del motor se mezcla con un ruido seco que entra por el cristal trasero del vehículo. Mira hacia atrás. Un pequeño agujero y alrededor los cristales astillados de la ventana. Aún cercano el tractor rojo, que se adentra lentamente en el campo amarillo y ralo. A su lado, la mujer de la gafas negras con la cabeza ligeramente inclinada sobre su pecho. En la parte posterior de la cabeza tiene un pequeño orificio negro del que brota un viscoso líquido marrón que se mezcla con su pelo rubio, y en la frente, otro, redondo y oscuro, del que caen gotas de sangre que se van depositando en la palma de su mano abierta. En el parabrisas delantero otro agujero redondo. El hombre vuelve la vista para retomar la conducción, pero el coche, saliéndose de la carretera, se empotra veloz en el solitario árbol de la cuneta.

sábado, 1 de junio de 2013

Secretos


La noche se cuela por las calles y las avenidas de la ciudad. Se abre la puerta de la habitación y Samuel, un joven de incipiente barba negra, visera calada hasta las orejas y pantalones vaqueros a la altura de las caderas, coge una silla, se sienta y aplica su ojo derecho al cristal del visor. Mueve el catalejo y lo enfoca hacia la ventana del salón del quinto piso del edificio situado a la derecha. Hoy el hombre de la perilla no está borracho y no le pega a su mujer. En la cocina del tercer piso el viejo que tira la basura por la ventana cuando nadie lo ve, prepara la cena. Su mujer, sentada en una silla de ruedas, babea. Samuel gira el catalejo hacia el edificio de la izquierda y en la habitación del segundo piso, un pequeño resquicio entre las cortinas le permite enfocar lo que sucede en su interior. El descuido de su moradora le sirve para violar la intimidad del dormitorio de la mujer, que comienza a desvestirse. Samuel, excitado, pega el ojo al cristal. Es la pelirroja madura y maciza, la del contoneo voluptuoso, siempre subida encima de unos tacones inverosímiles. La mujer, de espaldas a Samuel, se quita las medias y el culo antes alto y respingón, deja paso a unas posaderas planas y flácidas que continúan en unas piernas delgadas y escuálidas. Al desprenderse del sujetador, el pecho altivo y erguido queda colocado encima de una silla. La cintura, aprisionada por una faja, se libera y deja caer una barriga redonda y prominente. La mujer se pone el camisón y se sienta delante del tocador. La melena rojiza y leonada corona la cabeza de plástico de un maniquí. Con soltura se quita las largas pestañas postizas que deposita en una caja y metiendo el dedo anular en el ojo derecho se quita la lentilla para, a continuación, hacer la misma operación en el ojo izquierdo. Finalmente se limpia el cutis con una toallita desmaquillante, que se lleva con ella el color sonrosado de su rostro. Luego se mete en la cama y apaga la luz. A su alrededor las demás luces comienzan a apagarse y la noche, como una niebla de alquitrán zigzagueante, lo invade todo.  

lunes, 27 de mayo de 2013

En compañía

-Si te digo la verdad no sé si mi mujer me dejó porque bebía o bebo porque mi mujer me dejó- dijo el hombre intentando mantener el equilibrio en el alto taburete de madera.
 Detrás de la barra brillante y pringosa, el largo espejo, que ocupaba la mitad de una pared amarillenta y sucia, devolvía la imagen de un hombre de cara abotargada, en cuya tez violácea resaltaban unos ojos saltones y una redonda y pronunciada nariz rojiza. Al fondo las sillas y mesas de formica marrón, vacías y derrotadas en la penumbra oscura del atardecer.
 La temblorosa mano del hombre del taburete cogió el vaso de vino que había encima de la barra y de un solo trago apuró su contenido. Luego una tos bronca y espesa lo dobló en dos. Con los ojos aún lacrimosos por el ataque de tos, apoyó los codos en la barra, se sujetó la oscilante cabeza con los manos y, mientras miraba la imagen distorsionada del espejo, continuó:
-Pues como te iba diciendo… pues eso… que si te digo la verdad... no sé si mi mujer me dejó porque bebía o bebo porque mi mujer me dejó.-

jueves, 23 de mayo de 2013

El tiempo detenido en una página



Todos los días, camino del trabajo, atravesaba el parque siguiendo la misma ruta. Aquella mañana decidí coger el sendero que se internaba por el pequeño bosque de hayas. Otoñaba y los rayos de un sol frío y mustio se filtraban entre las hojas, formando pequeños haces luminosos que se deslizaban por los troncos de los árboles hasta llegar al suelo. Mis pies pisaban la mullida hojarasca húmeda que comenzaba a fermentar y mi nariz percibía a veces un tenue olor a moho. Llegué hasta un claro donde había una fuente con un pequeño fauno danzante. Allí me detuve para contemplar la figura de aquel fauno que se me antojaba melancólicamente bella en la soledad matutina. Tenía el pelo ensortijado y una pequeña barba ondulada, el cuerpo era hermoso y atlético, de marcados abdominales y sus atributos varoniles estaban semiescondidos entre el rizoso vello púbico. Guardaba un perfecto equilibrio en su inestable postura, con el pie derecho un paso hacia adelante y el izquierdo hacia atrás, apoyado sólo sobre las puntas de sus dedos. Sus torneados brazos se elevaban en un elegante y sinuoso movimiento y del dedo índice de su mano derecha salía un chorro de agua, que trazaba en el aire una curva antes de sumergirse en la fuente. Salí del claro y un poco más allá, al final del sendero arbolado, una Afrodita desnuda me miraba desde el pedestal donde estaba colocada. Tenía el rizado pelo anudado por una pequeña cinta, que lo recogía en un moño, a la altura de su nuca. Su figura, articulada en un armonioso contraposto, recibía, tamizada por las copas de los árboles, la luz delicadamente ambarina del sol. Su mano derecha se alargaba para tapar su pubis y la izquierda sujetaba una tela que descendía hasta el suelo, en una sucesión de pliegues verticales oscurecidos por el verdín alojado entre sus frunces. Sus pechos desnudos, pequeños y erguidos, y su vientre, terso y delicado, estaban moteados por pequeñas sombras de hojas lobuladas. A su espalda una bifurcación, donde debía decidir entre el camino que discurría a través de la umbría del emparrado de hiedra o el que me llevaba al laberinto del jardín francés. Elegí el jardín francés y tras haber recorrido unos pocos metros me encontré en una rotonda delimitada por un muro vegetal de setos de boj. Había tres bancos de piedra y en uno de ellos se encontraba ella. Sentada, con la espalda ligeramente inclinada, tenía entre las manos un libro abierto. La claridad de la mañana acentuaba la palidez marmórea de su piel y el sol situado a su espalda trazaba una aureola de claroscuros que la rodeaba. Le di los buenos días y continué mi camino. A la mañana siguiente hice el mismo trayecto a través del parque y sólo por el deseo de volver a verla. Y así sucedió durante una semana; yo le daba los buenos días y continuaba mi camino. Ella enfrascada en su lectura no me prestaba atención. Una mañana fría y neblinosa decidí sentarme a su lado. El aire traía pequeños retazos de niebla y sentíamos el murmullo de las hojas que el viento movía. Ese día supe que se llamaba Aspasia. Pude contemplarla a mi antojo y me pareció aún más bella. Tenía el pelo ondulado y semitapado con un ligero velo que dejaba al descubierto la mitad de su cabellera. Los ojos, que eran grandes y almendrados, permanecían silenciados por la leve caída de sus párpados. La nariz, fina y recta, se ondulaba con gracia a la altura de las fosas nasales. La boca, delicadamente entreabierta, de labios gordezuelos, pero sin estridencias; las mejillas sedosas y nacaradas, la barbilla redonda y el cuello grácil y esbelto. Bajo la liviana túnica sujeta por un broche a la altura de su hombro derecho, adivinaba su cuerpo aún incipiente y grácil. Yo le hablaba y ella me escuchaba plácida, con la mirada pérdida en la página de aquel libro que reposaba entre sus manos de dedos largos y filiformes.
  Sentados en aquel banco sentimos el desconsuelo de los árboles desnudos, saboreamos en nuestros labios fríos el olor de la escarcha, guardamos en nuestros ojos los brotes tiernos de las primeras hojas, nos comimos la niebla para poder vernos mejor, reescribimos los libros sagrados y Adán fue el que dio la manzana a Eva, dormimos el letargo de los inviernos y nos despertarnos cautelosos cuando sentimos cantar a un pájaro; silenciamos las campanadas que marcaban las horas, el tedio, los gritos del tirano, la pereza; olvidamos los años pasados y los venideros, las mentira, el azar, el destino, recorrimos con dedos tímidos el insondable deseo de nuestros sentidos; evitamos dibujar la innombrable ausencia, las fronteras, los ríos sin peces, las ciudades en llamas, las noches sin luna; combatimos la infamia, el dolor, el lamento de los desheredados y leímos los versos nunca escritos y las palabras jamás inventadas; encendimos hogueras con nuestras risas y dejamos que los arroyos de nuestra melancolía fluyeran libres mientras el tiempo permanecía detenido en la página de su libro.
 Un día vinieron a buscarme. Yo me abracé a ella, pero consiguieron separarnos. De su recuerdo aún conservo el aroma mineral y gélido de su cuerpo. Ahora el mundo es gris y tiene rejas. Mi compañero de habitación es matemático y se pasa los días intentando encontrar la fórmula para que un camello pase por el ojo de una aguja.
Yo, desde mi ventana, me esfuerzo por ver en toda su dimensión los objetos, pegando mi rostro al cristal sucio y colocando uno de mis ojos entre los intersticios de los barrotes, pero ni siquiera logro ver el tronco entero del castaño de Indias que hay en el patio.  

http://mujeres-riot.webcindario.com/Aspasia_de_Mileto.htm

miércoles, 15 de mayo de 2013

La sombra mutilada


La mujer vio su reflejo en el cristal de la ventana. Sólo una sombra recortada en la negrura de la noche. Sin rostro, era una piel macerada, unas manos crispadas, unos huesos doloridos, un corazón encogido y unos ojos extrañados, de pupilas violentamente mudas, que la miraban desde el otro lado. Permanecía encerrada entre paredes rotas a dentelladas, escondida en los rincones húmedos del miedo y aplastada por techos sin luz. Había olvidado casi hasta su nombre y le costaba ya recordar que hubo otra vida en el que sus pies eran ligeros. Después de mucho tiempo, volvió a abrir la ventana. El olor a estrellas azules de la noche la embriagó y ya no la asustaron los pasos que, detrás suyo, quebrantaron el silencio de hielo.


martes, 14 de mayo de 2013

Una maleta amnésica

Llevaba una semana en la cinta transportadora de la terminal del aeropuerto cuando por fin uno de los empleados la vio. Por si pudiera ser portadora de algún artefacto explosivo decidieron llamar a los artificieros de la policía. Una vez descartada tal posibilidad, la abrieron. Contenía prendas femeninas. Dos faldas, dos chaquetas, unos zapatos del número treinta y seis, dos camisas, un camisón y ropa interior. Todo muy usado y de baja calidad. También había un oso blanco de peluche al que le faltaba un ojo, un chupete de color rosa y dos diminutas botas de bebe de color azul. Nada que pudiera dar una pista sobre su propietaria. La cerraron de nuevo y la llevaron al almacén de los objetos perdidos.

Volveré cuando los cerezos florezcan

La mujer descendió lentamente los escalones del porche de entrada a la casa. Vestía una desgastada bata de menudas flores azules, amarrada con un cinturón a la gruesa cintura y en los pies calzaba unas raídas zapatillas de cuadros. En la cabeza, un pañuelo negro del que se escapaban mechones grises. Su cuerpo, pesado y lento, se inclinaba hacia un lado por el peso del canasto con ropa que llevaba apoyado en la cadera. Cuando llegó al tendal que se hallaba situado a un lado de la casa, apoyó el canasto en el suelo, quitó las prendas que había colgadas y las sustituyó por otras. Sábanas, enaguas y camisas blancas, quedaron meciéndose con la suave brisa que recorría la llanura. La mujer miró al cielo. Los negros nubarrones que avanzaban por el oeste precipitaban el atardecer y en la lejanía, allí donde terminaba la llanura verde y rala y se levantaban los suaves cerros, una cortina gris de fina lluvia.
-Por eso me dolía a mí la cadera -pensó la mujer- No tardará nada en llover.
Con pasos cansinos volvió a la casa, subió los escalones del porche y se sentó en la mecedora. Apoyó las hinchadas piernas en un taburete de madera y se arrebujó en una toquilla de lana.
-Todavía faltan dos horas para que oscurezca y no hace frío. ¡Ay! Si no fuera por este dolor de la cadera… -suspiró la mujer.
Luego, como todas las tardes, su mirada se dirigió hacia la ropa que colgaba del tendal.
Sí, así estaba bien, como a él le gustaba cuando llegaba a casa. En sus recuerdos lo vio acercarse por el sendero de barro seco, coger las sábanas con sus manos y hundir su cara en ellas.
-Huelen a limpio, huelen a ti –le decía él riéndose.
-¿Y cómo es el olor a limpio? –le preguntaba ella.
-El olor a limpio es… -dudaba él mientras pensaba- es como el aire del invierno, frío y puro.
  Sabía que volvería. Por eso siempre había ropa colgada. Para que supiera que estaba esperándolo. Como lo esperó siempre desde aquella mañana de primavera que, siendo una niña, lo sintió debajo de su ventana.
El sonido del chiflo y después aquellos gritos de su voz de niño que empezaba a ser hombre.
-¡El afiladooor!, ¡Afiladooor! ¡Se afilan cuchilloooos, tijeraaaas…!
Después de afilarle las tijeras ella le preguntó:
-¿Volverás?
 -Volveré… Volveré cuando los cerezos florezcan –contestó él.
Y regresó todos los años en primavera para colocarse debajo de su ventana y gritar ya con voz de hombre:
 -¡El afiladooor! ¡Afiladooor! ¡Se afilan cuchilloooos, tijeraaaas…!
  Ella bajaba corriendo con el corazón saltándole en el pecho, una flor en el pelo, coloretes en las mejillas, unas tijeras para afilar y una pregunta, ¿Volverás?
  El, mirándola dulce a los ojos, siempre le contestaba:
 -Volveré… Volveré cuando los cerezos florezcan.
Hasta aquella primavera que llegó para llevársela con él. Se instalaron en una casa a las afuera del pueblo, en la soledad de la pradera que se extendía hasta las estribaciones ocres de la sierra. Y como allí sólo se tenían el uno al otro se quisieron mucho más.
 Pero al año siguiente, en un día frío y gris, llegó una carta en la que lo llamaban a luchar en una guerra lejana. Y tuvo que marcharse.
Cuando se iba, él dio la vuelta para mirarla y la vio, menuda y frágil, con su dolor y su vestido celeste. Ella, de pie en el porche de la casa, lloraba mientras lo veía alejarse, alto y perdido en su traje de domingo, por el camino de tierra seca.
  En sus ojos quedó grabada su imagen diciéndole adiós con la mano y en sus oídos nunca dejó de escuchar su voz, traída por el viento del otoño, que le decía:
 -No llores, no llores… ¡Espérame! Ya sabes que volveré… Volveré cuando los cerezos florezcan.

jueves, 18 de abril de 2013

El sueño de Társila

Társila veíase en sus sueños alta, delgada y rubia, con los ojos azules enredados en unas pestañas largas y rizadas y con una sonrisa de dientes simétricos que brillaban nacarados. El rostro era un óvalo perfecto de tez alabastrina, el cuello grácil, los hombros delicados y los pechos, erguidos y desafiantes en su lozanía, volvían las miradas complacientemente lujuriosas de unos y descarnadamente envidiosas de otras. La cintura silueteaba fina y las caderas bien marcadas, cimbreantes, pero esbeltas en su rotunda armonía. Las piernas las imaginaba largas y el torso corto, porque le gustaba el porte y el andar de las garzas que veía en los documentales, con ese donaire que a ella le parecía elegancia natural. Y esta mujer se enfrentaba a la vida con una sonrisa de metáfora primaveral, que destilaba a su paso gotas de rocío con olor a vainilla. Porque Társila, inodora, insípida y átona, no tenía nada que ver con la otra Társila de sus sueños recurrentes. Era pequeña, regordeta, paticorta y zamba. Tenía una malformación en la cadera, heredada de un parto problemático, que al caminar la inclinaba hacia el lado derecho y mientras que el hombro izquierdo apuntaba enhiesto, el derecho permanecía alicaído. El pelo crespo y enmarañado no encontraba acomodo y se esparcía huraño y loco como una aureola de alambres. La cara redonda y pancha, de ojos pequeños y muy separados, que miraba el derecho hacia la nariz y el izquierdo hacia la oreja, y de ese espacio, que mediaba entre un ojo y otro, partía la nariz, chata y expandida, confundida y desorientada entre las mejillas carnosas. La boca grande, línea recta que tendía hacia la infinitud sino fuera por el límite que le marcaban los lóbulos auriculares, escondía en su oscura y un tanto fétida cavernosidad, unos dientes grises y carcomidos que pugnaban, osados y fieros, por buscar acomodo más allá del retraído labio inferior. La barbilla, apéndice piloso de aquel rostro lunar, pendía cual pedúnculo bulboso que vibraba con ligeros estremecimientos al ritmo de los sonidos que salían de la garganta de Társila. El cuello era una exigua línea fronteriza, que apoyaba, como una robusta basa, en la superficie levemente inclinada de los hombros asimétricos. El torso, otra espalda cuadrada y rolliza, de tal forma que si volteáramos la cabeza de Társila, sería uno y lo mismo la parte trasera que la delantera. Las caderas, anchas y quejumbrosas, las nalgas, planas y cuadradas, sin volumen, como una continuación partida en dos segmentos de la espalda. Las piernas, cortas y gruesas, coloreadas de añil desvaído por un enjambre de pequeñas varices que serpentean desde las tuberosas rodillas hasta los gruesos tobillos.
A Társila, poco de lo que vistiera sentaba bien a su achaparrado cuerpo. Si era ceñido, no hacía sino otra cosa que evidenciar las formas abruptas de su poca agraciada figura y si era holgada, caíale como un saco que colgaba más de un lado que de otro por la asimetría de sus hombros.
Austera en emociones consideraba que había muy pocas cosas que merecieran la exaltación de su ánimo, comedida en sentimientos tenía la firme convicción de que si se usaban mucho acabarían gastándose y parca en palabras enorgullecíase de decir, con lo mínimo y estrictamente necesario, lo mismo que con la excesiva verborrea de los que para ella eran charlatanes.
Su mundo era estrecho, limitado a las exiguas paredes de su casa, la tienda de ultramarinos que había dos calles más abajo de la suya y la distancia que mediaba entre esta y el colmado. Si se quedara ciega recorrería ese trayecto exactamente igual que lo hacía ahora, pues se sabía de memoria cada esquina con sus ángulos y recovecos, cada baldosa, porosa o lisa, cada bache del asfalto con el correspondiente diámetro de su hendidura, el olor que se escapaba por las puertas y ventanas a cada hora del día, el sabor de las humedades desconchadas de las paredes y las voces crudas, claras, sucias, malintencionadas o bienpensantes que el aire volteaba a su paso.
Y como remedio, como bálsamo bendito a su figura poliédrica reflejada en los escaparates sucios y astillados, la mujer de sus sueños, el contrapunto armonioso e intencionado de lo que ella nunca sería y hubiera deseado ser.

miércoles, 17 de abril de 2013

Cotidianidad

El sol comienza a hundirse en la línea que dibuja el horizonte cuando se une con el mar. En la playa, un perro juega con las pequeñas olas que rompen en la orilla. Dos niños hacen un castillo de arena. Su madre recostada en una pequeña hamaca lee un libro. Una pareja, sentada en una toalla, habla y mira el mar. 
A su izquierda y a pocos metros de ellos se halla el hombre muerto. Cada uno de los miembros de su cuerpo permanece en una postura inverosímil. En la difícil torsión de su cuello emerge, contrastando con la arena clara, un rostro negro de ojos enormes. Su brazo izquierdo está aplastado debajo de su cuerpo mientras que el brazo derecho se estira, volteado sobre la arena cálida, dejándonos ver la blanca palma de su mano abierta. Y de su cadera, colocada en un forzado escorzo, cuelgan las piernas desmadejadas que, embutidas en unos pantalones rotos, finalizan en unos pies desollados.
Nadie se acerca. Ni siquiera se fijan en él. Ha pasado a formar parte de la cotidianidad de la playa. Como esa brisa que roza la arena, como el perro que corre, como el reflujo de las olas y como ese sol que se hunde en la línea del horizonte...

sábado, 6 de abril de 2013

Después de la cena


El reloj de la cocina marca las 21.00 horas. Antonia friega los platos de la cena mientras Luis escucha las noticias en la pequeña radio colocada encima de la nevera. Una luna con olor a cebolla frita y tedio antiguo se asoma por la ventana.
 -¡Mañana por la mañana iremos al Carrefour para hacer la compra del mes.-
-Pero Antonia si es que yo quería…-
 -¡Tú querías! ¡Tú querías! ¡Tú siempre quieres…!
-Bueno, bueno… Vale. Por la mañana iremos al Carrefour.-
-Y por la tarde tiene partido Luisito y tienes que llevarlo hasta el campo.-
-Bueno, está bien, está bien… Lo dejaré para el domingo.-
-¿Para el domingo? ¿Qué dejarás para el domingo Luis?-
-Pues que este fin de semana había quedado con Alberto para ir a pescar y si no puedo ir el sábado... iré el domingo.-
 -¿Cómo? ¡Ah, no! El domingo vamos a comer a casa de mi madre. ¿Cómo se te ocurre hacer planes para el domingo si sabes que siempre vamos a comer a casa de mi madre?-
Luis mira a su mujer y vista así, de espaldas, le parece que tiene el tamaño del armario ropero de su habitación. Luego se levanta, se acerca a la ventana, la abre y mira las luces de la ciudad que se extienden centelleantes y acogedoras en la noche.
 -¡Luis! ¿Me estás oyendo? ¡Uy! Pero que frío hace. ¿Luis? ¿Por qué abriste la ventana? ¿Luis? ¿Luis? Pero... ¿dónde estás?-

viernes, 5 de abril de 2013

Flores para vuestras tumbas

Es domingo y el sol asoma de vez en cuando entre los grises nubarrones que flotan en un cielo azul desvaído. Las altas hierbas, que jalonan el camino de barro seco que lleva al cementerio, dibujan finas líneas de sombra en el borde del sendero. María Expósito ve a lo lejos la desvencijada verja y con decisión, a pesar de su lento caminar, va acortando la distancia. Tiene las piernas hinchadas y llenas de varices. En los pies, unas anchas y deformadas zapatillas de cuadros, pues los juanetes de sus dedos no le permiten otro calzado. Lleva un vestido de lana gris oscuro que le cae como un saco y no deja ver su cadera deformada, pero si nos fijamos, observamos que cojea un poco. Lo que el vestido no puede esconder es la incipiente joroba de su espalda encorvada. Colgado del cuello, un pequeño crucifijo de plata que se bambolea al vaivén de sus pasos. El cabello recogido en un maltrecho moño por donde se escapan mechones de pelo blanco con alguna hebra gris. Tiene la mirada limpia y azul, la boca pequeña y los labios aún rosados; su piel es blanca y las arrugas de su rostro, en la frente, al lado de los ojos y en las comisuras de su boca, son finas y delicadas. María huele a mañanas frías de invierno y a hierba recién cortada. Con sus rojizas e hinchadas manos de dedos cortos y artríticos, se afana por mantener sujeta en su mano izquierda, el asa de un bolso negro del que asoma un ramo de flores y en la derecha, la empuñadura de un paraguas que le sirve de bastón. María es risueña y si hablamos con ella, comprobaremos que es dulce y tierna. También es sencilla, confiada y generosa. Ahora vive sola, pero antes siempre tuvo gente a su alrededor. A María sólo hay una cosa que no le gusta, su apellido. Si pudiera se lo cambiaría, pero al no saber quiénes habían sido sus padres le dijeron que no puede hacerlo. María nunca se resignó a no tener padres. A veces sueña con una madre rubia y dulce, como las que salen en los anuncios de las revistas, que le peina las trenzas y no le da tirones al moverse como hacían las monjas.
Cuando vivía en el orfanato, las monjas le decían que era una hija de nadie, como todas las que estaban allí y que las hijas de nadie tenían por padre a Dios y por madre a la Virgen María. Ella nunca se sintió convencida con aquella explicación y siempre pensó que, más allá de aquellos muros, había un padre y una madre que eran suyos, tan reales y de carne y hueso como las monjas. Y esas ideas que rondaban por su cabeza se las confirmaba Sor Angustias cuando, en sus frecuentes estallidos de cólera, las llamaba hijas del demonio, herederas de la mala sangre y descendientes de los herejes.
El domingo era el día de visita para las internas que tenían familia. Después de la misa se sentaban en un banco de madera del vestíbulo a esperar. Un domingo ella también se sentó en aquel banco y continuó haciéndolo durante meses, hasta que Sor Martina la sorprendió y le dijo que no quería volver a verla allí, pues a ella nunca vendrían a visitarla.
Al cumplir catorce años las monjas le buscaron una casa para servir y comenzó a trabajar como asistenta para los señores de Solano. Allí conoció a Servanda, también asistenta, y con varios años de servicio en la casa, tan sola y huérfana como ella, pero que, a veces, entre las nieblas de la memoria le parecía recordar a su madre. Sabía por una de las monjas del hospicio donde la habían dejado, que a su madre se la habían llevado presa y que su padre había desaparecido.
La vida de María se consumió entre hijos ajenos, que los Solano eran una familia numerosa, seis niños y dos niñas, guisos para otras bocas, ropas de extraños para lavar, tender, coser y planchar, y platos y cacerolas, que nunca fueron suyas, para fregar. Los domingos por la mañana, misa de doce para rezar y los jueves, tarde de asueto, que sólo aprovechaba en primavera y en verano para dar un paseo y sentarse en un banco del parque que veía desde la ventana de la cocina; en otoño y en invierno tenía frío y miedo de la oscuridad y se quedaba en la cama de su minúsculo cuarto escuchando la radio. Y el tiempo pasó rápido y silencioso, pues los días, los meses y los años eran siempre iguales y los mismos.
Un día, cuando llevaba el café al salón, escuchó a uno de los amigos del señorito Jaime hablar sobre el cementerio de la Rosaleda.
-¿Sabías que también hubo fusilamientos en las tapias del viejo cementerio?-
-Pues no, no tenía ni idea. Siempre escuché a mi padre decir que los fusilaban en el pinar. -contestó el señorito Jaime.
-En el pinar y al lado de las tapias del cementerio viejo. Y esto es de buena tinta pues el que lo dijo, un viejo amigo de mi padre, estuvo presente.-
-¿Y cuándo fue? ¿Durante la guerra o al terminar? -preguntó el señorito Jaime.
-Algunos durante la guerra. Pero la mayoría al finalizar. Muchos estaban en la cárcel del Castillo. Los sacaban durante la noche, en camiones y los llevaban hasta el cementerio. Allí los fusilaban y después los enterraban en las fosas que ya estaban preparadas.-
María, muy asustada, le contó lo que había oído a Servanda y ésta, la miró muy triste y le dijo que sí, que las tierras del pinar y los muros del cementerio estaban llenas de muertos sin nombre. Y que ahora, ella sabía que sus padres habían estado presos en la cárcel del Castillo y que posiblemente, estarían enterrados en el pinar o al lado de las tapias del cementerio.
María, que nunca había ido al cementerio de la Rosaleda, decidió acercarse el domingo después de la misa. Situado en los extrarradios de la ciudad, donde comienza el campo amarillo y ralo, ya nadie se enterraba en él. Desde hacía años, los difuntos eran sepultados en el nuevo cementerio que se había construido a la entrada de la ciudad. Rodeó los desconchados muros del pequeño camposanto y miró la tierra reseca y agrietada que pisaba, y le pareció que profanaba con el ruido de sus pasos a los que allí descansaban. Recordó las palabras del amigo del señorito Jaime y donde ahora había un sol luminoso vio la noche más negra, porque la luna y las estrellas se esconderían para no ver aquel espanto de rostros mudos y gritos silenciosos. María sintió una pena muy honda, pues entendió que en aquella tierra había unos huesos que deberían haber sido suyos para llorarlos y honrarlos. En el silencio del mediodía estival sólo se oía el canto de las cigarras y por primera vez sintió rabia y dolor por esa otra vida desconocida que le habían usurpado.
Al domingo siguiente, María, acompañada de Servanda, volvió al cementerio de la Rosaleda. En el agostado terreno por donde corrían las lagartijas dejaron dos ramos de flores. Todos los domingos del año María y Servanda continuaron llevando flores frescas para los muertos sin nombre del cementerio de la Rosaleda.
Servanda hace cinco años que ya no acompaña a María. Una soñolienta tarde de julio se quedó dormida en una silla y no despertó más. A María le hubiera gustado que sus pobres huesos descansaran en el viejo cementerio, pero hubo que enterrarla en el nuevo.
María ya se jubiló y vive en un barrio del extrarradio, cerca del cementerio de la Rosaleda. Desde la ventana de su casa, en los días claros, ve las tapias grises y desconchadas y no se siente sola.
Hoy está cansada y tiene las piernas más hinchadas de lo habitual. Al llegar al muro retira los dos marchitos ramos de flores allí apoyados y los sustituye por otros de flores frescas. Con los ojos fijos en la tierra recita una pequeña oración y lo hace con sus palabras, las que le salen del corazón, que son las que a ella le gustan, aunque las monjas le dijeran que esas no servían.
Cuando María se aleja por el camino de tierra reseca, sonríe, pues imagina que su madre la llama desde la ventana de una casa de paredes blancas. Ella, sentada a la sombra de un árbol, está jugando con una muñeca de madera que le hizo su padre. En el cielo azul marchito los nubarrones grises se alejan.

viernes, 29 de marzo de 2013

Sumisión



La cabeza del hombre que amó daba vueltas en el interior de la lavadora. Ella le era infiel, pero él, todas las noches, cuando regresaba, la besaba. Hasta que, harta, decidió no soportar ya más esa absurda sumisión que él llamaba amor. 

Desolación

Abrí la puerta y el sol gris tiñó de ceniza el páramo calcinado que se extendía ante mis ojos. Un árbol negro de ramas retorcidas y sin hojas proyectaba su sombra raquítica. Al fondo, en el horizonte, el humo denso y oscuro de todos los días. Miré con ansiedad la cabaña de cartones y chapas que se hallaba a unos diez metros de la mía. Daniel no estaba. Hacía una semana que no lo veía. Estaría postrado en su cama, tosiendo, retorciéndose por los dolores de estómago, pudriéndose entre sus inmundicias. O quizá ya muerto. Como había sucedido con Adela. Hacía tres meses que había fallecido. Cuando nos decidimos a entrar ya se la estaban comiendo los gusanos. Susana sigue ahí, esmerándose en su huerta. Me dice que así está entretenida. Aunque apenas consiga que crezca nada, ni las malas hierbas. Yo no me preocupo y a veces algo sale, pero el aire, la tierra, el agua están envenenados y todo lo que pueda brotar de este barro gris nos matará lentamente.
Como todas las mañanas me miré en el pequeño trozo de espejo que conservo. No puedo ver mi rostro entero y lo hago por partes. Mis escasos cabellos grises que dejan al aire las calveras con costras de mi cabeza. La frente arrugada. Mis cejas limpias de pelos y mis párpados sin pestañas. Los ojos enrojecidos y siempre lacrimosos con esas bolsas de piel amarillenta debajo. Mis mejillas flácidas y consumidas. La boca, en la que apenas se esbozan unos labios, con pocos dientes negros y maltrechos. Y mi cuello, un entramado de arrugas que se pierden en la piel enrojecida de mi escote. Tengo cuarenta y dos años y cada mañana, cuando me miro en este espejo, recuerdo como era el rostro de mi madre a la misma edad. Yo parezco su abuela.
A veces pasa alguien por aquí. Suele ser gente que huye. O que busca un lugar para quedarse∙ No lo sé muy bien. Un día se detuvo una mujer que llevaba apoyado en su costado un niño con un bulto muy grande que le salía de la frente y le pregunté que había más allá del humo negro. Me dijo que eran las ciudades que ardían sin cesar, en un fuego que no se acababa nunca y que estábamos mucho mejor aquí, en el campo. ¿En el campo? Pensé yo. ¿Esto es el campo ahora? Antes, en un tiempo que ahora me parece ya muy lejano, era húmedo, jugoso, verde, los árboles te refrescaban, la hierba te acariciaba y el aire te susurraba.
Otro día hablé con un hombre que tenía una barba muy larga que le llegaba ya hasta las rodillas. Con él venía un perro que tenía dos cabezas y seis patas. Me contó que vivía en un pueblo al lado del mar y que era pescador. Ahora ya no había mar, ni olas, ni playas. Sólo una masa negra y viscosa que se extendía en forma de lenguas que morían en lo que antes era la costa.
Ayer pasó una multitud de gentes vestidas con sucios harapos blancos. Delante iba un hombre con una túnica también blanca y una especie de corona hecha con ramas secas. Llevaba en sus manos una gran cruz de madera negra. El hombre recitaba una letanía que yo no entendí y de vez en cuándo decía “Aleluya” elevando la voz y levantando más alto la cruz. Entonces los que le seguían gritaban dolientes y algunos se laceraban a sí mismos con afiladas ramas llenas de espinas. Una mujer que tenía un ojo tapado con un parche negro se dirigió a mí y me dijo:
­-¡Hermana, hermana! ¡Síguenos! ¡Ven! ¡Este es el camino de la salvación!
Pero yo no le contesté. Seguí sentada mirando el horizonte porque sé que todos estamos condenados.
Me senté en la silla a esperar. Dentro de poco oscurecerá. Los días, ahora, son muy cortos. Pero antes comenzará a caer la lluvia plateada y no podemos dejar que nos moje pues, si lo hace, nos saldrán llagas de pus. Le digo adiós a Susana que sigue aún en su huerta, miro la cabaña de Daniel y cierro la puerta. 

jueves, 28 de marzo de 2013

Homenaje



En el silencio acre de la sala, las palabras del hombre del traje de chaqueta gris oscuro se mezclaban con el tic tac del reloj de pared, con la tos persistente y monótona del anciano de la pajarita de lunares verdes y con el chirriar del arrastre de la silla de la anciana de la toquilla malva.
-“... esta fiesta de la primavera que celebramos todos los años por su simbolismo. El renacimiento, los nuevos brotes de la naturaleza que pletóricos se nos presentan con su sinfonía de formas y colores... Al igual que todos vosotros que cada año que pasa aquí estáis....la mayoría.... pues alguno ha pasado ya a esa otra vida que gloriosa nos espera.... Y al igual que hacemos siempre, queremos y debemos homenajear al más anciano que recae, como en los últimos años, en Constanza.”
 Y el hombre del traje gris oscuro se acerca con un ramo de rosas blancas y rojas a una anciana gibosa que está sentada en un sillón de cretona floreada. Esta, de tan encorvada, casi roza su puntiagudo mentón con las huesudas rodillas tapadas con una ligera manta azul. Al ver que el hombre se acerca, levanta con dificultad su cabeza y le dirige una aviesa mirada con sus pequeños ojos verdiazules. El hombre intenta depositar en su regazo el ramo de flores, pero ella, cogiéndolo con sus manos de dedos sarmentosos, lo lanza al aire y el ramillete queda esparcido por la alfombra de arabescos floreados. Luego abre su pútrida boca sin dientes y comienza a gritar, con una voz ronca y extraña para una anciana tan decrépita.
-“¡Dejadme en paz! ¡Todos los años lo mismo! Y así hasta la eternidad por los siglos de los siglos... ¡A mí! ¡Nacida como Constanza di Castiglione en Mantua, en el año de 1480! ¡Amante de César Borgia, de Rafael de Urbino y cortesana famosa en el puente de Rialto! ¡A mí, que decidí vender mi alma al diablo por la vida eterna! Pero que cegada por la soberbia, no leí la letra pequeña de aquel contrato escrito con letras góticas. Sí...,viviría eternamente..., pero pasados trescientos años desde la fecha de mi nacimiento, envejecería poco a poco durante toda la eternidad.”

Te soñé diferente

Cada día, sentado en el café, veía como el atardecer te volvía ocre. Durante el tiempo que duró mi amor te soñé diferente. Olía con mis ojos ávidos el aroma dulzón de tu juventud estrenada, me perdía en el sabor del roce de la tela de tu vestido enredado entre tus piernas, acariciaba el soplo de fresa que se desprendía de tus huecos añorados, degustaba la exquisita melancolía de tu mirada otoñada y me enredaba en la textura de arena blanca que desprendía el color de tu piel.
 Un día el atardecer se tornó plomizo y un viento que preludiaba lluvia barría la calle. Cuando pasaste, tu figura, antes etérea y distante, apareció delimitada por contornos de realidad color cemento. El aire revuelto trajo hasta mi boca el polvo de la amarga grisura de la rutina y el olor del cansancio que arrastraban tus pies; mastiqué con rabia el desencanto de tus ojos anodinos y me ahogué en la desilusión del deseo que no sentía.

domingo, 24 de marzo de 2013

Ecos





“Cuando volvió el día, que era el tercero a contar desde el último que él había visto, su cuerpo fue encontrado intacto, en perfecto estado y cubierto con la vestimenta que llevaba. El aspecto de su cuerpo más parecía el de una persona que el de un difunto”
Plinio el Joven

Sucedió cuando decidieron rellenar con yeso los huecos en la ceniza que habían sido restos humanos. Y así supimos del horror y del espanto que quedaron reflejados en sus rostros, en sus posturas desgarradas, en los quebrados escorzos de sus miembros, en los gritos ahogados de sus bocas. Los primeros fueron los cuerpos del Jardín de los fugitivos, niños, una mujer embarazada, un hombre que intenta levantarse, otro que repta agónico por el suelo, unas manos que desgarran las mejillas, los ojos desorbitados que se ahogan, unos al lado de otros, quizá mirándose horrorizados en el último instante. Al atardecer empezaron los gemidos, débiles y confusos, lejanos en el tiempo, ecos de los lamentos que quedaron sepultados por toneladas de cenizas que nosotros estábamos liberando. En las escaleras del Templo de Júpiter algunos permanecían aún con las manos hacia el cielo, suplicando a los dioses; otros pensaron que ya no había y encogidos sobre si mismos, metían las cabezas entre sus piernas, acongojados por tan terrible certeza. Una plegaria interrumpida se mezclaba con el llanto de los descreídos mientras la oscuridad lo cubría todo. En las Termas del Foro, fueron sorprendidos aquellos que no vieron la gran nube de ceniza que se precipitó sobre la ciudad y sus cuerpos quedaron estáticos en el frigidarium y el calidarium. El burbujeo del agua tapó los estertores, que ahora tras siglos de silencio vuelven mitigados por el paso del tiempo. En el anfiteatro los gladiadores, amarrados a las cadenas, se retuercen agónicos pidiendo una clemencia que nunca llegó y el terrible estruendo de su dolor queda liberado. Las prostitutas, esclavas y dulces, permanecieron esperando o atendiendo a los últimos clientes. Una trágica compostura mantiene sus figuras expectantes y de sus bocas rescatadas comienzan a escapar gemidos. Un hombre, de rodillas en las las escaleras, dejó grabado el trazo de la huella de sus uñas. Desde la paredes del lupanar, los protagonistas de los frescos eróticos que las decoran, nos miran lujuriosos. En la entrada principal, Príapo, dios de la fertilidad, indemne a la oscuridad del pasado, se nos muestra poderoso y eterno con dos penes sostenidos por las manos.
 En el pórtico de una casa, apoyado en la pared, un hombre sentado con las piernas dobladas y las manos sujetando la cabeza. Es difícil descifrar este rostro. No parece sufrir. ¿Quizá reflexionaba sobre su aciago destino? De su boca se escapa un suspiro que tiene la hondura del tiempo en el que fue retenido. La figura de un fauno danzante desnudo, bello y atlético, nos recibe en el atrio y hasta nuestros oídos llegan los rumores de los pasos de las esclavas, el borboteo del agua de las fuentes, el roce de las telas de los vestidos. En las habitaciones los moradores; una mujer que se tapa la boca con un paño, a su lado un niño cubierto con una manta, en otra estancia un hombre con una pequeña botella aún aferrada entre los dedos, en un diván una mujer encogida que tiene en el regazo un cofre. De nuevo se oyen los jadeos, los gritos, las plegarias inútiles, los lamentos. Y los tenues ladridos de los perros guardianes, aún encadenados a las puertas de la casa de su amo.
 Una vez que los sonidos fueron liberados sólo se oyó la tremenda cacofonía de un eco único. De nuevo la luz se extinguió y la oscuridad lo cubrió todo, como al principio.

sábado, 23 de marzo de 2013

Flores de plástico



La niebla se cuela entre las lápidas descolocadas del pequeño cementerio. Las paletadas de tierra al chocar con la caja de madera resuenan en el silencio de la tarde. Amén, finaliza el sacerdote. Chirría la destartalada portilla de hierro del camposanto y entra una mujer con un ramo de flores de plástico.
-¿Es usted familia del difunto? -le pregunta el cura.
-No, soy la empleada de la floristería donde el finado encargó las flores.-

jueves, 21 de marzo de 2013

Amor

Llovía y el coche se deslizaba lentamente sobre el asfalto mojado. Mario no tenía prisa. Todavía le quedaban veinte minutos para las diez de la noche. Sus dedos, largos y nerviosos, tecleaban el volante al ritmo de la música mientras tatareaba la canción que sonaba en la radio. Su voz se imponía al volumen de la música y Mario sólo se oía a si mismo.
-Bu, bu, bu, du, dua, du, dua… Bu, bu, bu, du, dua, du, dua…-
Ante sus ojos la carretera se perdía en una larga recta de charol brillante. Sin raya blanca que la partiera en dos, sin árboles a los lados. Todo lo más, cuando la luna se asomaba entre los nubarrones negros, raquíticos arbustos que surgían de la tierra gris. Los faros del coche iluminaron un poste de madera con un rótulo luminoso “El tragaluz”. Tres metros más adelante, en medio de la nada, una explanada con una veintena de coches aparcados delante de una pequeña construcción blanca con forma de rectángulo. Mario aparcó el coche en la explanada, se caló la visera hasta las orejas para protegerse de la lluvia y corrió hacia la puerta.
 Una vez dentro esperó durante unos minutos a que sus ojos se acostumbraran a la penumbra del local. Al lado de la barra, un grupo formaba un corrillo en torno a una chica gótica que estaba apoyada en ella. Todos llevaban pantalones con la cintura a la altura de las caderas y de los bolsillos les colgaban cadenas plateadas. Unas apretadas camisetas negras de tirantes dejaban al aire sus brazos blancos y escuálidos, adornados con tatuajes negros. Mario observó con detenimiento a la chica de la barra. Un ajustado mono de color negro marcaba sus formas. La negra melena cardada le llegaba hasta la cintura y un collar de púas plateadas adornaba su cuello. No era Elsa. Así vestidas y en la oscuridad todas le parecían iguales. Elsa tenía dos “piercing” en la mejilla, otro en el labio y un arete en la nariz. A esta le faltaba el del labio. Decidió dar una vuelta a ver si ya había llegado. La encontró en la mesa al lado del baño. Charlaba o eso parecía, dado el alto volumen de la música, con un joven rapado que tenía una cresta roja de un extremo al otro de la cabeza. Cuando él se sentó Elsa pasaba en ese momento su lengua, rematada en la punta con un pendiente, por sus labios, mientras miraba con insistencia al de la cresta roja. A Mario le asaltó la duda ¿Se estaba insinuando al rapado de la cresta? Las largas uñas negras de sus dedos tamborileaban en la mesa siguiendo el ritmo de la música y sus labios negros, ya con la lengua dentro, se fruncían en un sugerente mohín. Era como si no lo hubiese visto. Decidió esperar unos minutos y mientras tatareó la canción de The Cure que atronaba el local en ese momento.
-Bu, bu, bu, du, dua, du, dua… Bu, bu, bu, du, dua, du, dua…-
Sólo cuando el de la cresta se marchó, Elsa pareció darse cuenta de su presencia.
-¡Ah! ¿Pero ya estás aquí? ¿Cuándo has llegado? ¡Pues ya era hora! ¡Porque son las diez y cuarto y habíamos quedado a las diez!-
-Llevo aquí diez minutos pero tú ni te enteraste…-
 -¿Ah sí?...- Elsa, temerosa, cambia de tema- ¡Qué! ¿Qué te parece el local? Está bien ¿no?
-Pues que quieres que te diga… ni fú ni fá. Como todos los que te gustan a ti. Bueno no. ¡Peor! ¡Porque este queda en casa dios!-
-¡Joder tío! ¡Es que contigo nunca llego a tiempo! ¡Es que eres incapaz de hacer nada por mí sin protestar! ¡Qué puto aburrimiento tío!-
-¡Anda! ¡No te enfades y larguémonos de aquí!-
Mario la coge del brazo y la obliga a levantarse.
 Cuando salieron había dejado de llover. Al llegar al coche Mario aplastó el cuerpo de Elsa contra la puerta mientras le metía la mano en el interior de sus pantalones. Ella comenzó a jadear. Se metieron en el coche. Mario en el asiento del copiloto y Elsa a horcajadas sobre él. Se quitaron la ropa de cintura para arriba y la excitación de Mario aumentó cuando sintió los aros de los pezones de Elsa rozando su piel. Comenzó a quitarle el pantalón mientras ella acariciaba su miembro con movimientos rítmicos. De repente, sintió que se detenía y las manos de Elsa aferraron con fuerza las suyas.
-¡Basta! ¡No quiero seguir! –dijo Elsa-
-¿Pero qué coño te pasa ahora? –Mario a punto de perder los nervios.
-Necesito que me demuestres que me quieres –
-¿Cómo?- preguntó Mario estupefacto.
- ¡Pues eso! ¡Que necesito que me demuestres que me quieres! ¡Y si no me lo demuestras no hay más polvos! ¿Lo entiendes ahora?-
 -¿Qué mierda te tomaste hoy Elsa? ¿Quién te lo dio? ¿El de la cresta roja? ¿Qué piensas que no me di cuenta que te lo estabas trajinando?-
-¡No me tomé ninguna mierda y el de la cresta roja haría lo que fuera por echar un polvo conmigo tío! –
-No te entiendo Elsa… No te entiendo… Pero en fin ¿qué quieres que haga para demostrarte que te quiero?-
Elsa se quedó pensando durante unos minutos.
  -Quiero que te tires al río desde el puente del acueducto –le ronroneó melosa.
-¿Desde el puente del acueducto? ¿El que está a diez kilómetros de aquí? –preguntó Mario.
-Sí, ese mismo.-
-Pero… es que está muy alto y además…-
-Pues por eso, porque está muy alto quiero que te tires desde allí -
-Pero ¿ y qué pasa si el cauce está medio seco?-
-¡Pero, pero… todo son peros! Pues si está medio seco no te tiras, lo nuestro se acaba y en paz ¿Vale?-
-Mira haremos una cosa –le dijo Mario mientras miraba hipnotizado el movimiento ondulante de la enorme cruz plateada que colgaba de la oreja de Elsa. - Si el río lleva agua me tiro y sino la lleva pues no me tiro.
 El río llevaba agua, pero no la suficiente para que Mario, al tirarse desde tanta altura, no se partiera la espalda contra el fondo.
Hoy, Mario, en la residencia donde vive desde hace un año, espera con impaciencia la visita de Elsa. Ella se siente orgullosa por la prueba de amor de Mario, pero también un poco culpable y va a visitarlo el primer domingo de cada mes. Elsa le lleva siempre música porque sabe que a él le gusta tararearla mientras la escucha y desde luego, lo que no se le ocurre decirle, es que en el coche la está esperando el rapado de la cresta roja. A partir de ahora empezará a espaciar más sus visitas. Mario está aprendiendo a dibujar. Está más entretenido y ya no la necesita tanto.
Desde la puerta Elsa se gira para decirle adiós, pero Mario, que aferra con sus dientes un lápiz, está ensimismado intentando dibujar un árbol. Mientras se aleja por el pasillo de cristaleras, inundado por el sol del atardecer, le parece oírlo tararear.
-Bu, bu, bu, du, dua, du, dua… Bu, bu, bu, du, dua, du, dua…

Desde la ventana


 

Un día te encontrarás sentado delante de una ventana y permanecerás allí desde la mañana hasta la noche. Sólo te levantarás, con un sobrehumano esfuerzo, para ir al baño. Todo tu mundo, desde el sofá pegado a la ventana, será el que veas a través de ese cristal sucio y grasiento.
 Algunas veces, cuando no llueva o cuando la niebla gelatinosa no invada la calle, los rayos del sol iluminarán la esquina donde se coloca el mendigo. Y al retirarse el sol, verás como las oscuras sombras alargadas de los edificios ocupan la calle.
 Con ojos sombríos mirarás el edificio que tienes delante y echarás de menos a los vecinos del quinto, aquella pareja de ancianos que se pasaban todo el día viendo la televisión. De repente, recordarás que las persianas de su casa hace semanas o quizá meses que no se levantan y pensarás que se fueron muriendo uno detrás de otro. Un día verás una cara desconocida regando las plantas del alféizar del segundo y no serás capaz de recordar cómo era el rostro de la mujer que antes las regaba. Tus ojos buscarán con avidez caras conocidas entre las gentes inquietas que pasan por las aceras, en un mundo que ya no es el tuyo. Rostros anodinos en los que no reconocerás a nadie. Ni siquiera a los más viejos. Sus arrugas, huellas mudas del devenir de la vida, te impedirán reconocer en sus facciones los rostros que antes fueron.
 Una mañana o una tarde cualquiera, descubrirás como alguien te observa desde alguna de las ventanas de enfrente. Percibirás en su mirada el espanto de tu visión. Una cabeza calva y puntiaguda. Un rostro apergaminado y rugoso, sin labios, sólo el esbozo de la boca como una hendidura gris, con los asustados ojos perdidos en la negrura mate de unas cuencas hundidas. Y tu cuerpo, encorvado y flaco, que se acurrucará desvalido en el desvencijado sofá con olor a orines.
  Cada noche, ya sin las sombras alargadas en la calle y con las farolas iluminando al mendigo de la esquina, te preguntarás con amargura si al día siguiente podrás seguir viéndolo allí, con la mano extendida y la voz alcoholizada. Y por fin, cuando el cansancio te venza, cerrarás los ojos con el temor de no saber si, a la mañana siguiente, podrás abrirlos de nuevo.

miércoles, 20 de marzo de 2013

El aire caliente

Fue el aire caliente, se lo juro señor Juez. Si no fuera por el aire caliente no hubiera sucedido nada. Pero es que siempre es igual. Es algo que me sucede desde que era niño. Mi hermana, cuando me veía así, se escondía. ¿Sabe? Ya le afectaba a mi padre. Debe de ser algo genético porque a mí me sucedió igual. Y ya con Eva, cuando soplaba ese aire, se me despertaban los malos instintos, esos que no te puedes contener. Luego le pedía perdón y ella siempre me perdonaba. Ese día, cuando llegué, estaba sentada con el niño al pecho, cantándole esa nana tonta. “Duérmete niño, duérmete ya, que si no viene el coco y te comerá”. Y el aire caliente y la nana tonta y ella, allí encogida, mirando arrobada al niño, que desde que nació no tenía ojos más que para él. Y el aire caliente señor Juez, ese aire caliente que te nubla la cabeza. Luego estaba tendida en el suelo y había algo raro, porque tenía la cabeza girada a la derecha y sus ojos miraban hacia la izquierda, como si quisieran salir corriendo. Yo la llamaba pero ella que nada, que no me contestaba. Y el niño, señor Juez, ¿cómo está el niño?

viernes, 15 de marzo de 2013

Al atardecer

La casa seguía allí, solitaria y desvencijada, al lado del camino de barro seco. Aparentemente nada había cambiado. Los grandes árboles que por los laterales la rodeaban y que juntando sus ramas la cubrían. Y delante, enmarcando la puerta del bar, los dos plátanos de sombra. Pero la soledad había dejado su huella. En la acera que bordeaba la casa las hierbas rompían el polvoriento cemento en su lucha por brotar. El verdín invadía trozos de la fachada, el paso del tiempo roía las paredes comidas a desconchones y la ausencia cuarteaba la pintura verde de las puertas. Aparcó delante de la baranda donde amarraban a los caballos. Se detuvo en la puerta que tenía las contraventanas cerradas y se fijó en los anuncios que aún permanecían en los cristales. Apagados y descoloridos, con el mensaje de un tiempo pretérito. Se acercó a la otra puerta que permanecía entreabierta y se asomó. Todo estaba igual. Como si el tiempo sólo hubiera pasado para depositar polvo, suciedad y telarañas. La barra de color verde con el mostrador de mármol amarillento, las estanterías con las botellas, algunas rotas, otras tiradas, muchas vacías, pero también llenas de un líquido ambarino. Los vasos de cristal transparente, los vasos de colores, las copas y las jarras, las tazas blancas encima de sus platos. Los taburetes redondos pegados a la barra, las mesas de madera con las sillas de rejilla y en las paredes, las postales que su madre coleccionaba con aquellos paisajes también detenidos en el tiempo; una luminosa playa en punta del Este, la isla Comacina en el lago Como, el glaciar Perito Moreno, una panorámica de Machu Picchu, el Taj Mahal reflejando su blancura en las aguas del estanque, un puente con un ciclista sobre un canal en Amsterdam, postales y más postales que permanecieron pegadas y otras, esparcidas por el suelo, que habían dejado su huella en las paredes tristes.
 Si miraba debajo de la barra del mostrador seguro que encontraría la caja de hojalata donde su madre guardaba las galletas. Una caja para galletas sin galletas pues, cuando llegó la niebla que lo cubrió todo, hacía ya tiempo que su madre no las hacía. Y fue al dirigirse hacia el mostrador cuando vio la radio, colocada al final de la barra, con los laterales de madera y el frente de rejilla y botones dorados. La radio que su padre le había regalado a su madre para que acariciara con su música el silencio de los atardeceres. Giró el botón con la vana esperanza de que funcionara y tal vez todo volvería hacia atrás. Pero sólo sonó un clic sordo y mudo, sin esperanza. Se sentó en la mesa del fondo, donde se colocaba cuando era niña a dibujar y la niebla de su memoria se fue alejando.
 “Comenzaba a llover y se escuchaban los gruesos goterones chocar contra la tierra seca. Su madre recogía y limpiaba las mesas, mientras su padre fregaba y secaba los vasos y las tazas que ella colocaba encima del mostrador. Pequeñas gotas de sudor, como perlas de rocío diminutas se deslizaban por su cuello, bajaban por su escote y se perdían en el comienzo de los pechos que el vestido tapaba. Cuando sonaba la música su padre salía del mostrador y cogiendo por la cintura a su madre, que le echaba los brazos al cuello, comenzaban a bailar. Bailaban lento, muy lento, mientras ella los dibujaba. A su madre con el cabello rojo y la piel muy blanca y a su padre con el pelo negro y la tez morena.
 Un día llegaron los hombres de las compañías madereras. Hombres curtidos, de manos recias y arrugas talladas a cincel en sus rostros atezados. Entonces se acabó el tiempo de los bailes y de los dibujos. Antes de dormirse escuchaba el ruido de las voces en el bar. A veces, cuando jugaban a las cartas, los hombres reñían. Hombres diferentes cada temporada, que iban y venían, pero que a ella le parecían siempre iguales. Cuando su padre iba al pueblo a comprar mercancía, la miraban de reojo, sentada en su mesa mientras dibujaba y en el aire del atardecer se perdían los susurros de los hombres apoyados en la barra.  Una tarde de domingo cuando la canícula era sofocante, con un aire húmedo que resbalaba goteante por las paredes, antes de que llegaran los hombres de las compañías madereras, los escuchó reñir en la parte trasera, en el cobertizo. Después el silencio. En el suelo, con los ojos azules muy abiertos, la melena roja confundiéndose con la sangre que salía de su pecho y los brazos desnudos y blancos se hallaba su madre. En el techo y colgando de una viga su padre, con la camisa desabrochada y los pies desnudos.”
El coche avanza lentamente por la pista de barro seco. El calor enrarecido y pegajoso entra por la ventanilla abierta. Mira por el retrovisor y la casa, cubierta por los árboles que se abrazan en el tejado, comienza a hacerse pequeña. Cuando vuelve la vista hacia el camino está comenzando a llover, gruesas gotas que caen sobre el barro y levantan pequeños remolinos de polvo. Al fondo los abedules se mueven mecidos por el viento, pero las lágrimas y la lluvia que cae sobre el parabrisas le impiden verlos.