miércoles, 14 de diciembre de 2016

Fetiches





La mujer esconde sus ojos de acero gris tras unas gafas de lentes ahumadas. Al fondo de la larga recta acotada por anónimas praderas verdes divisa un punto minúsculo cuya forma imprecisa se convierte finalmente en un hombre. Lleva una mochila y hace autostop. La mujer se detiene y abre la puerta del copiloto. El hombre pronuncia el nombre de una ciudad. Ella asiente.
Al iniciar de nuevo la marcha el entrechocar de pequeños huesecillos que cuelgan del retrovisor tritura el silencio. Tras el fin de las praderías se halla el bosque de pinos. Una pista de tierra rojiza los lleva hasta la penumbra verdinegra. El hombre mira el perfil oscuro y el pecho agitado de la mujer y siente la mano osada que se pierde en su entrepierna.
El hombre agonizante oye el crepitar de las agujas de los pinos bajos las pisadas leves de la mujer que se aleja y huele el olor de su sangre fresca. La mujer llega al coche y cuelga otro huesecillo. Un leve tintineo y el golpe seco de la puerta al cerrarse. En el bosque de pinos el roce áspero de un cuerpo que se arrastra, una mano sin un dedo que suplica y el alboroto del coche que se aleja.

lunes, 28 de noviembre de 2016

Juegos



El coche negro y pequeño se desliza lentamente por la carretera. La luz difusa de las farolas ilumina con tintes de celofán amarillo la oscuridad. Son las cinco de la mañana en un barrio de las afueras de una gran ciudad. Los faros del coche señalan, como los focos de un teatro enmarcando la escena que tendrá lugar, la marquesina del autobús donde se halla esperando un hombre.
-Ya me estoy cansando de dar vueltas. Llevamos dos horas buscando y no aparece nadie con esas características.
-¡Joder tío! Mira el tipo de la parada del bus.
-¡Hostia! ¡Es él! ¡Por fin! Bajito, gordo, calvo, cincuentón y con cara de idiota.
El coche ralentiza su marcha hasta que se detiene delante de la marquesina. Los dos jóvenes que se encontraban en su interior descienden y rodean al hombre. Este pensando que van a robarle balbucea.
-Nn nn no tengo nada. Soo sólo soy un obrero. Voy, vooy a tra trabajar. Tra trabajo en en una pana, panadería. Bueeno si que quereis mi mi reloj…
-Así que un obrero, joder tío, de puta madre, eso también está en el guión- dijo el joven con perilla.
-¿El guión?- la voz del hombre tan triste y silenciosa por el miedo se perdió entre el cuello de su camisa.
-Lo siento, ¿sabe? No es nada personal pero debemos hacerlo. El guión, lo pide el guión.- le dice el joven de voz meliflua al tiempo que saca una navaja de la cazadora de cuero marrón.
-Yo le sujeto y tu lo haces – dice el joven de la perilla mientras con un brazo rodea el cuello del hombre y con el otro atenaza sus brazos.
La navaja entró decidida en su vientre y giró dos veces sobre si misma mientras los ojos del hombre se abrían enormes, extrañados, castaños y tiernos en la noche con sombras amarillas. El hombre quedó tendido en el suelo y la sangre de su vientre empapa la acera y cuando la colma va cayendo a la calle negra hasta que se confunde con ella. A su lado una pequeña fiambrera que al caer se abrió y desparramó su contenido, un bocadillo de tortilla y una manzana.
En el coche que se aleja los dos jóvenes charlan.
-¿Cual es lo siguiente tío?
-Hay que violar a una negra joven, a ser posible virgen y con el pelo largo, bizca, ni gorda ni delgada, ni alta ni baja...

miércoles, 9 de noviembre de 2016

El ángel apolíneo



Amanece y el ángel apolíneo encaramado en el tímpano de la puerta del cementerio extiende sus alas blancas. La niebla, agazapada sobre lapidas y nichos, espera al mediodía para mutar en transparencias. El primero en llegar es el enterrador que alterna el doble oficio de sepulturero y oficial de mantenimiento del camposanto. Abre las puertas y a los pocos minutos la gravilla de los caminos cruje con las pisadas de los visitantes. Olor a flores de muertos, por los muertos y para los muertos se suceden en la mañana de otoño. La mujer anciana rodeada de sus hijos deposita su ramo sobre el panteón de mármol blanco. Cuando se endereza su mirada se tuerce a la izquierda. Guarda la compostura cuando ve a la mujer del abrigo negro entallado en una cintura aún fina y unas piernas largas vestidas de luto y solo el cristo crucificado de la losa oye el bisbiseo de sus labios,la muy puta, ni hoy respeta nuestro dolor, Prudencio, cuanto daño nos hiciste y sin embargo, aquí estoy, a pesar de todo”. Un poco más allá, la mujer madura con el concienzudo peinado escarola llora lagrimas clamorosas ante la tumba de granito negro con pequeña cúpula gótica, mientras un apuesto joven de mirada descarada, bragueta fácil y vida cómoda, la espera aburrido unos metros detrás. Palabras como serpientes silban entre las sepulturas.” Mírala hace cuatro días que enterró al marido y ya tiene un amigo, y de que te extrañas, dicen que siempre los tuvo. Hoy no vino el marido de Antonia, cómo va a venir si está en Benidorm ¡ay el muerto al hoyo y el vivo al bollo!, ¿te has fijado cómo envejeció Sagrario? pues claro, es ese hijo drogadicto que va a acabar con ella y anda que poco pelo le queda ya a Jesús, qué entradas, je je je, son para dejar sitio a los cuernos que le van a empezar a salir.” Un perro de pelo hirsuto y ojos amarillos surge al mismo tiempo que el cura que viene a decir la misa. Huele aquí y allá, gruñe y enseña los dientes a todo el que intenta acercarse para echarlo, hasta que la mujer del abrigo negro entallado lo ve, sus miradas se cruzan, el perro menea la cola y lame la mano que suavemente lo conduce hacia la puerta. El sacerdote oficia la misa de difuntos, la niebla vuelve, la gravilla cruje con los pasos que se marchan, el perro de ojos amarillos permanece al lado de la puerta, la mujer de las medias negras espera a su lado y cuando llega el coche negro, ambos se suben. El ángel apolíneo baja la cabeza y cierra sus alas blancas.

jueves, 21 de abril de 2016

La hoguera



Hizo una hoguera. Echó dentro los muebles, las fotos, los libros, la ropa. Después entró desnudo por la puerta de su casa y comenzó una nueva vida.

miércoles, 9 de marzo de 2016

Un día de charcos en la fábrica de cojines



En la inmensa nave de paredes sucias cientos de mujeres con la espalda encorvada no levantan sus ojos de los trozos de tela que unas viejas máquinas de coser recorren, ora en sentido vertical, ora en sentido horizontal, hasta conformar unos cuadrados que, en la sala de al lado, otras operarias rellenarán con algodón.
Por el pasillo un hombre vociferante corre de un extremo a otro, controlando el trabajo de las obreras para que ni un solo ojo se levante de la labor, ni una sola palabra se escape de sus bocas selladas, ni un suspiro de cansancio impida continuar el ritmo productivo del número de cojines asignado por jornada. La voz estridente del encargado no logra alzarse sobre el ruido martilleante de las máquinas de coser y para hacer más efectiva su arenga, de vez en cuando, se acerca a alguna de aquellas mujeres encorvadas y les grita al oído, más rápido, no te detengas, como no espabiles daré parte de ello y te despedirán, no, no es hora de ir al baño, continúa, sólo se puede ir una vez y tú ya has ido, acompañado de una pequeña colleja en una nuca indefensa, un golpe en una espalda desvalida.
El traqueteo que oxida los oídos y entumece los huesos en la misma postura durante doce horas se detiene a las seis de la tarde y las mujeres se levantan a la vez, algunas cojean hasta que sus piernas tumefactas recuerdan los pasos, otras estiran la espalda y recobran la postura erguida que las hace aún humanas pero, las más, salen encorvadas, con los brazos colgando y la mirada perdida en el suelo de cemento.
Hoy llueve y en la inmensa explanada que se extiende ante el portón de entrada de la fábrica se han formado charcos de barro. El encargado sale el primero y corre entre los charcos, un resbalón y cae sentado, intenta levantarse y vuelve a resbalar entre el lodo mojado hasta quedar tendido de espaldas y cuando de rodillas lucha por recuperar el equilibrio, sus ojos quedan a la altura de cientos de piernas que lo rodean.
Las mujeres, ahora erguidas, ahora olvidadas de sus silencios, miran al hombre chapoteando en el barro y al unísono golpean con su pierna derecha el suelo enlodado y el hombre escucha, mezclado con el ruido de la lluvia, el mismo sonido monótono de las cientos de máquinas de coser y siente el barro húmedo resbalar por sus cara y meterse en sus ojos, en su nariz, en su boca.  

jueves, 11 de febrero de 2016

La felicidad vuela en una nube




De las dos acepciones con las que se define el vocablo felicidad en el diccionario, “estado de ánimo del que disfruta de lo que desea” y “satisfacción, alegría, contento” pudiera desprenderse que la felicidad no es un estado vital permanente para el ser humano.
Desde que nacemos, e incluso antes, cuando flotamos en el líquido amniótico del útero materno, ya disfrutamos de esos pequeños instantes placenteros. Una felicidad inconsciente rota cuando el sujeto nace y su primer gesto es el llanto.
El bebé comienza a caminar buscando el equilibrio inestable de sus piernas endebles, un ligero traspiés, un mal paso y la sonrisa blanda de su rostro se transforma, primero en un rictus doloroso y después en un agudo grito de dolor, cuando sus rodillas y la palma de sus manos chocan contra el suelo.
El niño, que tendrá unos cinco años, está sentado en el banco y sus rodillas cuelgan mientras se balancea, primero una y luego la otra. Está comiendo un helado, una enorme bola de nata y fresa encaramada en un cucurucho de galleta. Su pequeña lengua da rápidos lametazos a la bola y esta, en un precario equilibrio, cae y queda, ya perdida su forma redonda, como una triste mancha blanca y rosa a los pies del niño.
El adolescente de la gorra calada hasta las orejas y los pantalones colgantes sonríe, mientras la chica de la camiseta corta y piercing en el ombligo lo mira con dulzura, pero esa sonrisa queda congelada cuando la chica se funde en un apretado beso con el chico que estaba a su espalda.
La novia baja las escaleras de la iglesia con la mano delicadamente apoyada en el brazo del que ya es su marido. En su rostro percibimos la satisfacción de la excelencia conseguida hasta en los más mínimos detalles, cuando un inoportuno enredo de su fino tacón en la cola del vestido, la deja sentada en el último peldaño de la escalinata.
El hombre de mediana edad mira orgulloso desde la entrada de la casa las mesas del jardín, con los blancos manteles y la cristalería iluminada por los farolillos de colores que cuelgan de los árboles. Los invitados van y vienen con las copas en sus manos, se detienen, charlan, se sientan, pasean y algunos se pierden en la oscuridad de los setos para aparecer un rato después. Busca con los ojos a su joven esposa que, colocándose los tirantes de su vestido de verano, sale de los matorrales seguida muy de cerca por su socio.
La anciana está sentada con la silla muy pegada a la mesa, para que las gotas que caen del trozo de pan que moja en el café no la manchen y se derramen sobre el mantel. Come presta y ansiosa y el pan reblandecido se desliza, sin detenerse apenas en su boca desdentada, por su garganta. Cuando, tras repetidas veces, vuelve a remojar el trozo que va quedando del pan en el café, este se desprende de sus dedos y pasa a formar parte del líquido marrón de la taza, pero ella, sin percatarse, introduce los dedos en su boca de nuevo y sus encías sin dientes aprisionan sus dedos en busca del pan con sabor a café.
Los arboles, frondosos y añejos, sombrean con delicadeza las tumbas y los rayos del sol de primavera se cuelan tímidos entre sus ramas. En el silencio se oye el canto de algunos pájaros, y de nuevo la paz. Este es un cementerio sin flores, las pocas que quedan, de plástico, aparecen roídas por el sol y la intemperie de los años. Los familiares de los que aún se hallan aquí enterrados, hace meses que no vienen, pues los difuntos, desahuciados de sus tumbas por la especulación, esperan el desalojo definitivo de un día para otro. A las nueve de la mañana atrona el sonido de una máquina excavadora y los pájaros salen huyendo.