jueves, 9 de octubre de 2014

La duda de Manuela

Manuela alarga la mano y a tientas intenta tocar el botón que apagará el ruido del despertador. Cuando por fin lo consigue, perezosamente, aún sumida en un sueño turbio, se sienta en el borde de la cama y es el contacto de las frías baldosas del suelo en sus pies desnudos lo que por fin la despierta. A su lado Anselmo se voltea en la cama y los muelles del somier crujen con un lamento antiguo. Corre presta al cuarto de baño y el ruido del agua por las viejas cañerías del edifico la devuelve a la rutina cotidiana de un lunes de noviembre. Mientras desayuna echa de menos, como viene haciendo desde hace tres meses, el olor del café, el gusto fuerte y azucarado, porque siempre le gustó muy cargado de azúcar, de aquel bendito brebaje que la espabilaba y le daba una energía que ahora, desde que tomaba “Ecco” por que tenía la tensión muy alta, parecía haberse evaporado para no volver más.
Desciende las gastadas escaleras desde el tercer piso en un edificio sin ascensor, en las afueras de una ciudad como cualquier otra, donde el límite entre los que tienen las fortunas, los que son afortunados, los que lo desearían y los que nunca lo serán, lo marcan los espacios verdes por metro cuadrado, el ancho de las aceras, el tamaño de las terrazas, si es que los desafortunados las tienen, y la distancia que separa tu ventana de la del vecino. Manuela, cuando tiende la ropa, si quisiera, estirándose un poco, y mira que ella es de estatura pequeña, podría revolver el guiso de la vecina con el cucharón de madera que asoma en el borde de la olla.
Apura el paso por la acera de losetas sueltas y sin hojas revueltas de otoño, porque el suyo es un barrio sin árboles, para coger el autobús de las seis y treinta, que la dejará veinticinco minutos más tarde, a la puerta del edificio de oficinas, en el centro financiero de esa ciudad cualquiera, donde ella trabaja como limpiadora todos los días de la semana, excepto el domingo, desde las siete a las catorce horas.
Cuando llega el autobús entra de las primeras para sentarse, si encuentra sitio, en los asientos del principio, pues últimamente, no sabe porqué pero se marea. Hoy, como es lunes, viene muy lleno y eso es algo que ella no acaba de entender; porqué a medida que discurre la semana viene menos gente, hasta que llega el viernes y son muchos menos, por no hablar del sábado que parece que sólo trabaja ella y dos o tres más. Es como si las personas, a medida que transcurre la semana, se agotaran y si se fija en los rostros habituales de los que la rodean ve que el lunes tienen un brillo y una lozanía de la que carecen el viernes, que son ya sólo máscaras ajadas y somnolientas , y algunos se quedan por el camino, a media semana, incapaces de continuar. Así que hoy, como es lunes, Manuela no encuentra sitio donde quiere y debe sentarse hacia el medio, en el asiento que está pegado a una de las ventanas grandes del autobús. Y es, al acomodarse mejor en el sitio, cuando siente un pequeño bulto que la molesta, entre su cadera y la pared, porque Manuela es de posaderas anchas y piernas regordetas y necesita espacio. Se trata de un sobre marrón, rectangular y compacto, un poco pesado, pero no mucho. Levanta el pico del sobre que no está pegado y le parece ver un billete. Al principio se asusta un poco y permanece quieta, sin atreverse a volver a mirar, con la mano aferrada al sobre que permanece aún entre su cadera y la pared. Luego se tranquiliza y procurando que nadie la vea lo mete en su bolso.
Cuando llega al trabajo, en el pequeño cuarto donde se cambia de ropa, mira el contenido del sobre. Entre sus dedos nerviosos resbalan los billetes de quinientos euros, muchos billetes cárdenos, limpios y brillantes, con un olor virgen que al contacto con sus manos rojizas se mezclan con la fragancia limpia de la lejía incrustada en ellas.
Coge el carro de la limpieza y con la mente puesta en los relucientes billetes entra en el ascensor y sube hasta el octavo piso, se acerca al gran ventanal que le permite ver la avenida principal del centro de la ciudad y los edificios que la circundan, apoya su mentón en el palo de la fregona y piensa en lo primero que haría con aquel dinero. Irse a la Manga del Mar Menor, a darse baños de barro y a quitárselo en aquellas aguas tranquilas y calentitas, como viera una vez en un reportaje de la televisión; por lo bien que le sentarían a los pobres y doloridos huesos de su Anselmo, que desde que se jubiló no encuentra postura, ni acomodo, sólo ese dolor de la artrosis que le retuerce el cuerpo y le come los huesos.
Y según va descendiendo piso a piso, fregando y encerando suelos, limpiando asépticos baños y sacando brillo a las pulidas mesas de cristal de los despachos, va añadiendo a ese viaje a la Manga del Mar Menor nuevos deseos o necesidades, que no siempre es deseo aquello que quiere sino que no puede llegar a ello, así la ortodoncia de su nieta, que con doce años tiene los dientes superiores que le montan encima del labio inferior; ayudar a su hija a pagar la hipoteca, una hija con un marido al paro desde hace dos años y que se desloma a trabajar diez horas diarias en un supermercado; cambiar las ventanas de su piso, de madera hinchada y podrida y por donde se cuelan el aire y la lluvia; tirar la cocina, húmeda y oscura y poner otra nueva, blanca y luminosa... hasta que llega al vestíbulo de entrada y, mientras mira a los tipos y tipas que trabajan en aquellas oficinas, ellos con sus trajes de diseñadores confeccionados a medida y ellas enfundadas en elegantes pero funcionales atuendos, que la miran sin verla desde hace treinta años, como al enorme felpudo de la entrada o al paragüero dorado, comienza a dudar. ¿Y si es dinero sucio? ¿O robado? ¿De ese con un número de serie que la policía tiene controlado y cuando vaya a pagar la detienen? ¿Qué explicaciones daría? ¿Qué se lo encontró en el autobús? Y ¿si no la creen? Y ¿si la meten en la cárcel? ¿Qué será de su familia sin ella? No, no puede quedarse con ese dinero que empieza a pesarle como piedras en el bolso de su bata.
Al salir del trabajo y mientras camina por la acera flanqueada de jardineras con flores, en dirección a la parada del autobús, si en un principio pensara entregar el dinero en la comisaría, luego, cambia de idea, pues no quiere perder ni un minuto de su tiempo contestando a las preguntas que le hará la policía y decide dejarlo donde lo encontró, en el hueco que hay entre el asiento que está pegado a la ventana y la pared del autobús.

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