miércoles, 17 de diciembre de 2014

Alambradas


La mujer está sentada en la tierra resquebrajada y seca. Tiene la cabeza inclinada y los ojos cerrados, que sólo abre para espantar con su mano las moscas que se posan en su rostro y en el del niño ventrudo y cabezón colgado de su teta escuálida. Otro niño, vestido con una camiseta sucia que no llega a taparle las nalgas, corretea a su alrededor con sus piernas raquíticas y combadas. Desde que está aquí se acuerda mucho de su abuela y de los días que la acompañaba a trabajar a la casa de la señora blanca. Era una mansión de planta baja con un pasillo largo lleno de puertas y un enorme porche con sofás, desde donde se veía la pradera ocre de la sabana. Al volver a la aldea las rodeaban las hierbas altas, mecidas por la brisa, y en el horizonte, protegiéndolas, la montaña sagrada. Cuando levanta la cabeza, sus ojos desesperanzados sólo ven un horizonte de alambradas y tierra parda.

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