jueves, 14 de mayo de 2015

Olor a mantecadas



El zaguán estaba oscuro y olía a humedad y vejez. Era una tarde de verano del mes de julio y el calor neblinoso del día se hallaba aún escondido entre las sombras. Mi madre y yo subimos la escalera de madera que llevaba al primer y único piso y que, sin transición, nos introducía directamente en la cocina de suelo de madera clara sin barnizar, limpio y aún oliendo a lejía. En una esquina, en la silla de mimbre, estaba Luisa, con las manos grandes y rojizas entrelazadas sobre el regazo cubierto por un mandil de cuadros. Era la segunda de las tres hermanas, parientes lejanas, primas en tercer o cuarto grado de mi abuela y vecinas, pared con pared de la casa de esta. Era una mujer afable y servicial que se había pasado la vida entre aquellas paredes, cosiendo, fregando y cuidando de sus padres cuando se hicieron mayores. Al vernos aparecer se levantó y sin mediar palabra, como si supiera a lo que veníamos, nos precedió y nosotras seguimos sus pasos cortos y morosos y su cuerpo encorvado y enjuto, hasta la sala de donde partían las habitaciones. Antes de entrar al dormitorio de la moribunda, en voz muy baja, nos previno.
-Está muy malina. Ya no conoce a nadie. El médico dijo que no pasaría de esta noche.
Mi madre no dijo nada y entró en la habitación. Yo la seguí, curiosa y asustada por aquel silencio pesaroso y las miradas cómplices que no entendía.
El cuarto era pequeño y se hallaba en penumbra. Al entrar, la pequeñez se convirtió en una angostura desasosegante por el color verde de las paredes, el tono oscuro de la madera de los muebles y la profusión y tamaño de los mismos para un espacio reducido; una cama grande pegada a la pared, un armario de tres cuerpos con espejo, la mesita alta con tapa de mármol y la alfombra de flores desvaídas. A los pies de la cama estaba María, la hermana pequeña, también soltera y a decir de mi abuela, la única que había tenido un pretendiente, pero que no llegó a casarse porque aquel novio la abandonó por otra más rica. De resultas de aquella historia le quedaron un ajuar mohoso guardado en los cajones de la cómoda de la sala, una amargura que le agrió el carácter y una apatía que la sentaba en la silla de la galería, al caer la tarde, a mirar muy quedo la calle. En aquella época aún conservaba carne en las mejillas, la piel blanca y sonrosada, el pelo entrecano, pero ya con más mechones blancos que negros y los ojos muy azules.
En la cama, hundida en el colchón de lana y tapada hasta el cuello por una colcha granate de la que asomaba el embozo de una blanquísima sábana blanca, estaba Elvira. Más muerta que viva, con el rostro ceniciento, las mejillas ausentes, pues sólo piel apergaminada se pegaba a las encías desdentadas, los ojos cerrados y el cuerpo mísero, me costó reconocer en aquella máscara gris y descarnada a la mujer alegre del moño blanco y delantal de flores que trajinaba entre las ollas, la cocinera de aquella casa, la hacedora de las mantecadas. Supe que ya no subiría más corriendo las escaleras, atraída por el olor que llenaba el aire cuando se cocían en el horno, ni ella me recibiría con regocijo, ni volvería a ver su rostro burlón y risueño ante mi impaciencia para que se enfriaran rápido, ni en mi boca volvería a fundirse la masa dulce y pastosa, aún templada, ni nos sentaríamos luego juntas para acariciar al gato negro que dormía holgazán en el peldaño del hórreo, ni me tocarían más esas manos aún fragantes a manteca, harina y azúcar. En aquella casa sólo me quedaba el olor a lejía de las manos de Luisa y la resentida melancolía de María. Salí del cuarto y atravesando la cocina llegué al paso de piedra que llevaba al hórreo. En los peldaños de madera aún daban los últimos rayos del sol, pero el gato no estaba allí. A la derecha y desde aquella altura podía ver el prado de la casa de mi abuela y pensé que quizá estuviera escondido entre las hierbas altas, o tal vez, a mi izquierda, en el jardín de la casa del otro lado, la de la señora Dolores, debajo del banco de madera o entre los arbustos floridos. Volví a la cocina donde ya se hallaba mi madre despidiéndose de Luisa y María. Bajamos las escaleras y en el zaguán en penumbra, debajo del hueco de la escalera, me pareció ver la sombra de un gato. No volvería a verlo a nunca más.  

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